1

Aquel viernes de Dolores fluía con la normalidad establecida. Madrid se preparaba para recibir los fastos de la Semana Santa. En sus calles ya empezaba a percibirse el aroma a incienso y cera de cirios y velones, de torrijas y potaje, de mujeres enlutadas con mantilla negra, rosario y misal, que llenaban iglesias y templos, fervorosas y cabizbajas, para entonar ese murmullo semejante al zumbido de un enjambre de abejas en su vuelo sigiloso y constante… «Segundomisteriodoloroso. Laflagelaciondejesúsatadaoalacolumna. Padrenuestroqueestasenloscielos…».

Había transcurrido más de un mes desde el triste final de doña Fermina. Los acontecimientos desde entonces se habían precipitado más para uno que para otros.

Camilo Bonilla Carrascosa presentó el testamento hológrafo en el juzgado para su adveración. Al no haber acudido la firmante al notario, se hacía necesario este trámite antes de la protocolización con el fin de certificar su autenticidad.

A pesar de la prudencia y discreción del heredero, la noticia de las últimas voluntades de doña Fermina, escritas de puño y letra tres días antes de su muerte, se había extendido por todo el vecindario. La cesión del uso y disfrute de la casa a la familia Montejano-Ribas, manteniendo el hijo la nuda propiedad, resultaba un hecho insólito y chocante. Asimismo se rumoreaba sobre la marcha de Camilo Bonilla al extranjero y sobre la abultada fortuna que le había dejado su madre gracias a los negocios del estraperlo, fortuna nunca exhibida y guardada a buen recaudo en dos cuentas del Banco Español de Crédito. Se habían desatado toda clase de bulos y maledicencias sobre el asunto, y los más mezquinos y perversos salieron de sus propios vecinos, que no alcanzaban a entender, o más bien no querían, el porqué de tal cesión. Ni siquiera el tiempo de Cuaresma les privó del cotilleo, que luego regurgitaban en el confesionario a oídos de don Próculo, pero no como un pecado propio de sus tendenciosas murmuraciones, sino por la indignación gestada en sus conciencias. El sacerdote escuchaba atento y alzaba la vista al cielo para solicitar paciencia al Santísimo y no hacer lo que le pedía el cuerpo, que era echar a batacazos a aquellos chupacirios cuyas almas clamaban su lugar en el infierno por su actitud execrable.

Las cosas no iban a resultar tan fáciles como había premeditado la pobre doña Fermina. Cuando Rafael Figueroa leyó el testamento hológrafo, manifestó al heredero que, además de acudir obligatoriamente al juzgado, debía presentar certificado de defunción de su hermano muerto en Inglaterra, con el fin de excluir cualquier reclamación posterior, teniendo en cuenta esa cesión usufructuaria a terceros, no familiares, que podían vulnerar los derechos de posibles herederos legítimos.

La familia Figueroa al completo estaba alrededor de la mesa, desayunando torrijas y café con leche. Doña Virtudes y Virtuditas acababan de llegar de la misa de nueve en Santa Cruz. Julita había decidido ir con Elena y su madre a la de once, a la solemne, para oír el sermón de don Idelfonso de Pedro.

—Y tú, ¿qué piensas hacer hoy? —preguntó don Rafael a su hijo Basilio, complacido y sorprendido de su presencia, nada habitual, en el desayuno familiar.

Julita le miraba con agobio.

—Quiero llevar a las chicas a ver una película que ponen esta noche.

—¿A qué chicas? —preguntó su padre con una sonrisa irónica.

—A Elena y a Julia, vendrá también Dionisio.

—¿La niña al cine? —inquirió ceñuda doña Virtudes—. ¿Esta noche? Ni hablar, es Viernes de Dolores.

Julia hizo un amago de protesta, pero Basilio la detuvo con una mirada fulminante. «Tú ten la boca cerrada, que ya me encargo yo de convencerlos», le había dicho hacía unos días cuando le propuso la salida nocturna del viernes.

—Madre, se trata de la película El milagro de Fátima. Asiste el Consejo Diocesano y varios organismos de Acción Católica.

—¿Y a qué hora es? —preguntó el padre.

—A las once menos cuarto de la noche.

—Imposible —afirmó la madre con afección de autoridad—, a esas horas la niña por la calle, ni hablar.

—¿Y tú las acompañarías? —inquirió don Rafael sin hacer caso de las palabras de su esposa.

—Claro; me lo ha pedido Julita. Haré de carabina de la parejita. No te preocupes, que estos no se sientan juntos, ya me encargo yo.

