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Los cuatro hombres llevaban un buen rato de tranquila y distendida charla, repantingados en los sillones, regadas sus gargantas y sus venas con una selecta gama de bebidas espiritosas.

Mauricio Canales, el anfitrión de aquel ágape, había convocado a los caballeros del edificio con el fin de celebrar el abandono de su soltería, o más exactamente de su viudedad, en cualquier caso, relegar la vida solitaria y taciturna que había mantenido desde la muerte de su primera esposa. Habían asistido todos, incluido don Escolástico, que, una vez terminada la comida, bebido el café y fumando un cigarro de compromiso, se retiró disculpándose encarecidamente ante el afortunado casadero y el resto de la grata compañía, aduciendo que debía tomar su habitual siesta, habitual y necesaria, sin la cual dejaba de ser persona (esas eran sus palabras de justificación), su mente se emborronaba y se hacía torpe y lento de ideas.

Así quedaron Rafael Figueroa, don Próculo y Antonio Montejano homenajeando las pocas horas de soltería que le quedaban a Mauricio Canales, disfrutando de una sobremesa que ya se alargaba en varias horas.

Al marcharse don Escolástico, habían aprovechado para abandonar la mesa, desprovista ya de la vistosidad del inicio, preparada desde primera hora de la mañana con primor y esmero por dos criadas exquisitamente ataviadas con uniforme y cofia; todo debía estar perfecto: la colocación del mantel adamascado, más terso que fino y algo amarilleado por el tiempo sin uso, guardado durante años en cajones con bolitas de naftalina para impedir que las polillas hicieran estragos en la delicada tela y se dieran el festín antes de ser estrenado; los platos, grandes, pesados, con una estrecha lista de oro como único adorno; las servilletas almidonadas dobladas con maestría en las copas de cristal de bohemia, algo más altas las destinadas al vino, más rechonchas las del agua, rescatadas de la alacena en la que habían permanecido exhibidas tras la vitrina sin estrenarse apenas, desprovisto ya el cristal de la fina capa de polvo que se había apoderado de ellas; a cada lado de los platos, las piezas de cubertería para todo uso, de plata bien pulida y abrillantada. Todo lo que se desplegó en aquella mesa de celebración había formado parte del ajuar de la esposa difunta como forma de romper el hechizo del estado de viudez para dar lugar a la nueva señora de Canales, que en pocos días sería una realidad.

Las dos criadas habían actuado bajo la estricta y diligente dirección de las hermanas Escamilla, doña Melchora y doña Remedios, que en ningún momento se dejaron ver en el salón, atrincheradas en la cocina, atentas a cada fuente que salía, a cada botella descorchada, vigilando, asimismo, a la cocinera, la propia de la viuda de Canales, que la había traído de su casa para la ocasión y que, con el apoyo de una pinche, elaboró todas las viandas con las que se había agasajado a los caballeros invitados.

Una vez degustado el postre, servido el café y despedido a don Escolástico, las criadas se replegaron y obviaron sus andanzas por el salón, con el fin de permitir a los hombres explayarse sin la inoportuna presencia femenina que a menudo coarta esa espontaneidad, tan propiamente masculina, que suele desplegarse entre ellos, todos uno; sin dejar ellas de estar atentas a ser requeridas, para lo que Mauricio disponía de una pequeña y ruidosa campanilla que, al ser agitada, activaba el cotarro femenino para cumplimentar cualquier orden, cualquier necesidad o cualquier deseo de los varones a los que servir abnegadamente.

A partir de ese momento, el café y los licores, sacatrapos del corazón, dieron rienda suelta a las conversaciones más livianas, menos formales, opiniones más osadas carentes del protocolo del principio, arrobada la conciencia en un desahogo tomando por amigo a cualquiera y soltando cosas que luego gustaría recoger; y en medio de esa deshinibida verborrea, se arrastraron el honor, nombre y reputación de mujeres, casadas, viudas y solteras, señoras y fulanas, jóvenes y talludas; algo se habló también de política, poco y con bastante más prudencia que en el asunto de las damas.

Rafael Figueroa había estado muy hablador, igual que Próculo, incluso Mauricio se reveló más charlatán que de costumbre, más suelto, más regalado en sus manifestaciones, encantado con la inminencia del enlace y de tener a su entera disposición aquel cuerpo, subrepticiamente catado, que estaba provocando en él una voluptuosa dentera y una contenida obsesión. Antonio Montejano, sin embargo, se mantuvo más callado, remiso a la hora de opinar o comentar y ausente en algunos momentos, la mente puesta en otra parte; no obstante, reía las gracias de unos y otros y, de vez en cuando, se mostraba algo más participativo.

Canales se levantó, sacó una caja de puros y la ofreció a cada uno de ellos. Próculo y Rafael cogieron uno, Antonio Montejano se resistió, pero el juez insistió.

—Vamos, Antonio, son de la mejor calidad. No me niegue este manjar para los sentidos.

—Gracias, Mauricio —dijo pinzando uno de los cigarros habanos entre sus dedos—. No soy de puros, aunque la ocasión lo merece.

