4

Roberta Moretti fumaba un cigarrillo cuando Marta Ribas llamó a la puerta. Nada más verla notó sus ojos enrojecidos; sin embargo, hizo como si no lo hubiera notado.

—Nos vamos —dijo poniéndose el abrigo—. Óscar nos espera abajo. Hoy veremos una casa cuya compra puede que me interese.

Marta estuvo callada durante todo el trayecto, ensimismada y algo despistada a los requerimientos de Roberta, que intuyendo algo actuó con paciencia y tacto.

El piso estaba situado en el paseo de la Castellana, esquina con Fernando el Santo. Desde el mismo portal Marta quedó deslumbrada: las escaleras de mármol blanco que caían en curva derramadas como el velo de tul de una novia; las paredes con adornos vegetales de escayolas coloreadas, barandas de madera rematadas con barrotes de bronce bruñido, el ascensor con las puertas enrejadas de hierro y la caja de madera, forrado el suelo de alfombra roja y paneles de lustrosos espejos en los que, una vez dentro y durante el lento ascenso, las dos mujeres se atusaron el pelo y recompusieron su maquillaje, en silencio, reflejada cada una en uno de los lados.

El afán del portal precedía a la suntuosidad del piso. La puerta de madera, más alta y ancha de lo normal, pintada de verde oscuro con remates dorados en pomo, las bisagras y la celosía que cubría la mirilla por la que atisbaron, una vez sonó el timbre, el ojo de alguien que las observó un par de segundos antes de proceder a abrir.

—¿Madame Moretti? —preguntó el que apareció tras ella: un hombre alto, de muy buena planta, elegantemente vestido con terno oscuro, corbata y pañuelo a juego de seda, zapatos lustrosos y sin sombrero. Su sonrisa parecía la de un actor americano, su piel era tersa y de buen color, su pelo negro perfectamente peinado y embadurnado de brillantina.

—Soy Roberta Moretti —contestó quitándose los guantes con cierta arrogancia—. Ella es Marta Ribas, mi asistente.

—Pasen, se lo ruego. Todo está listo para su visita. Mi nombre es Dámaso Manzano, secretario privado de don Avelino Álvarez Casas, propietario y vendedor de la vivienda.

Accedieron las dos mujeres a un amplio recibidor vacío desde el que se atisbaba un largo y ancho pasillo con puertas a ambos lados. Los suelos estaban cubiertos de buena madera y las paredes presentaban una mezcla de telas y escayolas no excesivamente profusas. No había cuadros ni elemento alguno de decoración. Acompañadas por el secretario del señor Álvarez, recorrieron cada una de las siete habitaciones, todas vacías de mueble alguno, todas grandes y luminosas con ventanales que se abrían a la Castellana. La cocina y cuartos de servicio daban a un amplio patio interior. Al final del corredor, una puerta de doble hoja daba paso a un gran salón con tres balconadas curvadas siguiendo la forma de chaflán del edificio, por las que entraba a raudales el tibio sol de invierno; a la derecha, se elevaba majestuosa una biblioteca de caoba que ocupaba dos paredes, desde el suelo hasta el techo, cuyos anaqueles estaban cargados de libros perfectamente ordenados; pero lo que dejó abducida a Marta fue lo que vio al fondo del salón en el lado izquierdo, junto a un mirador que daba a la Castellana: un piano de cola Bechstein de color negro, reluciente, fastuoso y solitario, parecía un hermoso monstruo silente a la espera de ser despertado para hacer rugir su fuerza interior. Marta se acercó despacio hasta él. Lo acarició como si su madera fuera de seda, atrapada por el hechizo del poderoso instrumento. Oyó a su espalda la voz del hombre.

—Ya le indiqué por teléfono que el piano y la biblioteca están incluidos en el precio. El señor Álvarez no tiene espacio para los libros, y el piano… Bueno, el piano no lo quiere.

Marta se volvió como si hubiera recibido una descarga.

—¿Cómo es posible que alguien pueda renunciar a esto? Tiene que haber una razón.