—Bueno. No me parece mala idea…

—Pero, Rafael, ¿cómo van a ir esta noche al cinematógrafo? Hoy precisamente, que es Viernes de Dolores. No está bien.

—Déjales, mujer; si podías ir hasta tú; ¿no son de los tuyos los de Acción Católica?

—Ya…, pero una película, no me dirás, qué va a pensar la gente.

—Que sepáis que yo no me opongo; ahora, si tu madre se niega, yo…, chitón.

Julita, a sabiendas de que tenía ya ganado el permiso de su padre, no pudo aguantar más y habló.

—Mamá, es una película preciosa, la ponen muy bien en El Alcázar y el Abc. —Sacó un periódico que tenía en el respaldo, como si lo hubiera estado guardando en su espalda por si acaso había que utilizarlo—. Mira, mira lo que dice de la película el Abc de ayer.

Le tendió el diario con la página abierta en donde se leía el anuncio y crítica del extraordinario estreno. Doña Virtudes lo cogió con reticencias, mirando a su marido, que la había dejado a ella la resolución del asunto, y eso la desconcertaba más que llevar la contraria. Con las gafas pendientes a mitad de la nariz, leyó con cierta atención y cuando terminó, dejó el papel en la mesa y bebió un sorbo de café, haciéndose la interesante, porque sabía que se esperaba su decisión final.

—¿Y a qué hora volverías?

A Julia se le iluminaron los ojos, pero no dijo nada, esperó a que hablase su hermano como máxima autoridad.

—En cuanto termine la película las traigo derechitas a casa, madre, te lo prometo.

—Bueno, está bien, si es El milagro de Fátima, pues que vaya. ¿Elena tiene el permiso de sus padres?

—Sí, su padre ha dicho que, si nos acompañan Basilio y mi novio, no hay problema.

La trama la había urdido Julia unos días antes, pero el plan lo remató su hermano Basilio, al que la propuesta de su hermana pequeña le encajó a la perfección para sus propios planes.

Julia Figueroa seguía sin tener la regla y los mareos mañaneros empezaban a convertirse en un grave problema porque su madre había empezado a darse cuenta de ellos, aunque, para su suerte, había llegado a la conclusión de que su hija pequeña incubaba un catarro (Julita le daba cierto aire de veracidad a esas sospechas fingiendo tos molesta y dolorosa), y le había empezado a dar pastillas Richelet, que aplacaban su tos impostada, y la atiborraba a base de miel y leche con el fin de que el incipiente enfriamiento no fuera a más.

Convencida por Elena, Julia Figueroa le había confesado a Dionisio que sus remedios para no quedarse no habían funcionado. El chico no lo entendió a la primera (o más bien no quiso entenderlo), así que tuvo que explicarle con toda claridad que estaba en estado y que tenían que hacer algo.

—¿Que tenemos que hacer algo? —le había preguntado el novio, escurriendo de sus hombros sin ningún recato cualquier responsabilidad—. Dirás que tú tienes que hacer algo.

—¿Y qué quieres que haga yo? —había inquirido Julia avergonzada—. No sé qué hacer.

—¿Y yo? ¿Qué pretendes que haga yo? Es problema tuyo, Julia.

—Hombre, Dioni, algo tendrás tú que ver en esto.

—Bueno…, eso porque tú lo dices.

—¿Qué quieres decir?

—Qué voy a querer decir… Nada…, que cómo sé yo que es… mi problema. ¿Y si resulta que es de otro y me lo quieres cargar a mí?

Julia le había mirado pasmada.

—¿Piensas que he estado con otro?

—Yo no pienso nada, Julita, pero tú me dirás…, si lo hemos hecho tres o cuatro veces, corriendo y deprisa, no me explico yo cómo te puedes quedar, así de repente; la verdad…, no lo termino de ver muy claro, Julia, que eso es imposible, te lo digo yo.

—Parece que sabes mucho de estas cosas.

—Yo no quiero problemas, Julita, a mí no me metas en eso.

Julia no había sabido reaccionar. Lo miró fijamente durante un rato, herida de humillación, pero incapaz de hablar. Entonces rompió a llorar desconsoladamente y así había estado durante un buen rato, sin poder articular ni una sola palabra.

