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Elena había soplado con fuerza la llama y se arrebujó entre las mantas, que aún mantenían la calidez dejada por su cuerpo. En la oscuridad, su sonrisa volvió a abrirse acunada en el recuerdo de Hanno y la azarosa historia que le había llevado a arribar en Madrid, donde llevaba un año sobreviviendo gracias a su violín.
Johann Merkt tenía veintisiete años; había nacido en Lübeck y en esta ciudad empezó a estudiar los primeros rudimentos de la música de la mano de su padre, profesor de piano que se ganaba la vida dando conciertos en la radio local y en pequeños recintos. Cuando tenía siete años, Bastian Ehrlichmann, un viejo profesor de violín ya retirado, le escuchó tocar el piano y le dejó su violín para que probase otro instrumento; el cambio entusiasmó tanto al niño que pidió a su padre estudiar violín en vez de piano, pero su progenitor le dijo que, si quería aprender violín, lo tenía que hacer sin abandonar el piano. El pequeño Hanno no dudó ni un instante en aceptar el trato, y así dedicó toda su niñez en cuerpo y alma a la música. Ehrlichmann se comprometió a impartirle clases sin recibir remuneración alguna, solo por el placer de comprobar los avances del muchacho. El viejo profesor tomó tanto afecto a ese último alumno, el más aventajado y sensible que había tenido en su larga carrera de docente, que antes de morir decidió regalarle su violín, una bellísima y perfecta pieza alemana «Thomas Meinel, de Kligenthal» que a su vez había heredado de su padre y este de su abuelo: «Nadie lo cuidará mejor que tú —le dijo en los momentos antes de expirar—, el amor por la música corre por tus venas, mi pequeño Hanno, tu sensibilidad supera la perfección, nunca podrás ser otra cosa que músico, recuérdalo, Hanno, tu vida es y debe ser la música, interpretar y componer, ese es tu destino. Haz caso a este pobre viejo, que ha vivido mucho y ha escuchado más de lo que puedas imaginar. Que Dios te bendiga, hijo querido, gracias a tu virtud, me voy de este mundo satisfecho». Y le pidió, como última voluntad y mientras se abandonaba en brazos de la muerte, que tocase para él el adagio del Concierto de violín número 1 en sol menor, op. 26, de Max Bruch; y mecido en aquella dulce melodía, el viejo profesor Ehrlichmann había dado su último y definitivo suspiro.
Los años pasaron y el nazismo se fue filtrando en todos los estratos de la sociedad alemana. Hanno consiguió zafarse (con el único apoyo moral de su madre) de la presión ejercida por su padre y por la mayor parte de quienes le rodeaban para que se hiciera de las juventudes nacionalsocialistas (todos sus amigos de escuela y compañeros de juegos lo eran, con muy pocas y mal miradas excepciones), hasta que se hizo obligatorio y no tuvo más remedio que incorporarse a una corriente con la que no estaba de acuerdo. Y no lo estaba porque sus dos grandes amigos (dos hermanos mellizos de apellido Goldenberg), compañeros de estudios en el conservatorio y virtuosos del piano y del violín, eran judíos y cada vez les resultaba más difícil vivir con dignidad en la que había sido su ciudad, su barrio y su país desde sus más remotos ancestros. Con dieciséis años, los dos muchachos se vieron obligados a abandonar las clases de música, y Hanno decidió entonces enseñarles en su casa lo que él aprendía en las clases; así pasaron tres años hasta que la situación para los Goldenberg se hizo tan insostenible que tuvieron que marcharse rumbo a América, decisión dolorosa en ese momento, pero que salvó la vida a toda la familia, asentada ahora en Boston. Hanno tuvo noticias de los mellizos y de su intervención en la guerra europea (concretamente en el desembarco de Normandía), integrando las filas del ejército americano, en contra de su propio país, como decía apenado Hanno, porque su propio país los había desterrado, expulsándolos como si fueran apestados.