—Así es, señora Ribas, la hay. El piano fue un regalo de don Avelino a su difunta esposa en su primer aniversario de boda, hace ya más de treinta años. Ella lo tocaba como los ángeles, se lo puedo asegurar porque he sido testigo en muchas ocasiones de su virtuosismo. Era magnífica. Lo tocaba a diario.

—Hace unos años empezó a sufrir una extraña enfermedad degenerativa que fue agarrotando no solo sus manos, sino también su capacidad para poder interpretar la música. Llegó un momento en que… —calló y tragó saliva, inseguro de la conveniencia de dar esa información personal— no podía tocar, era incapaz de hacerlo, sufría mucho.

—Qué terrible…

—Sí. Fue muy doloroso, no solo para ella, sino también para el señor Álvarez. Ser testigo del sufrimiento de su esposa, imposibilitada para interpretar la música, casi le cuesta la salud. Ella murió hace un año, y él… no quiere ni ver el piano, le trae recuerdos demasiado amargos para soportarlos. Por eso vende la casa, y el piano.

Marta miró a Roberta con un gesto suplicante. Luego volvió su rostro al señor Manzano.

—¿Podría…? —preguntó señalando al piano y mirando a uno y a otro por si acaso veía una señal que se lo impidiera.

—¿Sabe usted tocar el piano, señora Ribas? —inquirió cortésmente Dámaso Manzano.

—No lo toco desde hace tiempo, pero sí, aprendí desde niña y…

—Deléitanos con alguna pieza, Marta —intervino Roberta rodeando el piano y poniéndose frente a ella. Luego se dirigió al secretario—: ¿Hay algún inconveniente?

—Oh, no, por favor, se lo suplico. —Se apresuró a sacar la banqueta de debajo del piano—. Hace tiempo que está mudo y estos instrumentos necesitan vibrar, de la misma forma que nosotros necesitamos respirar. Por favor…

Le hizo un gesto con la mano para que tomase asiento, pero ella no le miraba, ni siquiera lo escuchaba; acariciaba la tapa del piano pasando los dedos por la madera brillante; la alzó y el teclado quedó al descubierto. Tocó unas notas y comprobó que estaba perfectamente afinado.

—El señor Álvarez se ha preocupado de que cada cierto tiempo venga una persona que lo afina y lo mantiene —dijo Dámaso Manzano—. Está en perfectas condiciones de ser utilizado, se lo aseguro.

Marta se sentó sin dejar de mirar, con profunda turbación, aquellas teclas que tanto echaba en falta. Notó que le temblaban las manos. Respiró hondo y estiró los dedos encima del teclado sin llegar a tocarlo. En aquel silencio previo, sintió el latido del corazón, cerró los ojos, dejó caer los dedos hasta sentir las teclas y la melodía de los primeros acordes del Nocturno en do sostenido menor, de Chopin, penetró por sus manos y recorrió a través de sus venas cada rincón de su cuerpo, encumbrándola a una sensación de libertad casi olvidada, dueña de la situación, poderosa, inmensa en un mundo negro que, indefectiblemente, quedó apartado de su existencia. La música inundó el silencio de la estancia con tal contundencia y sutileza que estremeció a los que escuchaban. Nadie movió un músculo mientras las notas brotaban de aquel piano alcanzando cada rincón del alma. Cuando terminó, las lágrimas emocionadas se derramaban de los ojos todavía cerrados de Marta; posó las manos sobre las rodillas delicadamente como si fuera cristal fino, sin apenas moverse; durante un rato se mantuvo así, recogida como en una plegaria con la reverberación de la música corriendo todavía por sus entrañas.

Roberta Moretti suspiró, embargada por una emoción que hacía tiempo no sentía. Se acercó a ella y tocó su hombro; solo entonces Marta regresó a la realidad.