Dionisio no pudo esquivar la ayuda a su novia; era consciente de que si don Rafael se enteraba, primero le molía a palos y luego le obligaría a casarse, y a eso todavía no estaba dispuesto; y no quería pensar lo que le haría Basilio, estaba seguro de que le desgraciaba para toda la vida. Había que pensar con calma qué era lo más conveniente. Lo primero de todo era confirmar el embarazo, aunque Julia lo tenía más que claro. Dionisio tenía un amigo que estaba de mancebo en una farmacia y podía hacer la prueba de la rana. El batracio desovó sin duda alguna antes de que hubieran transcurrido las veinticuatro horas de haber inyectado en el animal la orina de Julia; así se lo comunicó el amigo. Entonces decidieron que tenía que «quitárselo», o más bien lo decidió Dionisio, sin que en ningún momento asumiera ni un ápice de su responsabilidad por el «problema», achacado únicamente a Julia, a la que prometió todo su apoyo y ayuda, según le decía en un intento de contener los ataques continuos de llanto que le daban a la chica cuando estaban a solas.

Otro de los amigos del aspirante a notario les puso en contacto con una mujer que hacía el trabajo barato y rápido. Se trataba de una experta en estos entuertos y no había nada que temer con ella, era muy discreta, según decía el amigo. El problema era que tenían que ir a partir de las ocho de la tarde, cuando el marido de la abortera, que trabajaba de sereno, salía de casa y ella podía dedicarse al asunto sin interrupciones inoportunas.

Basilio Figueroa, por su parte, había estado dándole vueltas a la forma de convencer a Elena para que le acompañase la noche del Viernes de Dolores a la fiesta del Káiser, y vio la ocasión con la oportuna petición que le hizo su hermana. Julia le había dicho que en abril Dionisio y ella cumplirían dos años de relaciones, y que su novio le había propuesto una cena romántica en un restaurante y llevarla a bailar a un lugar de moda, y que necesitaba una excusa convincente con el fin de que sus padres le dejasen salir hasta la medianoche.

Basilio urdió el plan sobre la marcha. «Cuenta conmigo, hermanita. Yo te lo soluciono».

Julia no salía de su asombro. Desde que su hermano se había recuperado de las anginas y del golpe en la nariz, por todos sabido que había sido a consecuencia de una pelea, Basilio parecía otro. Apenas salía de noche, se levantaba relativamente temprano, incluso compartía el desayuno con la familia; se le veía cordial, sonriente, afable y simpático, nada que ver con lo que había sido su carácter en los últimos meses; incluso llegó a decir a su padre que iba a ponerse a estudiar para sacar la carrera y prepararse Notarías, lo que produjo gran satisfacción al progenitor y un estado de regocijo hilarante a la madre.

Basilio le había puesto una condición a su hermana: tenía que ser el día 12 de abril, Viernes de Dolores, sin posibilidad de cambio. Julia había protestado porque no lo creía el día más adecuado para arrancar de sus entrañas un ser que, indeliberadamente, ya empezaba a imaginar.

—Tiene que ser ese día —había sentenciado su hermano.

Julia accedió; al fin y al cabo, qué más le daba, lo malo sería cuando fuera a confesar, no imaginaba cómo iba a reconciliar ese pecado tan grave que iba a cometer, pero tendría que hacerlo si no quería pudrirse en el infierno para toda la eternidad. Se lo dijo a Dionisio y este a su amigo, al que hubo que pagar diez duros por el contacto; el dinero se lo había dado Basilio, en la creencia de que su hermana pequeña pretendía comprarle un regalo al tonto de su novio; incluso fue el mismo Basilio, en su afán de que todo saliera bien en su beneficio, quien le prestó a Dionisio los sesenta duros que pedía la abortera, con la excusa asimismo por parte del novio de sufragar los gastos de la noche de celebración. Todo estaba preparado y arreglado.

Solo unos días antes, Basilio Figueroa le había explicado el plan a su hermana: dirían que Julia quería ir a ver esa película con su novio, y que ella le había pedido que los acompañase. La invitación de Elena se daba por hecha y la hija de los Montejano, a sabiendas de la verdadera intención de Julia, aceptó para «entretener» a Basilio mientras ellos «celebraban su particular cena romántica».

A las siete de aquella tarde de viernes, los cuatro se encontraban en el café Central en la glorieta de Bilbao, lejos de cualquier mirada de progenitores inoportunos sobre los movimientos realizados por las dos parejas.

Los rostros de Julia y Dionisio no eran precisamente de dos enamorados dispuestos a celebrar una velada romántica. Julia apenas podía disimular sus nervios y la inquietud se reflejaba en sus ojos y, sobre todo, en sus silencios; algo parecido le ocurría a Dionisio, que más que intranquilo estaba como ido, o idiota, como pensaba Basilio al observarle.

—Pues como tengáis esta juerga toda la noche —les dijo Basilio con ironía—, os auguro un aniversario de lo más divertido…

—No, si estamos muy contentos —decía Dionisio—, ¿verdad, Julita? Muy contentos. Algo nerviosos, pero contentos.

