4

Antonio Montejano tosió de manera compulsiva y dolorosa. Se puso el pañuelo sobre la boca y con mucho esfuerzo consiguió controlar el acceso de tos. Rafael entró en ese momento y, al verle, se acercó hasta él.

—¿Por qué no te vas a casa? Tienes fiebre. Deberías estar en la cama.

—Estoy bien —contestó Antonio sin apenas mirarlo.

—Me ha dicho Eutimio que esta tarde tendrá todo el tratamiento de penicilina. Me ha costado un ojo de la cara, pero te vas a curar.

Antonio alzó los ojos. De nuevo la tos se adueñó de su garganta y las convulsiones le obligaron a encogerse sobre sí mismo, como si estuviera sujetando su cuerpo para que no estallara por dentro.

—Vete a casa, Antonio, hazme caso. Aquí no haces nada.

—No quiero ir a casa, allí arriba hace frío, ¿sabes? Y no tengo con qué calentarme hasta que Marta no compre algo de carbón.

Rafael no quiso insistir, sabía que era cierto lo que decía, incluso a él le costaba subir a aquel piso frío y lóbrego, no solo porque verlo le causaba un problema de conciencia, sino porque era un lugar feo y húmedo, incómodo siquiera para mantener una conversación. Quiso cambiar de tema.

—¿Sabes algo de Marta? Me ha dicho Virtudes que hoy tenía una entrevista de trabajo en el hotel Palace.

Los ojos de Antonio se alzaron y se clavaron ásperos en los de Rafael, completamente ajeno a su ignorancia sobre el asunto. Incluso la tos se detuvo ante el pasmo y la rabia de entender por fin el aspecto de su esposa aquella mañana.

—A ver si hay suerte y se coloca —añadió Rafael, inocente del efecto que sus palabras estaban provocando—. Os vendría bien otro sueldo.

—Mi mujer no tiene necesidad de salir a trabajar a ninguna parte, todavía soy capaz de mantener mi casa.

Rafael percibió que había tocado una tecla incorrecta y, sobre todo, molesta.

—Si yo estoy de acuerdo contigo, Antonio, qué me vas a decir a mí. Pero tal y como estáis, tienes que reconocer que otro sueldo no os vendría mal…

—Bien sabes tú por qué estamos así.

La voz seca y cortante replegó cualquier amago de sonrisa por parte de Rafael, que, molesto, intentó controlarse y comprender la actitud de Antonio; antes de darse la vuelta para irse hacia su despacho, le dijo:

—En cuanto tenga la penicilina, te la subiré.

Se dio la vuelta y se alejó despacio, pero antes de que hubiera dado tres pasos la voz potente de Antonio se alzó a su espalda paralizándolo como si un resorte le hubiera desconectado su cerebro para continuar andando.

—¡No quiero tu penicilina! ¡No quiero nada de ti! ¡Me asquea tu maldita generosidad!

Rafael acertó a girarse para ver su rostro encendido, febril de enfermedad y de rabia, vidriosos los ojos en el afán de contener la impotencia de controlar su vida, una vida que se le iba de las manos. Antonio se levantó y se marchó dando un portazo; después quedó un silencio hueco, pesado y vergonzante. Rafael miró a un lado y otro. Sus ojos se cruzaron con Eutimio Granados, que desde el otro lado de la estancia lo miraba serio y prudente.

—Eutimio, ven a mi despacho.

Fue lo único que dijo Rafael Figueroa antes de abandonar el salón ante las miradas atónitas de los oficiales y de algunos clientes que, a la espera de su turno, no se movieron hasta que el señor notario se marchó de la estancia.

Eutimio Granados encontró la puerta abierta. Entró en el despacho y cerró. Rafael Figueroa contaba dinero colocándolo encima de la mesa. En cuanto le vio empezó a hablarle irritado, imprimiendo vehemencia a sus palabras y a sus movimientos.

—Esta tarde quiero aquí esa maldita penicilina. ¿Me has oído? No quiero más excusas, si te tienes que ir hasta Gibraltar a por ella, te vas. Pero la quiero aquí ya. ¿Me has entendido?

Eutimio lo miró sin decir nada. Esperó a que terminase de contar los billetes, vio cómo los metía en un sobre y cuando se lo tendió, lo cogió y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—Ten cuidado. Es mucha cantidad, una cantidad indecente. Tú eres el responsable de ese dinero y de la penicilina.

—Hace demasiado por él, don Rafael. No lo merece.

La mirada de Rafael fue de tal desprecio que el oficial se sintió incómodo.

—Nadie te ha pedido tu opinión. Dedícate a lo tuyo y no metas las narices donde no te llaman, Eutimio. Tú y yo sabemos que esto para ti es un negocio. Cumple con ello y deja que yo cumpla con lo mío.

—No quería…

—Hay trabajo que hacer —dijo tajante, para centrar de inmediato su atención en unos documentos que tenía sobre la mesa—. Esta tarde no me moveré de casa a la espera de tu llamada. —Solo entonces levantó de nuevo los ojos para mirarle con fijeza—. Y procura no fallarme, porque esta vez te vas a la calle.

Eutimio Granados salió sintiendo el rechinar de sus dientes por la rabia contenida. ¿Cómo se atrevía a tratarlo de ese modo? Aquella actitud no iba a quedar así, no lo iba a consentir, sabía demasiado sobre él y sus circunstancias como para bajarlo del pedestal en el que parecía encontrarse respecto del mundo que lo rodeaba, pero ese pedestal tenía la base de barro y ese barro cada vez estaba más blando, más débil y tenía en su mano la posibilidad de apuntalarlo o dejarlo caer para hundirlo en el fango.

A lo largo de los años al servicio de Rafael Figueroa, Eutimio Granados había sabido ser agradecido a su confianza, pero de la misma manera, el leal tagarote era vengativo por naturaleza, partidario por tanto de que los agravios debían ser siempre resarcidos de una forma u otra, y esta vez Rafael Figueroa, al amenazarle con echarle por hacer un servicio en el que era él quien se la jugaba exponiéndose a un peligro inmediato, había traspasado unos límites que no estaba dispuesto a consentir.

La sonata del silencio
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