—Lo siento… —musitó secándose las lágrimas con la mano—. Hace tanto tiempo… Es…, es tan hermoso… —Se levantó como avergonzada por su abstracción—. Gracias por permitirme…

—Por favor —interrumpió solícito Dámaso Manzano—, no se disculpe, toca usted como los ángeles. La felicito, señora Ribas, es usted una virtuosa. —Esbozó una sonrisa azorado—. Ha llegado usted a conmoverme de verdad.

Roberta Moretti sacó un cigarrillo, se lo pinzó en los labios, abrió con un chasquido metálico el Zippo de oro blanco, la llama azulada prendió el pitillo y lo cerró con un golpe seco. Aspiró el humo y lo soltó mirando hacia la calle desde uno de los ventanales, como si estuviera cavilando una decisión. Se volvió y miró a su alrededor, dio varios pasos mientras daba caladas al cigarro. Miró a Marta, que permanecía junto al piano, como si le costase separarse de él; tomó aire, echó el humo que tenía en los pulmones y se dirigió a Dámaso Manzano, que colocaba en su sitio la banqueta del piano.

—Dígale al señor Álvarez que me quedo con la casa. Arregle todo el papeleo, quiero firmar cuanto antes, si puede ser esta semana, mejor. Cuando esté dispuesto, ya sabe dónde encontrarme. Salude de mi parte al señor Álvarez.

Se despidieron, y las dos mujeres bajaron a la calle en silencio. Roberta Moretti ordenó a Óscar que las llevara a Horcher.

—A partir de ahora vamos a tener mucho jaleo, Marta. Quiero que te encargues de todo el papeleo, y me gustaría contar con tu ayuda en la decoración de la casa; habrá que comprar muebles, poner cortinas, menaje, ah, y hay que empezar a pensar en contratar a la gente del servicio, una cocinera…

—Roberta… —Marta la interrumpió con el llanto al borde de sus ojos. Tragó saliva—. Yo… no sé si voy a poder…

Roberta Moretti la miró de soslayo. Intuyó algún problema desde que la había visto entrar.

—Tu marido se ha enterado, ¿no es cierto?

Marta sollozó con la cabeza baja, avergonzada de la situación.

—Vamos, vamos, querida. No arreglas nada llorando. Intentaremos convencerlo.

—No quiere ni oír hablar del tema. Le solivianta pensar que soy yo quien gano dinero. No puede soportar verme trabajar fuera de casa.

—¿Y prefiere que su mujer y su hija pasen hambre?

—Los hombres tienen su propio orgullo.

—No lo dudo. Pero el orgullo no da de comer.

—Para eso están los amigos… Eso dice mi marido.

—Ya. Los amigos. De él, me imagino…

Marta no dijo nada, únicamente la miró un segundo.

Roberta Moretti era consciente de cómo funcionaban las cosas en aquella España de Franco: no estaba bien visto que la mujer trabajase fuera de casa, salvo escasas excepciones y para puestos muy determinados propios de su condición; incluso se pensaba que las que tenían el capricho de emplearse estaban quitando, con su actitud, el trabajo a un hombre, privándole de la oportunidad de hacer lo que era su derecho: ganar dinero y desarrollarse profesionalmente; mientras que la damisela empeñada en obtener dinero por su cuenta hacía dejación de sus obligaciones, aquellas que le correspondían por su condición de mujer: el deber moral e ineludible de atender los quehaceres de la casa y de cuidar a los hombres, primero al padre o hermanos varones, luego al esposo, al que debía guardar respeto y sumisión, además de dedicarse a traer niños al mundo para hacer una España grande y libre, tal y como decían en sus soflamas los prebostes del Estado y de la Iglesia. Una sociedad hecha a beneficio de los varones y para solaz de ellos, dejando al margen de cualquier devaneo moderno a las féminas recluidas en un mundo asfixiante que, en su opinión, las convertía en seres mutilados, sin libertad, sin opinión y sin criterio. Había tenido algunas discusiones sobre el asunto, no solo con hombres que defendían el orden establecido con una arrogancia displicente —algo lógico, teniendo en cuenta la posición de privilegio ocupada por el varón en ese orden: dueño de su propio destino, así como del de las mujeres que le rodeaban y le servían en todos los sentidos—, sino también (y eso era lo que la irritaba) con mujeres que resultaban ser las más convencidas de que las cosas debían ser así y no de otra manera: el puesto de la mujer en la casa, y la calle únicamente para acudir a la iglesia y a actos piadosos.