—Sí que lo merece —añadió el juez, dejando la caja sobre la mesa; luego volvió a arrellanarse en su sillón—. Estoy realmente ilusionado con esta boda. Le prometo que voy a hacer de su hija una señora, aquí va a estar como una reina, sí, señor, no le va a faltar de nada.

—¡Cuídese muy bien de no hacerlo! —añadió Figueroa—. Se lleva usted un bombón. La mujer más encantadora y más linda de todo Madrid, qué digo, de toda España. Más le vale cuidarla como a la porcelana fina; de lo contrario, aquí estamos su padre y el amigo de su padre para arreglarle cuentas…

—La cuidará —intervino don Próculo convencido—, no hay de qué preocuparse. Mauricio será un buen esposo para Elenita. Y visto lo visto, hay que reconocer que la chica necesita que la metan en cintura, y nada mejor que un marido para hacerlo.

—¿Quieres decir que yo no la meto en cintura? —le inquirió Antonio contrariado.

—No, hombre, cómo voy a decir eso, pero estarás conmigo en que a las mujeres, a cierta edad, es mejor que las embride el marido que no el padre, porque al padre lo torean, ya os conocen y os lidian como quieren, que son listas como la madre que las parió, las muy…

—Tente, Próculo —interrumpió Rafael divertido de comprobar la evidente embriaguez del cura—, sujeta tu lengua, que mañana tienes que dar la misa.

—Tiene razón don Próculo —apuntó el novio, intentando prender el puro—, Elena es demasiado joven para andar suelta por ahí, expuesta a peligros imposibles de prever por un padre, por mucho empeño que ponga en ello. El matrimonio las obliga a estar en la casa, con responsabilidades propias de su género, y cuando llegan los hijos se acabó el peligro. Las tienes pilladas y sin salida.

—Buena manera de ver el matrimonio —murmuró Antonio con semblante abismado, como si hablase para sí.

—La mujer que te llevas es una joya —refirió el cura—, ya lo verás, Mauricio, y no lo digo porque esté su padre aquí delante. Elena es joven y, por tanto, todavía moldeable a tus gustos y a tus formas. No dudo de que será una buena esposa y una madre excelente, sana y fuerte. Ya verás como en poco tiempo este salón estará lleno de chiquillos que te alegren la vida.

—Sí, sí… —susurró Rafael alzando las cejas—, que te alegren de chiquillos, que ya crecerán para amargarte la existencia.

Mauricio llenó de nuevo las copas de todos. El notario bebió un trago. Era uno de los mejores brandys que había tomado desde hacía mucho tiempo.

—¿De dónde ha sacado este coñac? —preguntó el notario alzando la copa.

—Me lo han traído expresamente para la ocasión —respondió Mauricio orgulloso—. Tres botellas. —Levantó la mano en la que llevaba el puro—. A precio de oro.

—No lo dudo, lo del oro, digo. Es excelente. Francés, fino y elegante. —Tenía la copa frente a sus ojos, fijos en el líquido, como si estuviera haciendo un exhaustivo análisis—. Color brillante, cristalino, seco, y su sabor resulta cálido al paladar sin que llegue a quemar, suave, sensual, y permanece en la boca varios segundos prolongando las sensaciones igual que si bebieras de los labios de una de esas mujeres de bandera que te derriten las entrañas con solo mirarlas.

Los tres hombres escuchaban absortos las palabras pausadas y concentradas de Rafael Figueroa. El silencio se hizo tan evidente que los cuatro se removieron.

—Buena descripción —acertó a decir Mauricio Canales—, yo no lo hubiera sabido expresar con tanto acierto.

—Las mujeres son como el coñac —añadió Rafael—, o el coñac como las mujeres. Hay que saborearlo cuando son buenos, y echarlos en la olla cuando se enrancian.

Todos esbozaron una risa. La canícula de la tarde se mezclaba con el humo del tabaco, vaharadas de bruma envolvente que parecía ralentizar cualquier movimiento, suspendidos los pensamientos en un tiempo dedicado a no hacer nada, a dejar pasar las horas, vacías, huecas.

—En eso le doy la razón, Rafael —habló Mauricio Canales—. Las mujeres requieren el trato especial según lo especiales que sean.

—A la mujer hay que saber tratarla —añadió Próculo expulsando una bocanada de humo del puro—. Os lo digo yo, que tengo experiencia en eso.

—¿Tú? —preguntó socarrón Rafael acompañado del gesto irónico de los otros dos—. Pero si tú no has conocido una buena hembra más allá de la reja del confesionario.

—Te he dicho muchas veces, Rafael, que tiendes a subestimarme —contestó con impostada arrogancia.

—¡Vaya con el cura! —exclamó el notario, divertido—, cuenta, cuenta, que estos asuntos hay que soltarlos, de lo contrario, se gangrenan y revientan.

Mauricio Canales y Antonio Montejano reían despreocupados, abandonados en el sopor de la digestión.