Johann Merkt fue movilizado por el ejército alemán en el frente de Polonia. Allí pudo comprobar horrorizado cómo se fue hacinando a los judíos en el gueto, cada vez más gente en un espacio cada vez más estrecho, recortando cada vez más calles, menos superficie hasta hacer asfixiante la convivencia; la manera inhumana de tratar a aquellas gentes, desnutridas, enfermas, asustadas y humilladas hasta la desesperación, por parte de muchachos alemanes como él o polacos no judíos, que de repente se consideraron dueños y señores de las vidas de aquellos infelices, seres humanos indefensos, niños, mujeres y ancianos aterrorizados por monstruos convertidos en vestiglos uniformados que enarbolaban la misma bandera que él creía defender.
Hanno no tardó demasiado en desmoronarse ante la avalancha de injusticia y escarnio instalada a su alrededor. En un permiso con el que regresó a su casa, discutió duramente con su padre, absolutamente abducido por la teoría hitleriana sobre la superioridad de la raza aria y sobre la necesidad de acabar cuanto antes —decía el padre con vehemencia— con los judíos, gitanos, homosexuales, discapacitados y otros seres de mentes enfermas a los que consideraba parásitos.
Atónito por los planteamientos paternos, se encaró con él por primera vez en su vida y le espetó si pretendía exterminar a todos los judíos aunque fueran más alemanes que ellos mismos. La afirmación de su padre fue tan rotunda que le traspasó el pecho como un afilado cuchillo, arrancándole el alma y dejando su cuerpo frío como un cadáver. ¿Cómo podía un pueblo culto como el alemán pensar en exterminar a una parte de ellos mismos? ¿Cómo era posible que se estuviera produciendo aquella locura increíble arrastrando a gentes de bien como su propio padre, ciegos e insensibles a tanta injusticia?
Su padre le había mirado con arrogancia y, poniéndole la mano en el hombro, le dijo que el pueblo alemán sabría salir de esa situación incómoda.
Hanno calló y no volvió a dirigir la palabra a su progenitor. Había tomado la decisión de desertar, pero su madre, de acuerdo en todo con el hijo pero manteniendo una actitud callada y sumida a las soflamas de su esposo, sospechó de sus intenciones y quiso convencerlo de que la deserción era una cobardía imperdonable, una traición a su país y a sus compatriotas, y que la vergüenza recaería sobre sus hijos, y sobre los hijos de sus hijos, si es que conseguía sobrevivir a la infamia, y que ella tampoco estaba de acuerdo con todo lo que estaba pasando, pero la huida no era la solución. Al final, consiguió convencerle de que lo mejor sería el traslado a otro destino donde no fuera ni testigo impotente ni partícipe de aquella masacre. Lo consiguió gracias a la amistad que mantenía con la mujer de un capitán de la Wehrmacht, un matrimonio que, en tiempos pasados, había sido testigo de la habilidad de Johann con el violín; el capitán, hombre de universidad y de costumbres delicadas, estaba asimismo en contra de los métodos y la forma de tratar a compatriotas tan alemanes como ellos por el mero hecho de ser judíos. Así que, después de algunas semanas de papeleos, Hanno cambió las armas por el violín como ayudante del capitán Hosenfeld. Durante más de un año permanecieron en Múnich, donde con la connivencia del capitán, Johann y otros como él ayudaron a muchos judíos, sobre todo mujeres y niños, a sobrevivir y librarse de una muerte segura. En la primavera del año cuarenta y tres el capitán, junto a Hanno y su violín, fueron trasladados a París. Allí había contactado con franceses de la Resistencia, en su alocado deseo de huir de la forma grotesca e inhumana de actuar de los alemanes con civiles indefensos; consiguió hacerlo con la ayuda de civiles que, en el verano del cuarenta y cuatro, le proporcionaron un pasaporte con el apellido materno para que pudiera pasar a España y esperar el final de la guerra.