Pero desde niña, Roberta Moretti había aprendido que, en cualquier rincón del mundo, incluso en aquella España rancia y pacata, el dinero podía comprarlo casi todo, y que la información era poder y el poder información, y que ambos tenían un precio.

—¿Y qué piensas hacer? —le preguntó cuando ya estaban sentadas en una mesa del restaurante.

Entre plato y plato le explicó, a ella sí, cómo habían llegado a aquella situación, y la escena que había tenido con Antonio en el hospital. Roberta la miraba en silencio.

—Yo no quiero dejar el trabajo, Roberta. Me gusta estar a su lado, me paga bien y tengo la oportunidad de sacar adelante a mi familia.

—Y eso es lo que no soporta tu marido, que seas tú quien saques adelante a la familia.

—El puesto de las mujeres está en la casa… —dijo comedida.

—¿Tú crees eso?

Marta encogió los hombros con gesto desvalido.

—Qué más da lo que yo crea. Las cosas son así y no está en mi mano cambiarlas. Me debo a mi marido y…

—Él también debió pensar en ti y en tu hija cuando decidió ayudar a su amigo en un asunto tan terrible como asumir una muerte así.

—Lo sé… Pero Rafael Figueroa tenía más facilidad de sacar a Antonio de la cárcel que al revés. Y no sé… Su amistad está por encima de todo, incluso de mí y de su hija.

—Tal vez se deben otros favores que tú desconoces. Los hombres son muy cumplidores… —Hizo un gesto irónico—. Entre ellos, claro está.

Marta era consciente de que existían favores pasados, o más bien mutuas traiciones, como la que ella misma había consumado al dejarse arrastrar a los brazos de Rafael, su propia infidelidad unida a recíprocas vilezas de los amigos que les habían llevado a una especie de compromiso de por vida.

—Es posible…

No dijo más, no quería hablar de su error, así lo consideraba ella, con Rafael, y de la consecuencia de aquello: su hija Elena; ni tampoco de cómo Antonio había dejado morir al hijo de Rafael en la guerra.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Roberta—. Tengo que saber si te vas a quedar a mi lado o no.

—No lo sé, Roberta. Todavía no lo sé. Quiero hablar con Próculo, el sacerdote que firmó el contrato por mi marido. Fue él quien me animó a que aceptara su oferta. Es el único que puede convencerle.

—Te voy a ser sincera, Marta, no me gustaría prescindir de ti. Me gusta cómo eres y cómo te comportas. Quiero que sigas a mi lado y si lo haces, te aseguro que te sacaré de la miserable vida en la que has estado metida durante tanto tiempo. Se nota a la legua que eres una mujer con clase; tus posibilidades a mi lado son muchas, piénsalo bien. Ya te lo dije, únicamente requiero lealtad. Si la recibo, soy muy generosa.

Roberta Moretti cambió de gesto cuando vio entrar a cuatro caballeros bien trajeados y de mediana edad. Uno de ellos las descubrió y de inmediato se acercó hasta la mesa sonriente y solícito. Miró de reojo a Marta, pero se dirigió a Roberta.

—Madame Moretti, usted por Madrid, cuánto me alegra verla de nuevo. —Tomó la mano de Roberta con exquisitez y la besó sutilmente en el dorso.

—Encantada de verle, señor Zabaleta. ¿Cómo le va?

—No me puedo quejar. —Echó una rápida mirada a Marta para luego volver su atención a Roberta—. La veo muy bien acompañada…

—Le presento a Marta Ribas, mi nueva asistente.