—Nada de eso, mi querido Rafael —replicó el cura—, no seré yo quien cuente debilidades que afectan solo a la intimidad de cada cual; en esta vida hay que saber ser un caballero, hasta para un cura… —Soltó una risa torpe, beoda, con los ojos idos en el vacío—. Bastantes fanfarronadas escucho a lo largo del día a los baladrones que, en vez de penitencia, se piensan que están acodados en la barra del bar. No, no, de eso nada, conmigo has dado en hueso, amigo mío.

—Vaya, para una cosa interesante que tenemos y sales con esas… —agregó Rafael decepcionado—. Nuestro gozo a la mierda… Así que solo son fanfarronadas…

—Yo no he dicho eso, pero me callo, que es lo que tenían que hacer otros.

—Cuéntenos entonces cómo deberíamos tratar, según usted, a las mujeres —intervino Mauricio Canales—. Ahora que voy a empezar a convivir con una, me vendrá bien cualquier consejo, porque he de reconocer que con la primera apenas me llegó la miel a los labios, y hace ya tanto tiempo… Yo era demasiado joven, y muy voluble, no me importa reconocer que todas esas ideas que trajo la maldita República de los derechos a las mujeres y de darles libertad me pillaron un poco a traspié, y mi difunta se me despistó un poco… —calló un instante con el semblante serio, pensativo. Dio un suspiro y sonrió como si de repente hubiera regresado de amargas evocaciones—. Menos mal que han cambiado mucho las cosas desde entonces.

—Cambios para bien y absolutamente necesarios, mi querido Mauricio, no lo dudes, y todo gracias a nuestro Caudillo, que, apoyado por la Iglesia en pleno, ha conseguido que las cosas retornen a su sitio, cada mochuelo a su olivo, las mujeres a la casa, con los hijos y a atender al marido, o al convento, que lo mismo me da, si no quieren marido carnal, qué mejor que convertirse en esposas de Cristo.

—Pero ilumíneme vuecencia con alguna pauta que me indique cómo tratar la fragilidad de una mujer como Elena. No querría ser un torpe de no llegar o pasarme.

—Hágame caso a mí, Mauricio —intervino Rafael ladino—, con las mujeres siempre es mejor pasarse, porque como te quedes corto estás perdido.

Don Próculo, haciendo caso omiso a las palabras del notario, adoptó un semblante serio, cavilante, como si estuviera meditando muy bien lo que iba a decir. Descansaba los brazos perezosamente en cada uno de los reposabrazos del sillón, en una mano la copa, en la otra el puro.

—Hombre, vamos a ver, Mauricio, a mi modesto entender, y creo que todos estaremos de acuerdo, no es lo mismo la propia que el resto. A la esposa no se la puede tratar como a una conocida, y mucho menos como a una fulana. La esposa merece un respeto y una consideración…, unas posturas… —Movió la mano en la que sujetaba el puro mirando con ojos enrojecidos a Mauricio—. Usted ya me entiende. No se la debe someter a cosas fuera de lo… —Arrugó el gesto antes de continuar como si no encontrase la palabra adecuada—. De lo natural…, ¿me explico?, para eso están las fulanas, cumplen una función social que libera a la esposa de esos bajos instintos propios del hombre.

—Bien dicho, Próculo —agregó Rafael, ufano, elevando la copa de coñac como si brindara por sus palabras—. Las putas para follar, la mujer… —se calló un instante como buscando una respuesta; frunció el ceño, miró a todos uno a uno—. Coño, ¿para qué nos sirve la mujer?

Todos rieron cansinos.

—¿Qué sería de nosotros sin las esposas? —apuntó Mauricio Canales, con semblante beatífico—. Se lo digo yo, Rafael, que disfruté de la compañía de mi pobre Montserrat apenas unos meses, y le puedo asegurar que todos estos años han estado marcados por una dolorosa soledad, llegar a casa, siempre envuelto en silencio…

Rafael Figueroa alzó las cejas y muy irónico lo interrumpió:

—No pensaría usted lo mismo si tuviera que soportar las retahílas de mi mujer. Eso sí que es un martirio. Ya me gustaría a mí llegar a casa y encontrarla en silencio. —Miró al techo con un ademán de mártir—. Silencio… ¡Quimérica felicidad!

—Las esposas han de ser las dueñas y señoras de la casa —terció el cura, apretando ligeramente el puro, como para ablandarlo—. En su haber están los hijos, la intendencia del hogar, las nimiedades propias de cada día, lo cotidiano y, por supuesto, el descanso del guerrero.

—¡Cómo se nota que no tienes que meterte en la cama cada noche con Virtudes! —exclamó el notario con sarcasmo.

—La elegiste tú, nadie te obligó…

—No me hagas hablar, Próculo, no me hagas hablar, que no respondo.

Antonio se echó un poco hacia delante, como si quisiera captar la atención de los demás.

—Próculo, hablas del haber de las esposas; y, según tú, ¿qué hay en su debe?

—Todo lo demás.

—¡Joder! —exclamó Figueroa—, pues estamos listos.

El sacerdote continuó su perorata, imprimiendo un tono campanudo, sereno, aunque en algunos momentos las palabras parecían resbalar en sus labios y le costaba pronunciarlas.