Desde París inició una dura y peligrosa marcha. Le acompañaba, además de su violín, una chica con su bebé de pocos meses, fruto de una relación con un soldado alemán, huida de su pueblo porque, una vez liberada Francia de la ocupación de los alemanes, la emprendieron contra todo el que, de una manera u otra, había colaborado o confraternizado con el ocupante nazi. La chica corría serio peligro y uno de los que le proporcionó los papeles le pidió a Hanno que la llevase con él (era su hermana pequeña, tan solo tenía diecisiete años). No dudó ni un segundo, a pesar de ser consciente de que, con ella y el bebé, el paso se ralentizaría y se complicaba. Después de semanas de camino y miedo, llegaron a Cerbère, en donde un contacto les proporcionó un pequeño batel en el que se embarcaron rumbo a la playa de Grifeu; allí los recogerían para ubicarlos en lugar seguro. Los vientos y la niebla desviaron su rumbo y a punto estuvieron de naufragar, si no hubieran sido rescatados por un barco de pescadores de Cadaqués, que los llevó a tierra y donde fueron atendidos hasta su recuperación. La chica y el bebé se quedaron allí, acogidos en casa de la familia de uno de los que los habían salvado. Pero Johann prefirió llegar hasta Madrid para intentar ganarse la vida tocando su violín y ahorrar algo de dinero con el fin de embarcarse a América. Conocía la capital de un viaje que había hecho en el año treinta y tres junto a los hermanos Goldenberg y otros muchachos del conservatorio, invitados por la Residencia de Estudiantes para una serie de conciertos de jóvenes promesas; le había sorprendido gratamente aquella ciudad y, sobre todo, la gente que tuvo oportunidad de conocer: intelectuales, poetas y bohemios, gente con clase, alegre y divertida, que tragaba la vida a grandes bocanadas, a quienes la guerra fratricida había arrasado hasta hacerlos desaparecer, muertos o bien dispersos por el mundo, exiliados o agazapados a la espera de tiempos mejores para renacer.
Cuando Johann Merkt terminó su relato, le había mostrado las palmas de sus manos, blancas y limpias, y le había dicho con una descarnada sinceridad:
—Estás delante de un desertor del ejército alemán, un ejército vencido y derrotado.
Elena había notado una sombra de preocupación en sus ojos.
—Esto que te acabo de contar no lo sabe nadie. Así que estoy en tus manos; si quisieras, podrías entregarme a las autoridades.
Ella había permanecido todo el rato con el corazón en un puño, apenas sin respirar para no perderse ni una sola palabra de aquella apasionante historia que había colocado a su violinista en lo más profundo de su corazón. Le consideraba un héroe, un bizarro galán de novela que salvaba a los buenos y hacía el bien por el mundo.
—¿Cómo iba yo a entregarte? —había preguntado ofendida—. Nunca haría eso. ¿Por quién me tomas?
Recordar su sonrisa colocaba a Elena en un estado de levitación.
—Estaba convencido de que podía confiar en ti, por eso te he contado la verdad. —Había mirado unos instantes hacia donde estaba la señora Paula, para luego volver los ojos a ella—. Ellos no lo saben, bueno, no saben toda la verdad, ni ellos ni nadie. Tienen otra versión de la realidad…, algo diferente, algo más edulcorada. No se mira bien a un desertor.
Elena estaba entusiasmada a la vez que sorprendida de que le hubiera confiado a ella sola la verdad de su historia.
—Tú no eres un desertor, no querías hacer más daño. Si todos los soldados hubieran hecho lo que tú, no habría guerras ni muerte ni tanta desgracia.
—Desertar es un delito que se castiga muy duramente. Con esa actitud cobarde dejas a tus compañeros desamparados al exponerlos a un peligro mayor debido a tu ausencia.
—¿Y no es más cobarde quien mata a inocentes?
Hanno había suspirado y bajado la cabeza, como si hubiera querido esconder el rostro de la mirada de Elena.
—En una guerra también hay población civil a la que los soldados tienen obligación de defender, y muchos compañeros míos sacrificaron su vida para salvar a otros más indefensos.
—Pero tú ayudaste a mucha gente.
