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Roberta Moretti Rothschild era una mujer que no dejaba indiferente a nadie: alta, frágil y delgada, grácil en sus movimientos, parecía que la distinción le corría por las venas; el pelo siempre peinado con elegantes recogidos, ojos grandes y oscuros de mirada profunda, la piel ebúrnea de su rostro la asemejaba a una hierática efigie; debía de rondar los cincuenta años pero nadie conocía su edad exacta, ni siquiera ella misma, según confesaba, olvidada de tanto obviarla. Hija de Federica Rothschild, una de las nietas de James Rothschild, y de Sandro Moretti Malacrida, perteneciente a una rama de los Rothschild del norte de Italia, cantante de ópera de gran fama en las primeras décadas del siglo. Roberta tenía posición y dinero desde su nacimiento. Estaba acostumbrada a ejercer la autoridad a su alrededor en la oportuna medida y, aunque a veces pudiera aparentar arrogancia e incluso cierta petulancia, en general solía impartir su poder con rectitud.

Había estado casada durante ocho años con Armand Boulanger, un excéntrico pianista de renombre con quien no fue feliz ni uno solo de los días que vivió a su lado, y del que se había divorciado en el año treinta y nueve, después de los intentos de demorar lo inevitable por parte de Armand.

Roberta Moretti conocía muy bien España; durante los años veinte viajó en muchas ocasiones a Madrid, Barcelona y Bilbao, acompañando a un tío suyo en las visitas que realizaban con el fin de hacer negocios; cuando llegó la República, en el treinta y uno, los viajes de negocios se espaciaron hasta casi desaparecer, por las dificultades que encontraron para sus intereses con el nuevo régimen, pero ella continuó viajando a Madrid, con una primera intención de alejarse lo más posible de su marido, al que detestaba, pero también porque le fascinaba aquella sociedad llena de contrastes y oportunidades, de odios y pasiones, de costumbre y tradición arraigada que suponía un extraño lastre para todos, en especial para las mujeres. En uno de aquellos viajes, había conocido a Francisco Castillo Valdivieso, profesor de piano del conservatorio de Música de Madrid, diez años más joven que ella, alto, muy apuesto, educado y culto. En un principio, Roberta no quiso reparar en él, no solo por la diferencia de edad, sino porque se trataba de un hombre casado; pero Francisco Castillo quedó prendado de Roberta Moretti desde el momento en que la vio, y no cejó hasta enamorarla. A partir de entonces, las visitas a Madrid fueron continuas poniéndose al frente de algunas de las inversiones de la familia; se hospedaba en el Palace, donde vivió su apasionado romance con el joven maestro.

Francisco Castillo solicitó el divorcio de su esposa a los pocos días de entrar en vigor la ley del divorcio, y una vez concedido, fue Roberta quien prometió pedirlo a su marido.

Con esta intención, Roberta Moretti regresó a París dispuesta a finiquitar su matrimonio. Pero al poco de su llegada a la capital del Sena, saltó la noticia de que parte del ejército de España se había sublevado en África. A partir de ese instante, comenzó para ambos una larga y angustiosa espera que los separó en una insoportable ausencia como consecuencia de la guerra.

La última vez que había tenido noticias de Francisco Castillo Valdivieso fue una carta fechada en diciembre de 1939, en la que le confirmaba que su divorcio había quedado revocado debido a las nuevas leyes establecidas por el Gobierno de Franco y se le obligaba a volver a convivir con su esposa, a la que aborrecía, por lo que estaba decidido a salir de España con la intención de llegar a París para encontrarse con ella.

Roberta Moretti le esperó hasta que en mayo del cuarenta, presionada por su familia y por las circunstancias (corría peligro su integridad debido a su ascendencia judía), no le quedó más remedio que salir de Europa para refugiarse en Nueva York, donde pasó los cinco años de guerra en casa de su prima.