—Toda mujer, antes de casarse, debería aprenderse de memoria las normas de fray Luis de León en La perfecta casada, mejor dicho, la mujer y el marido, porque algunos no saben ni por dónde cogerla, y luego, claro, se les suben a las barbas y ya tenemos al calzonazos de turno. En la historia de los tiempos el mundo ha funcionado cuando las féminas se han sometido a sus labores. La mujer que se pone pantalones, que fuma y pretende ocupar el puesto que solo le incumbe al hombre, queriendo, vana intención, ser como el varón, queda adulterada y yerra en lo que por naturaleza le corresponde. El asunto resulta evidente, nosotros no podemos traer hijos al mundo, no podemos amamantarlos, ni criarlos; ellas son las que salvan el mundo, las que nos salvan a los pobres e infelices varones, que, hay que reconocerlo, señores, nada seríamos sin ellas. La mujer sirve para lo que sirve, y no hay más, por mucho que se empeñen estas feministas extranjeras de pacotilla, que algunas parecen marimachos, con ese afán de igualdad y de libertad.

—Pues aquí ya tienen todo eso y más —agregó Rafael Figueroa—, en España son todas iguales, eso sí, unas más altas, otras más bajas, más flacas, más gordas, morenas, rubias o pelirrojas, pero mujeres son todas; y en cuanto a la libertad…, tienen toda la casa para ellas, ¿qué más quieren?

—Ahí le han dado —dijo Mauricio Canales con firmeza—, sí, señor, mi querido Figueroa, ha dado usted en el clavo, lo que yo digo, las reinas de la casa, no pueden pedir más. Estas modernas que hacen el ridículo vistiendo como hombres o fumando como carreteros, que van a la universidad, que quieren estudiar una carrera… Me pregunto para qué diantres querrá una mujer estudiar una carrera, para qué llevar pantalones si su figura, sus caderas, sus piernas están hechas para la falda… Yo me niego a que mi mujer sea una intelectuala de esas que intentan en vano ocupar el puesto que por capacidad, por inteligencia, por habilidad solo al varón corresponde; no, señor, mi esposa ha de ser femenina, una mujer mujer —repitió convencido—, como Dios manda, con todo lo que ello conlleva, pendiente siempre de mí y que atienda debidamente a los hijos que vengan, eso sí, muchos hijos, cuantos más mejor.

—Y ahí es donde aparece la imperiosa necesidad de las putas, la querida o la amante, según casos y necesidades… —añadió vehemente Rafael Figueroa, cada vez más embriagado en los efluvios del coñac—, porque, mi querido juez, es un hecho incontestable que en el momento en el que la consorte queda embarazada ya no hay forma de acercarse a ella, y una vez parida, tampoco puedes ni tocarla porque el hijo te toma la mano y tienen siempre prioridad a tus propias necesidades; y un día que la pillas en un descuido vas y de nuevo la empreñas, y se repite ese largo período de espera en el que te acuestas con un pedazo de carne con ojos, que cada día está más gorda y más quejica, y cuando termina de parir hijos ya no hay quien la mire, y en el caso de que, en una de esas noches tontas que no tienes a quien agarrarte, se te ocurre echarle mano, va y te suelta que está cansada o el tan socorrido dolor de cabeza… —se quedó callado un instante, pensativo, arrugando en exceso su ceño, como extrañado de algo que hubiera descubierto de repente—. ¿Os habéis fijado que las mujeres siempre están cansadas o les duele la cabeza? Debe de ser una epidemia mundial.

—Será para ciertos actos… —alegó Mauricio con malicia—, porque para parlotear y entretenerse en estupideces siempre andan radiantes y dispuestas.

—Ahí ha dado en el clavo el ilustre magistrado… —agregó Rafael, imprimiendo un gesto cavilante y socarrón—. Y llegados a este punto, mi querido Mauricio, me veo en la obligación moral de darle un consejo de amigo y de buen vecino: no cometa el error de casarse… Ya, ya sé que se trata de Elenita…, pero hágame caso, no se case… Se lo digo de hombre a hombre, y fíjese que Elenita, como usted imaginará, es tal cual fuese hija mía. Pero ciertamente hay que reconocer que las mujeres, una vez te cazan con el matrimonio, empiezan a deteriorarse a marchas forzadas, y pasados unos años, las miras y dices: ¡Dios mío!, pero dónde está el bombón con el que me casé… Que no fue mi caso, todo hay que decirlo, que yo caí en una trampa urdida con malicia y me la tragué como un mirlo.

—No seas exagerado, Rafita —añadió el cura con una risa tonta—, Virtudes está mayor, y algo gruesa de tanto parto, pero de joven no andaba mal…

—No me jodas, curita.

—Bueno, bueno, señores —terció Mauricio divertido por la conversación—. Yo he de decir que me caso con una mujer de bandera, y es por eso que tendré que atarla en corto, porque Elenita es mucha Elenita, si su padre aquí presente me lo permite.