Entonces sí, el hombre se dirigió a Marta con una ligera inclinación, le tomó la mano y repitió el saludo, pero no la soltó después de besarla, sino que la mantuvo, mirándola con una fijeza que incomodó tanto a Marta que retiró la mano azarada.

—Señora Ribas, permítame decirle que es usted la asistente más hermosa que he visto nunca.

Marta no contestó. Miró con turbación a Roberta, que bebía vino de su copa ajena al cortejo.

—¿Se quedará en Madrid por mucho tiempo, señora Moretti? —A pesar de que se dirigía a ella, miraba de reojo a Marta.

—Ya sabe cómo soy, don Pablo, voy y vengo, soy un alma inquieta; además, los negocios son veleidosos, hay que moverse para dar con los mejores —calló un instante y sonrió alzando sutilmente la copa—. Pero creo que esta vez será una temporada algo más larga…, y espero que fructífera.

—Ya sabe que para mí es un honor hacer negocios con usted, señora, mi empresa siempre está dispuesta a hablar con la familia Rothschild.

—Lo sé, señor Zabaleta. Tenía pensado ponerme en contacto con usted en breve. ¿Sigue viviendo en Madrid?

—Soy como usted, madame, un alma inquieta en busca del mejor negocio. Mi vida transita entre Bilbao y Madrid, al fin y al cabo, es en esta ciudad donde se cuece todo lo importante, ¿no cree?

—No lo dudo, por eso estoy aquí.

—Sería un placer para mí invitarlas a un cóctel que celebramos mañana en el Ritz, se trata de la presentación de un proyecto que, tal vez, pueda ser de su agrado.

—Si me envía la invitación…

—Al Palace, me imagino.

—Sí, pero por muy poco tiempo, estoy a punto de adquirir una casa. Los hoteles me cansan.

—La entiendo perfectamente, a mí me ocurría lo mismo y al final me decidí por alquilar un magnífico piso en la calle Alcalá. Por supuesto, cuento con la asistencia mañana de la señora Ribas.

—Envíe la invitación y ya decidiré mi presencia de acuerdo con mi agenda. —Sus palabras destilaban empaque—. Y ahora, si nos permite… —Roberta Moretti se dirigía a él con educación pero con toda claridad para que se marchase a su mesa, donde departían, ya sentados, los que le acompañaban—. Sería una pena tomar frío este plato tan delicioso.

Sin un asomo de incomodidad por su parte, sin perder en ningún momento la sonrisa, y sin dejar de mirar a Marta, Pablo Zabaleta se despidió y se alejó para sentarse en su mesa.

Marta se llevó a la boca el tenedor con un trozo del lenguado al horno que le pareció delicioso. Se secó la boca y miró de reojo a los caballeros que se habían sentado en una mesa cercana, con el señor Zabaleta frente a ella. Bajó los ojos ruborizada.

—¿Quiénes son?

Roberta Moretti miró un instante a la mesa vecina. Sonrió.

—Esos hombres son nuestro negocio.

La sonata del silencio
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
Section0094.xhtml
Section0095.xhtml
Section0096.xhtml
Section0097.xhtml
Section0098.xhtml
Section0099.xhtml
Section0100.xhtml
Section0101.xhtml
Section0102.xhtml
Section0103.xhtml
Section0104.xhtml
Section0105.xhtml
Section0106.xhtml
Section0107.xhtml
Section0108.xhtml
Section0109.xhtml
Section0110.xhtml
Section0111.xhtml
Section0112.xhtml
Section0113.xhtml
Section0114.xhtml
Section0115.xhtml
Section0116.xhtml
Section0117.xhtml
Section0118.xhtml
Section0119.xhtml
Section0120.xhtml
Section0121.xhtml
Section0122.xhtml
Section0123.xhtml
Section0124.xhtml
Section0125.xhtml
Section0126.xhtml
Section0127.xhtml
Section0128.xhtml
Section0129.xhtml
Section0130.xhtml
Section0131.xhtml
Section0132.xhtml
Section0133.xhtml
autor.xhtml