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Roberta Moretti estaba irritada y se llevaba el cigarro a los labios para aspirar el humo como si quisiera tomar el aire que parecía faltarle. Oyó dos toques en la puerta.

—Adelante —dijo aplastando el cigarro en el cenicero.

Marta entró remisa. Sabía que llegaba tarde y estaba nerviosa por lo que pudiera pensar su nueva jefa.

—Lo siento, señora Moretti, no he podido llegar antes.

—No me digas lo siento, Marta, tu obligación era estar aquí a las doce en punto y van a dar y media.

—Fui al hospital para visitar a mi marido y no me han permitido entrar a verlo hasta muy tarde, y luego he tenido que venir andando y hay un trecho largo…

—¿Por qué no has cogido un taxi?

Marta se irguió intentando recopilar toda la dignidad posible en aquel momento.

—Señora, no tengo dinero para coger un taxi.

Roberta Moretti la observó con fijeza.

—¿Cómo está? —Ante el pasmo de Marta, insistió—: Tu marido, que cómo está.

—Ah, bien, bueno, no…, no está bien; además de la neumonía mal curada, tiene una septicemia como consecuencia del envenenamiento, me ha explicado la enfermera que es una infección que afecta a todo el cuerpo, aunque no estoy muy segura de que lo haya entendido porque no he podido esperarme a la visita del médico. Está muy débil y le tienen sedado.

—¿En qué hospital está?

Marta le dio el nombre del hospital y le contó, a requerimientos de Roberta Moretti, que le tenían ingresado en una sala de beneficencia porque no tenía seguro médico.

Roberta Moretti, después de escucharla con atención, cogió una cartera que había sobre un escritorio, la abrió y sacó varios billetes.

—Toma, creo que además de la ropa necesitas un adelanto. ¿Con esto tendrás suficiente?

Marta cogió los billetes, los contó por encima y se dio cuenta de que eran casi tres mil pesetas.

—Por supuesto, gracias, señora Moretti… Y siento haber llegado tarde.

—No te disculpes, mañana procura estar aquí puntual. Ya no tendrás excusa, podrás tomar los taxis que necesites. —Miró el reloj de oro que llevaba en la muñeca—. Tengo hora en el salón de belleza, necesito arreglarme el pelo. —La miró alzando la barbilla como si la estuviera inspeccionando—. Y creo que a ti no te irá mal un poco de tinte y un buen corte. —Mientras hablaba, se había puesto el abrigo. Cogió los guantes, el sombrero y el bolso—. Comeremos en el restaurante del hotel, a las cuatro tenemos una reunión importante en la Rotonda. Necesito que estés perfecta y, sobre todo, muy atenta a todo lo que se diga en esa reunión, muy atenta, ¿me oyes?

—No se preocupe, señora Moretti. Seré toda oídos. ¿Hablarán en español?

—Sí, esta vez sí. Ah, antes tendríamos que pasar por el Banco Español de Crédito, tengo que arreglar unos asuntos.

El día para Marta volvió a ser intenso y casi perfecto, si no fuera porque su realidad al llegar a casa sería otra muy distinta a la que vivía en compañía de madame Moretti. Era consciente de su transformación; después de vestirse con ropa cara y elegante, el remate para su renovación fue su paso por el salón de belleza: le tiñeron el pelo cubriendo algunas canas que ya se dejaban ver, le hicieron un corte, demasiado atrevido en su opinión (no así en la de Roberta Moretti, que fue quien asesoró a la peluquera), la maquillaron y le hicieron la manicura, en un intento de recuperar el aspecto fino y delicado que habían tenido sus manos en el pasado.

Pero fue en su visita al banco cuando empezó a comprender el alcance de los cambios que se iban operando en ella: no solo los hombres, sino también las mujeres, se volvían para mirarla, o más bien para admirarla, y ella lo notaba, caminando erguida junto a Roberta Moretti, siguiendo su paso solemne y ceremonioso sin invertir ningún esfuerzo en ello. Las dos mujeres daban la talla de grandes señoras y así fueron acogidas por los empleados (entre los que se formó una especie de prudente revuelo al apercibirse de su presencia en la oficina) y, sobre todo, por el director, que con grandes reverencias las hizo pasar a su despacho, paradójicamente el mismo director que hacía pocos años había exigido a Antonio Montejano el pago de su crédito, el mismo que le presionó de tal manera para recuperar la deuda que no le dejó otra salida que malvender su casa, condenándoles a él y a su familia a una postración de la que no se veían capaces de salir.