Antonio no dijo nada, pero Próculo sonreía achispado y añadió entre hipidos:

—Eso, eso…, que ya lo dice el refrán, búscala guapa y delgada, que gorda y fea ya se pondrá.

—Guapa y limpia, que gorda y guarra se volverá —agregó entre carcajadas Rafael.

—Vamos, vamos —terció Mauricio sin poder contener la risa—, que soy un hombre a punto de casarme, no me vayan a quitar la idea, que está ya todo preparado y si digo que no me caso, mi madre me muele a palos…

Estuvieron un buen rato en un alborozo de incontrolable y beoda hilaridad, con palabras entrecortadas por la risotada que les impedía hablar con normalidad.

—Anda que no has sido tú listo, Próculo —dijo Rafael, recuperando poco a poco la capacidad para pronunciar dos palabras seguidas sin soltar una carcajada—, con eso de hacerte cura las tienes a todas a tus pies, arrodilladas para más inri…, cabronazo, no sabes tú nada…

—Sí, claro, arrodilladas a mis pies cuando ya están inservibles, las buenas jacas no se acercan ni a la puerta de la iglesia.

—Pero alguna habrá que te haya puesto la cosa a tono —insistió el notario—, alguna de estas modernas, esas que pretenden vivir sin un hombre que las mantenga, esas suelen ser muy ligeritas…

Antonio le miró ceñudo, evidentemente ofendido, pero la borrachera hacía a Rafael inmune a cualquier sensibilidad.

—Nada, nada —contestó el cura moviendo la mano y asimismo ajeno a la posible afrenta hacia Antonio—, esas ni se me acercan, menudas son…

Antonio Montejano tomó aire y apuró su copa de un solo trago.

—Se creen suficientes, pero no son más que basura —espetó rompiendo un silencio continuado.

—Bueno, Antoñito, alguna hay que se salva de la quema —dijo Figueroa intentando recobrar cierto aire de seriedad.

—Ni una —apuntó Mauricio—, la mujer en casa y con la pata quebrada, que es donde tiene que estar.

—Ahí, ahí… —apuntó el cura, mientras vertía con cierta dificultad de equilibrio un poco más de coñac en su copa—, eso es lo que se debe hacer…, con la pata quebrada…, que luego me llegan a mí las quejas y las lamentaciones…

—Anda, Próculo —le animó Rafael ladino—, no seas capullo, dinos qué te cuentan las fulanas cuando se arrodillan a tu vera.

—Calla, calla, que eso es secreto de confesión… —calló un instante como si lo estuviera cavilando para luego mover la cabeza negando—. Secreto de confesión…, sí, señor…, yo, chitón…, y no hay más que hablar.

—Pero no me negarás que alguna vez te pondrás cachondo oyendo sus pecados…

—Eso sí —contestó el cura con una risa estúpida en su rostro y los ojos puestos en el abismo del alcohol—, pero no te creas…, las que me llegan a mí ya son escombro… —El cura se pasó la mano por la cara. Tenía la mente acorchada debido a los efectos báquicos del alcohol—. ¡Dios santo! Creo que he bebido demasiado; estoy empezando a decir barbaridades.

—¿Empezando? —inquirió el notario con gesto divertido—, tú llevas diciendo barbaridades desde que te conozco, unas veces las sueltas del lado de la Iglesia y otras desde el lado de los mortales, unas y otras barbaridades son, aunque tú has sido más listo que todos nosotros, y puedes hacer y decir lo que te plazca porque posees el beneficio de la bula y solo por vestir esas ridículas faldas talares.

—Rafael, mide tus palabras, que soy un hombre de Iglesia…

—Pero si te conozco desde que llevabas pantalón corto… ¡Coño!, ¿es que ya no te acuerdas de cuando nos hacíamos las pajas en el baño de mi casa? Antoñito, ¿tú te acuerdas? Cómo lo pasábamos, Dios…, eso sí que era la buena vida… Tú no te preocupes, Próculo, somos de toda confianza. De aquí no saldrán tus debilidades humanas. —Se llevó los dedos a los labios y se los besó con efusividad como si estuviera haciendo un juramento de fidelidad.

El cura reía por lo bajo recordando los tiempos de adolescencia evocados por el notario.

—No niego que las tengo, bien lo sabe Dios, debajo de esta sotana hay un hombre con todas sus necesidades y flaquezas que la tela negra solo oculta y reprime, nada más.

—Todos las tenemos, don Próculo —terció Mauricio—, y más ahora, en esta época en la que algunas mujeres van por la calle provocando con esos vestidos que transparentan sus formas y esas blusas que dejan ver el principio de los pechos…

—Eh, eh —templó don Próculo con gesto serio—, que una cosa es una cosa y otra cosa es otra… Y se acabó el asunto, que ya estamos hablando de más y se nos están yendo las cosas de madre. Mañana voy a tener que confesarme y me va a caer una penitencia del copón.

—Con que te lo cuentes a ti mismo —dijo el notario sin disimular la ironía—, tú te lo guisas, tú te lo comes, te das la absolución y te pones la penitencia. Lo tuyo es un chollo, Próculo, tienes que reconocerlo.