Y Julia callaba sin decir nada.

Elena por su parte también se mostraba ensimismada, no solo porque le preocupaba mucho lo que su amiga se disponía a hacer aquella noche, sino porque hacía más de una semana que no sabía nada de Hanno. Desde sus encuentros en los días previos a la muerte de doña Fermina, se habían estado viendo casi a diario, aunque solo fuera unos minutos. Se veían en la calle de Atocha cuando Elena bajaba a comprar (siempre dispuesta a hacer cualquier recado), o al venir de misa con Julita; se detenía un rato para escucharle tocar, hablaban unos minutos y, si podía, tomaban un café o una infusión en algún sitio cercano. Hanno le hacía entrega de cartas plagadas de poesía y palabras tan enternecedoras que Elena, escondida entre las mantas, alumbrada por una vela, encendida cuando sus padres dormían, leía y releía una y otra vez hasta aprenderse de memoria cada palabra escrita, sobre todo de la última entregada, en la que le expresaba, con una letra de trazos perfectos y elegante, que al mirarla a los ojos experimentaba el amor descrito en el diálogo platónico de Fedro: «El deseo infundido en el alma por una emanación de la belleza que procede del ser querido y que se recibe a través de los ojos del amante»; ¡tal cosa sentía al mirarla! Y ella se deshacía por dentro en el sopor de su alcoba envuelta en lágrimas de felicidad que empapaban sus sábanas. Había dejado de importarle el resto del mundo, nada ni nadie que no fuera Hanno y su violín le interesaba, ni siquiera la inmutaba el mal humor constante de su padre, despachado siempre sobre la paciencia infinita y callada de su madre. Tenía dolor, decía él, y aquel dolor intenso e insoportable únicamente lo calmaba la morfina. Se pasaba todo el día en el juzgado, llegaba a casa cansado y malhumorado, muchas veces oliendo a alcohol, incluso una vez llegó de madrugada (con la consiguiente preocupación por parte de su madre), y tan borracho que apenas se tenía en pie. Pero todos esos asuntos quedaban detrás de la puerta cuando leía las cartas de Hanno.

Sin embargo, llevaba varios días sin verle. Cuando salía, daba varias vueltas, rodeos absurdos que no la llevaban a ninguna parte, con el oído atento por si el sonido en el aire le indicaba dónde encontrar a su enamorado. Todo había sido inútil. Pensó que, tal vez, se hubiera visto obligado a desaparecer, como le ocurría de vez en cuando; pero una vez le dijo que si ocurría eso le enviaría una carta desde la pensión para que no se preocupase. Por eso, cada mañana andaba pendiente de la llegada del cartero, por si traía algo para ella; pero nada, ni rastro de Johann Merkt.

—Es hora de marcharnos —dijo Basilio levantándose.

—¿Adónde? —preguntó Dionisio aturdido.

—Tú no sé, chaval —le contestó mientras se ajustaba la corbata y el sombrero—, pero tengo entendido que ibas a invitar a mi hermanita a una cena romántica y a un bailoteo en el Pasapoga. Elena y yo nos vamos a cenar algo, tengo un hambre que me muero. —Se dirigió a su hermana—. He de volver a casa con vosotras dos, así que quedaremos a una hora y así regresamos juntos.

—¿A qué hora? —preguntó Dionisio.

—A la una en la Puerta del Sol, en la acera de enfrente de la Dirección General de Seguridad.

Todos estuvieron de acuerdo y Elena y Basilio salieron a la calle.

—Iremos al cine, ¿no? —preguntó Elena, convencida de que Basilio se había creído la versión de su hermana y Dionisio sobre la cena y el baile.

—¿Al cine? Con la noche tan bonita que hace, Elenita. Tú y yo nos lo vamos a pasar de miedo.

—No me lo quiero pasar bien, Basilio. No me apetece. Comemos algo si quieres y luego nos vamos al cine.

El hijo de los Figueroa la cogió por la cintura y ella se separó con brusquedad.

—No empieces con tus tonterías, ¿eh?, que cojo y me voy a casa.

—¿Y fastidiar el plan a tu amiga? No te creo tan malvada. Además, me temo que estos hoy piensan hacer algo más que cenar y bailar…

—¿Y qué te crees que van a hacer? —saltó ella sin poder disimular su sobresalto.

—Pues lo que hacen todos, Elenita… Lo natural, son novios. Dioni es tonto, pero es un hombre, y ya sabes, la mujer es fuego y el hombre estopa, el diablo viene y sopla…

—Siempre estás pensando en lo mismo —replicó ella.

—¿Y en qué quieres que piense?

—Ay, Basilio, eso no lo es todo.