Recordaba Marta la visita, realizada años atrás, a aquel hombre en aquel mismo despacho: la indolencia con la que les había tratado, su forma despectiva de dirigirse a Antonio, la ignominia de sus palabras, todo ello ante la presencia de Rafael Figueroa, benefactor ineludible, dispuesto siempre a resolver los problemas de su amigo, sabiendo ella como sabía que esa predisposición era consecuencia de su mala conciencia, de su sentimiento de culpa y para desagravio de la injusticia infligida en su amigo, librado él de la ruina social y de dar explicaciones a su santa esposa, tan respetable ella, de conducta intachable; porque lo que más había envenenado a Marta había sido el hecho de que la señora de Figueroa, nunca supo de la culpa de su honorable marido, ni fue consciente en ningún momento de la verdadera razón sobre la detención de Antonio Montejano, ni el porqué de su paso por la cárcel, y pensaba, ignara ella, que la preocupación, pena y desesperación que profesó su decente marido ante la situación de Montejano se debió a la tribulación por la estancia en prisión de su querido amigo y, sobre todo, por la naturaleza del delito del que fue acusado, pecados imperdonables, deleznables (apuntaba vehemente la «intachable», sin dejar de evidenciar su indignación) para cualquier cristiano: inducir a un aborto a una muchacha joven y descarriada precipitándola a una muerte terrible desprovista de sacramentos, dejando que su alma se perdiera para toda la eternidad en las profundidades del infierno. Así pensaba la grotesca Virtudes Molina de Figueroa; y Marta tenía que callar y morderse la lengua porque así lo había exigido su marido, silencio absoluto sobre el asunto: «Tú no sabes nada ni tienes que decir nada, tú a callar, esto es algo entre Rafael y yo, y solo nos concierne a nosotros»; esas fueron sus palabras, un instante antes de que la policía se lo llevara detenido, como respuesta a sus súplicas para que dijera la verdad, para que confesara quién era el responsable de la muerte inoportuna de aquella joven en mala hora socorrida por quien no debía. Y no solo lo exigió su marido; Próculo se lo aconsejó bajo amenaza de males impredecibles para todos, utilizando el mismo discurso: «Deja hacer a los hombres, son ellos quienes han de resolver estos asuntos, las mujeres no debéis inmiscuiros, no es de vuestra incumbencia hablar de ello; guarda silencio y dedica todos tus esfuerzos a apoyar a Antonio; lo demás irá saliendo con la gracia de Dios y la ayuda divina». Y el propio Rafael, que no exigió, pero sí le imploró a ella prudencia y cordura ante Virtudes, consciente como era de la incontinencia verbal e importuna de su esposa; y de ese modo, Marta Ribas de Montejano se vio obligada a guardar silencio ante las muestras de indulgencia rastrera de Virtudes Molina de Figueroa.

Resultaba asombroso hasta qué punto podía alterarse el trato cuando uno vestía buena ropa y poseía una cuenta corriente abultada. Tomó asiento en uno de los mullidos confidentes situados frente al pesado escritorio de dirección atiborrado de cosas: papeles, carpetas, documentos, dos teléfonos, una escribanía de cerámica y un cubilete a juego con lápices de diversos tamaños, una lámpara de plafón de cristal verde oscura y pie dorado y un pequeño tablero de ajedrez con las figuras de marfil en su posición de inicio del juego.

Era patético el agasajo inquieto y afanado de aquel director grueso que sudaba por el cuello blanco y almidonado debido a los nervios derivados de la visita a todas luces inesperada; llevaba las uñas largas en exceso aunque bien cuidadas, pero lo que a Marta le resultó repugnante, además de su actitud servil y miserable, era el olor que desprendía al moverse, un tufillo rancio, agrio, que le recordó al que expelían los curas tras la celosía del confesionario.

Roberta Moretti había entrado en aquel despacho sobrecargado (de muebles, de maderas, de cortinas y de alfombras) con la misma naturalidad que si estuviera en el salón de su casa. Se quitó los guantes, se desabrochó los botones del abrigo y se sentó en el sillón un instante antes de que lo hubiera hecho Marta sin hacer demasiado caso al director, que lo mismo le decía que estaba encantado de su visita y que tenía que haberle avisado previamente de la misma para atenderla como una dama de su categoría se merecía, que le ofrecía un café o un té o un vaso de agua. Roberta zanjó tanta verborrea con voz seca y cortante.

—Señor Cañete, tenemos mucha prisa. Quiero saber si ha llegado a mi cuenta una transferencia desde Suiza.

—Enseguida, señora Moretti —dijo dirigiéndose a la puerta para salir de su despacho, seguramente a obtener la información solicitada—, no faltaba más, ahora mismo le confirmo el hecho…

—Y dígame los movimientos y saldo de todos mis depósitos —añadió antes de que desapareciera.