El cura se levantó y se tambaleó unos segundos, como si fuera una torre negra a punto de desplomarse.

—No somos nadie —balbuceó intentando mantener el equilibrio—, Señor, Señor, todo me da vueltas… No sé cómo voy a llegar a casa en este estado. Soy un castillo con pies de barro.

Rafael, más acostumbrado a alternar y dominando mejor su borrachera, se levantó con menor dificultad que el cura y se fue hacia él para agarrarle del brazo.

—Anda, bájate conmigo a casa. Que Venancia te prepare un café de los suyos, a ver si se te pasa la cogorza que llevas; como te vea el obispo en semejante estado, te cruje.

—Bueno ese, anda que me dices uno que… —se calló como si se hubiera olvidado de lo que iba a decir; adquirió una expresión más ceremonial y se dirigió al anfitrión con palabras arrastradas como si la lengua le pesara en la boca, incapaz de articularla como debiera—. Mauricccio, ha sido una comida excccelente. Felicccita a tu señora madre y a tu señora tía de mi parte. Aaaa sus pies me pongo…

Se inclinó y tuvieron que sujetarle entre Mauricio y Rafael para que no se diera de bruces en el suelo.

—Lo haré, don Próculo. Gracias a usted por venir. Al fin y al cabo, es vuecencia el artífice de lo que aquí se celebra. Gracias a su acertada intervención y a sus sabios consejos, por fin voy a casarme, y con una mujer encantadora…, a pesar de todo lo que se ha dicho aquí sobre el matrimonio.

Rafael, sujetando en un difícil equilibrio al sacerdote, que pugnaba por mantener un paso firme, se volvió hacia Antonio, que, repantingado en el sillón, observaba la escena con indolencia.

—Antonio, ¿te quedas?

—Sí, me quedaré un rato más, si a Mauricio no le importa.

Se quedó solo en el salón mientras el anfitrión acompañaba a Rafael y a don Próculo hasta la puerta.

Cuando Mauricio regresó al salón, llenó la copa vacía de Antonio y, en silencio, se sentó frente a él. Se llevó el puro a los labios y aspiró con fruición y delicia el tabaco para dejar escapar con lentitud medida el humo a través de la boca entrecerrada, creando a su alrededor una neblina espesa y azulada.

—¿Va todo bien, Antonio? Le noto preocupado.

Montejano no respondió de inmediato. Se quedó pensativo, como si estuviera valorando qué decir. Dio un trago de su copa y miró el puro ensimismado.

—¿Sabe una cosa, Mauricio?, en el fondo, le envidio. En diez días se casa con una mujer a quien tiene la oportunidad de hacer feliz. Y si me permite un consejo, a pesar de todo lo que se ha hablado aquí hoy, intente hacerlo, hágala feliz, porque si ella lo es, usted lo será también.

—No tenga la menor duda de que será así, Antonio —respondió Mauricio solícito, creyendo que se trataba de consejos propios de la ocasión y del inminente lazo familiar—. Colmar a Elenita de toda clase de atenciones y afecto será, a partir del sábado que viene, labor primordial para mí; nada me haría más dichoso que llevar a mi esposa orgullosa y feliz de mi brazo. Lo va a poder comprobar usted mismo a diario, estando tan cerca.

—No lo dudo, Mauricio, estoy convencido de que va a intentar ser un buen marido para Elena, de lo contrario, no permitiría este matrimonio —se calló y su gesto se quebró como si algo le quemase las entrañas. Continuó hablando con los ojos perdidos, vertiendo reflexiones en voz alta, musitadas apenas en el silencio del salón—. Sin embargo, por mucho que nos empeñemos, por mucha buena voluntad que pongamos, resulta muy complicado hacer feliz a una mujer; aunque no queramos admitirlo, aunque pretendamos ocultar la evidencia bajo una autoridad de la que nos creemos investidos, ellas tienen su propia autonomía, sus ideas, quieren y pugnan por un espacio propio.

—No está mal que lo tengan, siempre y cuando sea dentro de la casa. El hogar es su reino, no hay que preocuparse de ello.

Antonio sonrió sardónico, bajó los ojos al suelo y movió la cabeza.

—Ya, el problema es que, a veces, la casa se le queda pequeña, y se ahoga entre sus paredes, asfixiada en sus propios sueños, y cuanto más intentas sacarla de su propio ahogo, más se hunde en él y tú con ella, inexorablemente te hundes en una sima que te aleja de ella y te hace moverte con torpeza a su alrededor empeorando las cosas. Y llega un momento en el que pierdes el control…, y entonces…, entonces el matrimonio se convierte en un infierno…, y ya no sabes cómo actuar…, cómo recuperar lo que hubo…

Se calló como si se le hubieran atragantado las palabras. Bebió otro sorbo del licor y se mantuvo con la mirada fija, extraviada en la penumbra caliginosa de la estancia, tenuemente iluminada por la luz encendida por una mano invisible.

Mientras, Mauricio escuchaba atento aquellas palabras pronunciadas casi en un susurro, débiles, rezumantes de amargura, dichas para sí mismo, ajeno en apariencia a su compañía.