—Pude haber seguido en Polonia ayudando a más judíos, o en Múnich, pero opté por la postura cómoda; me pasé buena parte de la guerra amenizando con el violín a los oficiales convidados por el capitán Hosenfeld. No me considero un cobarde, pero tuve miedo, Elena, miedo a que cayera sobre mi conciencia la responsabilidad de la masacre que ha llevado a cabo el ejército al que yo servía, el ejército de mi país. Los alemanes, de una manera u otra, hemos consentido que se extermine a los judíos de Europa.
—Eso es una exageración… Tú no puedes ser responsable de nada porque no has hecho nada.
—Siempre se puede hacer algo… —Su mirada la había taladrado porque por primera vez había visto en ella un atisbo de ira en sus palabras—. Nadie puede llegar a imaginar lo que ha sucedido en aquellos campos. Las noticias que nos llegaban eran tan terribles que resultaban imposibles de creer… ¡Pero son ciertas! Los pocos testigos que han quedado apenas son capaces de expresar el horror vivido. No te puedes imaginar…, el mundo no puede imaginar la realidad de lo que ha sucedido.
—Un solo hombre no puede salvar el mundo.
De nuevo aquella sonrisa, arrancada desde muy dentro.
Elena suspiró en la evocación: aquellos ojos que brillaban como si fueran estrellas y el flequillo caído sobre la frente lisa. «Es tan guapo…», murmuró acurrucada en la calidez de sus sábanas.
—Le ofrecí al capitán Hosenfeld el mismo camino que yo había decidido, pero lo rechazó sin dudarlo. No intentó convencerme para que desistiera de mi propósito, tampoco iba a impedírmelo, ni a denunciar mi marcha. Me dijo que en el fondo me entendía, me deseó suerte y me pidió que no dejase nunca de tocar, porque con la música hacía la vida más hermosa. Él sí estuvo dispuesto a asumir su parte de culpa.
—¿Sabes qué ha sido de él? —le había preguntado, interesada en todo lo que aquel violinista, caído del cielo para ella, pudiera contarle.
—No. Y espero que los aliados hayan sabido separar el grano de la paja, porque no todos los alemanes han sido unos salvajes, hay muchos que desconocían la realidad de lo que estaba pasando en los campos de concentración, otros hacían oídos sordos, y quiero pensar que la mayoría se sentía impotente para detener semejante masacre.
—He leído algo de un juicio contra los nazis. Lo vi en el periódico.
—Sí. Es un juicio que se está celebrando en Núremberg. Se juzga a los colaboradores más directos de Hitler. Se los acusa de crímenes contra la Humanidad.
—Pues si cometían ese tipo de crímenes, tu decisión no podía estar equivocada.
Y así habían pasado la tarde, Elena embebida en aquellos ojos como si el resto del mundo hubiera dejado de existir. Hanno le contó la historia de Nadine, la chica que atravesó con él y con su bebé toda Francia para escapar de la cólera de quienes querían hacer pagar en las carnes de los más inocentes las carencias a la que fue sometida la mayoría de la población francesa. Nadine se había enamorado de Volker, un joven soldado alemán de veinte años que arribó a su pueblo con su destacamento al poco de la ocupación nazi. Volker sabía un poco de francés porque lo había aprendido en la escuela; se habían enamorado nada más conocerse. El hermano de Nadine, miembro de la Resistencia desde que el primer alemán puso un pie en su país, se opuso rotundamente a que su hermana pequeña se paseara por las calles del pueblo en compañía de un nazi; pero a pesar de la oposición, Nadine y Volker continuaron viéndose a escondidas. Al quedar embarazada, la enviaron a París, a casa de unos tíos hasta que dio a luz. Cuando regresó con el bebé, en julio del cuarenta y cinco, el destacamento de Volker se había ido y no supo cómo encontrarlo. El odio de la guerra y la maledicencia de algunas gentes del pueblo acusaron a Nadine de haberse acostado con un nazi y de tener un bastardo alemán, y su hermano tuvo que esconderla de nuevo, poniéndola en manos de Johann Merkt en su huida a España.
Elena no supo cuándo se quedó dormida, pero sí que sus sueños estuvieron ocupados por destellos de palabras, miradas, gestos y risas de aquel encantador violinista.