—Por supuesto, señora Moretti, no faltaba más, enseguida le traigo la información que me pide, deme un minuto.

—Me solivianta tanta sandez por parte de un hombre de su posición —refunfuñó Roberta Moretti cuando se quedaron solas—. Estoy segura de que este idiota trata a patadas a la gente que más necesitaría de su atención…

Marta sonrió lacónica.

—Le aseguro, señora Moretti, que en eso no se equivoca.

Roberta la miró de soslayo, pero no dijo nada. Prefirió esperar a mejor ocasión para hablar con franqueza a su recién estrenada asistente. Sabía mucho de ella; cuando el señor Benítez le habló de Marta Ribas de Montejano, puso en marcha a sus contactos con el fin de obtener toda la información concerniente a aquella mujer y su entorno. Los informes tardaron solo un par de días en llegarle y, en cuanto los leyó, Roberta Moretti ordenó al señor Benítez que buscase a esa mujer porque la quería a su lado, costase lo que costase. Pero todavía no era el momento de mostrar a Marta Ribas sus cartas de todo lo que conocía sobre su pasado y su presente.

Hablaron de la reunión que iban a mantener tras la comida; Roberta Moretti le adelantó que pretendía comprar un piso en Madrid, con la intención de ocuparlo durante el tiempo de su estancia en la capital, que creía iba a ser larga si todo salía de acuerdo a las previsiones de sus negocios. Ante dicha noticia, Marta tuvo una sensación contradictoria de alegría y temor: por una parte, el trabajo no iba a ser de apenas unos días o de unas pocas semanas, como pensaba en principio, podía llegar a convertirse en un trabajo más estable y muy bien remunerado, pero por otro lado estaba Antonio. Tenía la certeza de que, en el momento en que se recuperase de su enfermedad, no dejaría que continuase con la señora Moretti.

El director regresó con unos papeles en la mano, cerró la puerta y se dirigió a su sitio presidiendo la mesa.

—Efectivamente, señora Moretti, esta mañana mismo ha llegado la transferencia de Suiza; exactamente un millón y medio de francos. ¿Es correcta la cantidad?

Roberta Moretti asintió sin abrir la boca. El director continuó hablando.

—Entonces, si estamos de acuerdo con esto, el saldo que usted tiene ahora mismo en nuestro banco es de… —Miró otro papel, frunció el ceño y miró a su distinguida clienta con una sonrisa de satisfacción dibujada en el rostro—. Treinta millones cuatrocientas treinta y cuatro mil pesetas con veintisiete céntimos, a los que hay que añadir el millón y medio de francos recibidos, que permanecen en la cuenta corriente a la espera de que usted ordene a qué depósito quiere que los dirijamos, o bien si prefiere mantenerlos donde están.

Se hizo un silencio en el que Marta sintió que le embargaba una abrumadora sensación de vértigo. La cantidad era tan enorme que le cortó la respiración. Sus padres, en los mejores tiempos, habían acumulado mucho menos, aunque es cierto que habían poseído varias propiedades en París que bien podrían haber superado una importante cantidad en metálico, aunque ahora todo se hubiera desvanecido entre las cenizas de la guerra europea.

—Y aquí tiene todos los movimientos de sus cuentas.

El director le tendió un papel; Roberta Moretti lo cogió, lo miró durante unos segundos comprobando que todo estaba correcto y, sin llegar a mirarla, le dio el papel a Marta, que lo guardó de inmediato.

—Está bien —dijo Roberta Moretti sin inmutarse—, ahora quiero diez mil pesetas en billetes de la cuenta principal.

—¿Desea que se lo llevemos al hotel como siempre, señora Moretti?

—No. Ella llevará el dinero —dijo señalando a Marta con la barbilla—. A propósito, no le he presentado a Marta Ribas, señora de Montejano, mi nueva asistente y persona de absoluta confianza.

Marta esbozó una sonrisa satisfecha apenas dibujada en sus labios. Le agradaba el trato que recibía de aquella mujer. El director se levantó, tendió su mano por encima de la mesa para tomar la de Marta, hizo una especie de reverencia y la soltó, volviendo a sentarse. Su cara le resultaba conocida sin llegar a identificarla, pero al decir que era la señora de Montejano recordó vagamente ese apellido.

—Señora de Montejano, hace tiempo tuve un buen cliente que se apellidaba así. —Y con servil cortesía, preguntó—: ¿Es posible que su señor esposo haya sido cliente de este banco?