—Antonio, ¿van bien las cosas con Marta?

Montejano levantó la mirada y clavó sus ojos en el juez como si lo dicho hubiera provocado una extraña reacción en su mente. Luego bajó los ojos al suelo y movió la cabeza. Se sentó en el borde del sillón, dejó la copa y el puro, y se llevó las manos a la cabeza, introduciendo los dedos en los rizos de su pelo. Y en esta postura, ocultos sus ojos al que le oía, habló como si le escapase el alma por la boca.

—No, Mauricio, no van bien las cosas con mi mujer…, se me escurre de las manos igual que si fuera agua y no sé qué hacer para retenerla.

El juez se sintió incómodo, desconcertado. Nunca había tenido confianza con Antonio Montejano como para hablar de sus intimidades, y mucho menos de sus problemas matrimoniales. Cierto era que en unos días aquel hombre se convertiría en su suegro, pero no alcanzaba a comprender la razón de aquella confesión personal a él, y en aquel momento.

—Antonio, no sé…, si yo pudiera hacer algo…

—Mauricio, ¿puedo tratarte de tú? —Su rostro se torció en una sutil sonrisa—. Al fin y al cabo, vamos a ser familia.

—Por supuesto, faltaría más. No obstante, con su permiso, yo seguiré tratándole de usted, soy hombre antiguo en esto del tratamiento y, en este caso, la edad es un grado a tener en cuenta.

Montejano asintió con gesto cansado y, sin mirarle, habló quedamente.

—Marta hoy no está en casa. Ha ido a un concierto…

—Es lógico, no es un secreto que a su esposa le gusta la música. La oí muchas veces tocar el piano antes de que…, bueno, antes de lo que ocurrió, y hay que reconocérselo, no lo hace nada mal.

—Sí…, tienes razón, lo hace muy bien. El problema es que la música es su espacio, y me temo que por la música la estoy perdiendo.

—No entiendo.

Montejano le miró un rato en silencio, inseguro, desconfiado y a la vez desesperado. Sabía que estaba jugando con fuego, que Mauricio Canales era un arma de doble filo, capaz de ayudar y de traicionar sin alterar el gesto. Lo había pensado mucho; no podía ni quería acudir a Rafael o a Próculo, carecía de ánimo para echarse otra vez a los brazos amigos, embargado por un lacerante desánimo y una desidia permanente. Durante años había estado huyendo de una pesada sombra que le acechaba, avanzar sin echar la vista atrás para evitar ser tragado por la oscuridad procedente de los sentimientos de Rafael Figueroa hacia Marta.

Siempre fue consciente del velado y salaz deseo que le supuraba en los ojos cuando veía a su esposa, de los tercos intentos por apartarle de ella, utilizando incluso miserables artimañas dignas de un canalla y no de un amigo; sin embargo, Antonio se supo siempre con el control de las cosas, consciente de que, a pesar de todo, Marta se había mantenido a su lado, con la única excepción de la concepción de Elena; fue duro asumir aquella traición callada, ocultada en la celosía del confesionario, borrada de la memoria por acción de la penitencia, cada uno la suya; y ahora, al paso del tiempo, parecía tocarle a él cumplir su propia expiación, la amarga penitencia de perder a la mujer que amaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer, a pesar de todos los pesares, de todo lo pasado, de todo lo sucedido, a pesar del evidente deterioro en las entrañas de aquel amor primero, tan bello, tan real, tan noble. Tenía la certeza moral de que no soportaría su pérdida, no resistiría verse arrojado de su lado, alejado de su vera, prefería verla muerta, matarla con sus propias manos, enterrarla bajo tierra para cubrirla de flores y adorarla en una eternidad muñida, manipulada pero suya, una eternidad pergeñada para ellos, solo para ellos. Mauricio Canales era el único capaz de discernir las consecuencias de su bárbara idea, de canalizar esa obsesión inicua que le rondaba el pensamiento desde hacía un tiempo, desde aquella tarde en que las flores se habían marchitado en sus manos, secando también su corazón.

—Desde hace dos meses Marta está recibiendo clases de piano; cada tarde, de lunes a viernes, de cuatro a seis… —Tragó saliva, acedadas sus palabras en la boca—. Y no sé adónde va…

—¿Se lo ha preguntado? —inquirió Mauricio, abriendo las manos con un gesto de obviedad.

—Sí —respondió con rotundidad—. Según ella se las dan en el conservatorio, en la calle San Bernardo. —Levantó el rostro y le miró con ojos aviesos—. Pero allí no llega, ni siquiera la conocen.

Su voz era metálica, con una apariencia hierática de fingida monotonía.

Mauricio Canales se sentó en la misma postura que él, al borde del sillón, los codos sobre las rodillas, las manos hacia delante en una sutil forma de ofrecimiento.

—Para mí sería fácil averiguar dónde recibe esas clases —calló un instante antes de formular la pregunta—. ¿Le gustaría saberlo?

Antonio le observó durante un rato, reflexivo. Al cabo, bajó los ojos y cogió su copa, se la llevó a los labios y bebió. Asintió con la cabeza dando un largo suspiro.