Tuvo que esperar hasta el otoño del año cuarenta y cinco para hacer su primera incursión en la España de posguerra, dispuesta a recuperar un amor fracturado por las guerras sucesivas. Desde aquella última carta anunciándole que partía a su encuentro, nada había sabido de Francisco Castillo, y aunque sus visitas a Madrid estaban enmarcadas en negocios, proyectos e inversiones, la verdadera razón de su establecimiento en España era encontrar el amor perdido en la barahúnda de los dos conflictos.

Desde muy joven había aprendido a manejar la información con prudente inteligencia, a no compartirla nunca salvo que fuera necesario, a mantenerse callada y observando todo lo que se movía a su alrededor. El hecho de poseer datos sobre quienes le rodeaban o sobre aquellos a los que por alguna razón pretendía acercarse le ofrecía un poder inmenso y la posibilidad de influir, si los manejaba con hábil sutileza, en sus decisiones o actos, observando siempre la máxima de que los dueños de esos datos nunca debían llegar a saber hasta dónde y cuánto conocía sobre ellos y sus vidas, su pasado, su presente, incluso sobre las expectativas de su futuro.

Dispuesta a quedarse una larga temporada en Madrid, con la intención (además de los anhelos personales de búsqueda de Francisco Castillo, desesperadamente infructuosos en sus primeros intentos) de poner en marcha una serie de inversiones en distintos negocios y obras, públicas y privadas, proyectadas por la familia Rothschild, había solicitado al director del hotel Palace que le buscase una mujer de total confianza y con clase; dejó claro que no quería una secretaria o una chica de compañía, exigía alguien más sofisticado, una mujer distinguida e instruida, alguien especial. Cuando supo que Marta Ribas de Montejano se había presentado a la entrevista, su apellido le resultó familiar; indagó, como siempre hacía, tanto sobre su pasado como sobre sus circunstancias presentes, de ahí que conociera todos los pormenores de su penosa vida actual y del esplendor en el que se había criado y vivido hasta caer en desgracia. Lo que le decidió a considerarla la mujer perfecta para el puesto pretendido, no solo fue el hecho de que superaba con creces los requisitos que venía reclamando, sino que en el transcurso de sus indagaciones confirmó lo que en un principio había sido una sospecha: que Marta era la hija de Marcella Cerquetti, detenida junto a su marido, el diplomático Daniel Ribas, en agosto de 1944, acusados, de acuerdo con la versión oficial, de colaboración con los nazis y traición a la patria, y en virtud de ello fueron juzgados, condenados y ejecutados por los aliados una vez liberado París.

Pero Roberta dudó de aquella versión oficial que se otorgaba a cualquiera que intentase indagar en sus expedientes. Había conocido a Marcella en el año treinta y siete; desde un principio, les había unido la pasión por la música y por el mecenazgo de jóvenes talentos, perdidos muchas veces por falta de medios y apoyo. Las dos mujeres habían ideado un proyecto de escuela para la formación y promoción de jóvenes promesas (pensado, además, para traerse a su amado Francisco y proporcionarle un trabajo acorde a su condición de músico y profesor), pero la inminencia de la guerra y la urgente salida de Roberta rumbo a América truncaron todo proyecto. Marcella le había hablado de que tenía una hija casada en Madrid y una nieta preciosa, pero poco más había sabido Roberta de esa hija.

Durante los primeros meses de la ocupación alemana, Roberta mantuvo con Marcella Cerquetti correspondencia habitual, y en sus cartas (que todavía conservaba) no defendía precisamente a los nazis, ni tampoco al Gobierno de Vichy; muy al contrario, criticaba abiertamente la forma de actuar del general Pétain. En ninguna de sus misivas había atisbado Roberta ni un ápice de simpatía por Hitler ni por lo que representaba, a pesar de que, como consecuencia de la posición de diplomático de su marido, tenía conocidos, incluso grandes amigos entre miembros de la Gestapo y de la Schutzstaffel.

Por esa razón había dado los primeros pasos para conocer lo que había sucedido realmente con el matrimonio Ribas-Cerquetti en aquel turbulento verano del cuarenta y cuatro.

La sonata del silencio
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