—Así es —se adelantó Roberta Moretti, dejando pasmada a Marta—. Los señores de Montejano fueron unos buenos clientes de su banco durante más de veinte años. —Frunció el ceño cavilante—. Y, según tengo entendido, su dinero y sus negocios reportaron a esta oficina…, ¿cómo dicen ustedes?, pingües beneficios. Sin embargo, señor Cañete, cuando los señores de Montejano se vieron en graves dificultades, les cerró en las narices la puerta de su banco llevándoles a la ruina. —Se irguió muy digna y satisfecha por los efectos que estaban provocando sus palabras—. Estará de acuerdo conmigo, señor Cañete, en que una actitud así resulta, como mínimo, muy poco profesional por su parte.

El director miraba boquiabierto a Roberta Moretti, pero quien estaba desconcertada era Marta. Sabía que Próculo había informado a Alfonso Benítez sobre los problemas y el pasado de Antonio, pero aun así se sintió molesta de que se aireasen sus trapos sucios.

Cañete transpiraba con profusión por la cara y el cogote, y todo su aparente talante de hombre poderoso de negocios se desmoronó ante un reproche tan manifiesto como el que acababa de hacerle una de las mejores clientas de la oficina. Una falta imperdonable.

—Yo… No…, señora Moretti… ¿No pensará usted que yo…? No estoy seguro de que… Puede que…, pero mi intención no…

—Le anuncio que a partir de ahora la señora Ribas será quien venga a controlar mis cuentas, y doy por sentado que será atendida y considerada en su oficina como si fuera yo misma.

—No faltaba más, señora…

—Quiero autorizarla para que opere en mis cuentas.

—Lo que usted ordene, señora Moretti, sus palabras son órdenes. Traeré ahora mismo el formulario… ¿Será para hacer ingresos, o prefiere ampliar el límite?

—La limitación la pondré yo cuando me plazca.

—Pero, señora Moretti, si me permite… Yo no le aconsejo…

—No será usted el que me diga a quién tengo que dar mi confianza y a quién no.

—No…, por supuesto… Yo no soy quién… Tan solo sugería…

—La señora Ribas sabrá ser leal conmigo. —Solo en ese momento se giró hacia Marta, que la miraba aturdida; las dos mujeres se mantuvieron la mirada un par de segundos, en silencio—. Prepárelo todo para la autorización. Y ahora, si no le importa, traiga el dinero, no queremos entretenerle demasiado, me imagino que es usted un hombre con muchas ocupaciones.

El director descolgó el teléfono que tenía a su izquierda, marcó un solo número y habló con el cajero, ordenándole que le trajera de inmediato la cantidad solicitada.

Después de firmar las autorizaciones y el reintegro del dinero, las dos mujeres salieron del banco como habían entrado, dejando tras ellas una estela de miradas y cuchicheos, y cuando estuvieron solas en el Packard Eight Sedán, Marta no pudo reprimirse.

—Señora Moretti, le agradezco la confianza, pero no estoy segura de si la merezco.

Roberta Moretti la miró fijamente con una leve sonrisa de complacencia.

—Dime tú si puedo confiar en ti.

—Por supuesto, puede hacerlo, pero es que no me conoce de nada…

La mujer miró hacia delante y con una mueca ufana le dijo:

—Te conozco mucho mejor de lo que tú te crees, Marta Ribas Cerquetti.

Ella se removió, incómoda, sobre todo al oír pronunciar el apellido de su madre.

—Señora Moretti…, mi marido tuvo un problema hace unos años, pero…

—No me hace falta que me expliques nada. Lo que me interesaba saber de ti, lo sé desde hace días. Por ahora, todo lo demás ni me atañe ni me concierne —calló un instante y la miró de nuevo—. Ya te dije ayer que a los que trabajan para mí les exijo lealtad, a cambio pago bien y doy buen trato. ¿No es así, Óscar? —preguntó al conductor, que afirmó rotundo y sin titubear—. Óscar fue el chófer de mi madre, y cuando ella murió pasó a mi servicio. Lealtad, Marta, lealtad y ambición; si entiendes eso, te aseguro que yo haré que tu vida cambie por completo. ¿Estás de acuerdo?

Marta asintió primero con un desconcertado movimiento de cabeza y luego con palabras balbucientes, producto de su nerviosismo.

—Por supuesto, señora Moretti, puede usted contar con mi absoluta confianza y lealtad. Le aseguro que, en lo que esté en mi mano, no tendrá queja de mí.

Roberta Moretti la miró de soslayo y sonriente le dijo:

—Estoy convencida de que tú y yo vamos a llevarnos muy bien. Ah, y por favor, Marta, llámame Roberta, me horroriza que tú también estés todo el día con señora por aquí y señora por allá, es como una costra añadida al nombre, bastantes veces tengo que oírlo a todos los que me lisonjean a lo largo del día.

—Sí, señora…; quiero decir, sí, Roberta.

La sonata del silencio
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