—Sí. Pero te pido discreción, máxima discreción.

—No se preocupe por eso, Antonio. Déjelo de mi cuenta. En pocos días sabrá adónde va su mujer cada tarde y con quién, y si me apura, lo que hace en esas dos horas.

Las últimas palabras provocaron llamaradas de fuego en los ojos de Antonio que obligaron al juez a puntualizarlas.

—Quiero decir, si realmente recibe esas clases de piano.

Antonio Montejano sintió un escalofrío que le sacudió todo el cuerpo en el mismo momento en el que Marta Ribas, lejos de allí, se estremecía al irrumpir en sus oídos aquella música como si un caudal de agua fresca inundase sus venas. La orquesta compuesta por cuarenta profesores, todos ellos de edad avanzada a excepción de la solista, una mujer joven, de unos treinta años, rubia y pálida como la leche, delicada, frágil, ligera y grácil de movimientos que tocaba como si la música emanara de sus entrañas. Su pelo largo, recogido en una elegante coleta, se movía al son de las sacudidas melodiosas de su cuerpo mientras acariciaba con el arco su violín delicadamente apoyado en su hombro y firmemente sujeto con la barbilla.

Marta había llegado tarde al evento porque hasta el último momento no había decidido acudir. Flavio Tassoni la esperaba en la puerta, nervioso, o más bien ansioso porque el concierto estaba a punto de empezar. Al verla acercarse con paso rápido y algo alterada por las prisas, abrió su sonrisa y se le iluminó el rostro. Sin decirse nada, tan solo con un gesto mutuo y contenido de satisfacción como único saludo, la tomó levemente del brazo y entraron deprisa al interior del pequeño teatro, ya abarrotado de gente. Justo cuando acababan de llegar a sus asientos, había aparecido en el escenario la solista seguida del director: un hombre alto, corpulento, de pelo blanco y abundante, peinado hacia atrás. Llevaba la batuta en la mano derecha, traje oscuro, pajarita negra, camisa blanca de cuello almidonado y debía de rondar los setenta años. Tassoni le susurró al oído que había sido profesor suyo y que se trataba de un gran director.

El escenario estaba iluminado dejando la platea y el pequeño proscenio en una penumbra sofocante y densa. Una vez apagados los aplausos de salida, solista y director se habían situado: de espaldas al público él, pendiente de cada miembro de la orquesta, de frente la mujer para exhibir su sentir a los asistentes. Ambos se miraron y asintieron con leve gesto, sutil, casi imperceptible si no fuera a través de sus miradas. El director alzó los brazos igual que un poderoso gigante imprimiendo autoridad, y los profesores pusieron sus instrumentos en posición; durante unos segundos tensos, inquietos, expectantes, el teatro había enmudecido y todo pareció detenerse. La solista permanecía inmóvil, con la mirada fija, concentrada en el inicio de la armonía que la conectase con su violín. Los brazos vigorosos del director empezaron a moverse deslizados en el aire, y la música lo envolvió todo. Los primeros compases, lentos, líricos, notas crecientes como olas de cadencias en su carrera por llegar a la orilla y fenecer para dar paso a la soledad del violín quebrando la armonía, invadiendo los sentidos como dueño y señor del movimiento, mecido tiernamente por la orquesta; y, poco a poco, violín y orquesta se fueron hermanando hasta alcanzar el apogeo, la culminación de las sensaciones, cuando todo parece estallar con un frenesí extraordinario. Fue en ese momento cuando Marta Ribas sintió ese temblor por toda la piel de su cuerpo y, como si la música fuera una brisa de aire fresco, se le erizó la raíz de los cabellos.

En medio de aquella exaltación de resonancias zíngaras, cuando la orquesta alcanzaba la coda conclusiva, Marta percibió a su lado la presencia de Flavio Tassoni, medida en una especie de turbada sacudida. Sin apenas mover la cara, le observó de reojo un instante, lo justo para comprobar su rostro arrobado por la emoción, el ardor de sus mejillas y sus ojos inundados de lágrimas. Marta tomó aire y no pudo evitar un sentimiento de complacida ternura. Estaba muy poco acostumbrada a ver a un hombre mostrando sus emociones con tal naturalidad, sin esa contención propia del bravucón, del varón sin la tacha de bagatelas sensibleras. Se sintió acompañada en la misma emoción rebosante, clara, sincera, sin tapujos ni apariencias, envuelta en las lágrimas de una felicidad extraña, íntimamente acariciada por su varita en un instante de paroxismo que terminó cuando las vibraciones de los instrumentos se silenciaron de repente, dejando mudo el aire y el alma, en un vacío colmado de latidos cardiacos palpitando con aguda intensidad.

Terminado el Allegro moderato, primer movimiento del Concierto de violín para orquesta, de Chaikovski, se sucedieron el segundo ,Canzonetta: Andante, y el tercero, Allegro vivacissimo, para finalizar con el soberbio solo de violín de Jules Émile Frédéric Massenet, Meditación de Thaïs.

La sonata del silencio
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