—Puede que tengas razón. No lo es todo. Pero está muy rico…

—¡Basilio, que me voy a casa!

—Vale, vale. No te pongas así…

—Además, no me gusta que pienses eso de tu hermana.

—Si a mí, ya ves tú, me da lo mismo lo que hagan o no hagan esos dos pringaos, con tal de que no le haga una tripa…

Elena le miró azarada, pero él no se percató.

—Entonces sí que le parto la cabeza al tonto ese… Por tonto, y por hacerle la faena a mi hermana.

Pasearon juntos durante un rato en silencio. Ella con los brazos cruzados en el regazo, como protegiéndose de algún peligro, él con una mano en el bolsillo y la otra sujetando un cigarro que acababa de encender.

Basilio la miró de reojo. Su perfil perfecto y delicado le hizo sonreír, pero de inmediato se le heló la mueca al recordar a lo que la iba a exponer aquella noche. No quería pensarlo. Las cosas eran así y no había que darle más vueltas. La llevaría allí y luego ya vería cómo arreglar el asunto con ella. Sabía que aquello no se lo perdonaría nunca, o sí, quién sabe, pensaba, las mujeres son imprevisibles.

—Te voy a llevar a un sitio especial, Elenita.

—No me llames Elenita, y hemos quedado en que vamos a ir a ver El milagro de Fátima.

—Vas lista si piensas que me voy a meter al cine a ver una de vírgenes y con la plana mayor de Acción Católica… Vamos, ni a palos me metes allí.

—¿Y adónde me vas a llevar? Yo le he dicho a mi madre que iba al cine.

—Ya lo verás, déjame darte una sorpresa. ¿De acuerdo?

—No me gustan tus sorpresas.

—¿Te gustan más las del violinista?

Ella se detuvo y se giró hacia él, ceñuda y sorprendida.

—¿Qué sabes tú del violinista?

Basilio sonreía de nuevo con ese mohín que le hacía tan encantador. La miró un rato, aspiró el humo del cigarro y le guiñó un ojo.

—No te alteres, Elenita, a mí me da igual con quién te veas.

—Pero tú cómo sabes que…

—Esta ciudad tiene ojos y oídos que todo lo ven y todo lo escuchan… Bueno, para ser más exactos, que todo lo cotillean. Lo tuyo con el violinista lo sabe todo el vecindario.

A Elena le subió la sangre a las mejillas, esquivó la mirada y tragó saliva.

—Yo no tengo nada con nadie, le oigo tocar el violín en la calle y me gusta cómo lo hace, nada más. La gente habla por hablar.

—En eso tienes toda la razón. —Basilio la miró con fijeza, le cogió la barbilla y la obligó a que alzara el rostro y que lo mirase a los ojos—. Elena, a mí no me parece bien que te quieran casar con el tonto l’haba de Mauricio. Si estás enamorada del violinista, niégate a hacerlo. Tu padre no puede obligarte.

El apoyo inesperado de Basilio la cogió de sorpresa. No sabía qué decir. Lo de Mauricio Canales era un asunto que estaba ahí, sus padres hablaban de ello como si fuera algo ajeno a ella.

—Mi padre necesita ese trabajo.

—¿Y vas a condenar toda tu vida para que tu padre tenga un trabajo miserable en manos de un miserable? ¿Qué te crees, que Mauricio le va a mantener cuando haya conseguido el propósito que persigue?

—¿A qué te refieres?

—Pues a ti. Mauricio Canales quiere una mujer que le caliente la cama y que no le cueste una perra gorda; durante años lo ha intentado con mi hermana, pero ha sido incapaz de echar abajo el muro infranqueable de mi madre y del Porculo.

Elena sonrió al oír el mote; entendió entonces de dónde lo había sacado Julita.

—Tú eres su próxima presa. Eres más joven, más vulnerable. Cuando te haya cazado, todo cambiará.

—Yo no quiero casarme con él.

—Pues no te cases.

—Díselo a mi padre…

Basilio sonrió.

—Espero que ese violinista no te deje escapar, porque además de violinista sería un gilí.

—¿Y desde cuándo te importa con quién me case o con quién no?

—¿Me dejas decirte algo? —No esperó respuesta—. Si no fuera porque eres como una hermana para mí, te cortejaría.

Elena se sonrojó.

—Eres un tonto. —Bajó la cara y echó a andar—. Anda, vamos… Adónde me vas a llevar, que yo también empiezo a tener hambre.

Basilio la miró un instante sin moverse, sonriendo para sus adentros, convencido de que se había ganado su confianza.

La sonata del silencio
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
autor.xhtml