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Mi querida Marta, en esta época un aire gélido y punzante azota las calles de Nueva York y una humedad densa penetra hasta las entrañas, sin embargo y a pesar de todo, esta ciudad sigue manteniendo el don de la vida, de la luz, incluso sus noches vibran luminosas llenas de actividad y energía. No debes preocuparte por Elena; te aseguro que está muy bien, yo añadiría francamente bien, atendida con embeleso por mi prima, que ha visto en ella la hija que nunca tuvo, ya te comenté que fue madre de cinco varones. Hace unos días que se trasladó a su casa en Manhattan y está totalmente instalada en ella. En nuestra despedida me pedías que te indicara cómo se encontraban Camilo Bonilla y Basilio Figueroa. En cuanto al señor Bonilla, es un hombre extraordinario que vive feliz con su pareja; el hijo de Figueroa está algo más despistado, aclimatándose a este nuevo mundo y forma de vivir tan distinta que de repente se le ha abierto a los ojos. Lo cierto es que todos parecen dichosos en esta extraña ciudad de rascacielos en donde nadie se siente extranjero, donde todo parece familiar gracias al milagro del cine, que ha exportado a los ojos del mundo estas calles y aceras con sus edificios y la peculiaridad de sus gentes.
Pero vamos a centrarnos en Elena, ya que es, al fin y al cabo, lo que realmente te importa; tengo que decirte que su adaptación está siendo absolutamente sorprendente. Cuando la vi por primera vez en casa de Camilo Bonilla ya la encontré feliz, pero ahora, ya instalada en el amplio y luminoso apartamento de mis primos, situado en la Quinta Avenida con la 69 (Camilo y su compañero viven en Brooklyn), rodeada de atenciones y delicadezas, puedes estar absolutamente tranquila del bienestar de tu hija. El único inconveniente que tiene es el idioma. Mis primos, Sofia y Georges, han convenido que debe empezar inmediatamente con clases de inglés, además de francés, así como conocimientos de música y cultura general, a lo que ella se ha brindado encantada; me consta esa predisposición, y tampoco me extraña siendo hija de quien es. En sus manos, te aseguro, todo lo referente a tu hija, a su seguridad y acomodación estará en orden, puedes confiar absolutamente en ello.
Imagino que tu hija te lo habrá dicho todo en sus cartas, pero me gustaría contarte lo que viví personalmente la noche del concierto en el Metropolitan Opera.
Como ya habrás comprobado en la foto que ella te envió, Elena llevaba un vestido largo que le compramos para la ocasión. Estaba espléndida, no podía ser de otra manera. Ella ignoraba que el solista de ese concierto era su violinista; mis primos y yo acordamos (lógicamente, ellos han sabido de mi boca toda la historia de Elena y de Hanno) no decirle nada y darle una sorpresa, a ella y al propio Johann, que asimismo desconocía que en el palco de la izquierda del escenario se encontraría su adorado amor.
Llegamos al teatro con tiempo suficiente. Elena estaba fascinada con lo que veían sus ojos: el proscenio curvado, la profusión de dorados en el auditorio y en el espectacular telón de damasco, los palcos, la platea, la altura de su techado…, todo le parecía extraordinario y lo admiraba con una conmovedora candidez. Pero mi querida Marta, lo mejor estaba por llegar. Los maestros de la orquesta fueron saliendo y tomaron posiciones. Luego salió el director seguido de él, de Johann Merkt, vestido con un chaqué negro, la pechera blanca, impoluta, la pajarita ajustada a su cuello y el violín en su mano. Su presencia en el escenario resultaba asombrosa. Yo tenía a Elena a mi lado, y mis ojos tan solo tenían que desviarse un poco para verla a ella o a él. Cuando lo vio y lo reconoció, se giró hacia mí como suplicándome que le confirmase lo que estaba viendo. No dijimos nada. La sonrisa en mis labios fue suficiente para ratificar lo que ella ya sabía. Su cuerpo se tensó como una flor que emerge con la claridad. Los minutos siguientes supusieron una de las escenas más enternecedoras que yo haya presenciado jamás. Johann no se dio cuenta de inmediato de nuestra presencia. El público le dedicó un aplauso expectante, todavía nadie le había oído y estaba por descubrir esas habilidades musicales que tanto se comentaban en las últimas semanas. Él, de cara a la platea, respondió con una sutil inclinación, y al erguirse, sus ojos, indefectiblemente, se posaron a su izquierda, en el segundo palco del primer piso. A la primera que vio fue a lady Katherine Bauer, cada vez más convencida de su talento y la artífice de que aquel primer concierto se llevase a cabo; luego su mirada se deslizó hasta Elena, y entonces su cuerpo pareció estremecerse; se quedó quieto, petrificado, tanto que el silencio que ya había envuelto todo el teatro le sacudió haciéndole reaccionar para tomar su lugar en el proscenio. Miró al director y con una leve seña, apenas un gesto, se inició el concierto con la composición de Pablo Sarasate, Aires gitanos.
Jamás en mi vida, en ninguna de las representaciones a las que he asistido, he sido testigo de una emoción tan vívida entre dos personas; estremecía observar la evidencia de sensaciones, de arrobamiento, de elevación, que aquellas melodías salidas del violín de Hanno iban provocando en tu hija, a las que acompañaban las de él, transformado su cuerpo entero en música, hombre y violín fusionados en uno solo, unidos a la mirada insistente de ella por la belleza de la armonía sublime, imposible de explicar con palabras, ejemplo vivo del significado real de la música, ese sentimiento imposible de contar, porque solo se puede sentir, tan solo sentir… De ahí su universalidad: cualquiera, incluso sin saber leer o escribir, puede sentir y emocionarse a través del idioma de la música. No te descubro nada nuevo, bien conoces tú a qué me estoy refiriendo. Solo trato de mostrarte la experiencia que debió de sentir tu hija aquella velada.
En cuanto al concierto y la actuación de Johann Merkt, resultó un rotundo éxito; te envío la crítica publicada en el New York Times para que entiendas la repercusión que obtuvo su actuación. Por mi prima sé que le están lloviendo ofertas.
Respecto a ellos… Es tu hija quien debe contarte, pero ya te adelanto que su encuentro fue de novela rosa. Iremos viendo.
Yo no tengo previsto regresar a Madrid hasta después de las Navidades. He pensado pasar aquí esas fechas en familia. Reconozco que desde adolescente he tratado de huir de esas celebraciones, tan empalagosas la mayoría de las veces; sin embargo, este año siento una… añoranza creo que lo llamáis en español, y me apetece quedarme. De todas formas, te confesaré que, además de esa añoranza, existe un excelente aliciente para hacerlo, y no es otro que la presencia y compañía de mi lord inglés, que rondará por aquí la mayor parte del tiempo debido a un negocio que tiene entre manos. Espero no arrepentirme de todo esto.
Soy muy consciente de que van a ser unas fechas duras y difíciles para ti, alejada de Elena. Espero que la felicidad que destila tu hija te haga sentir más reconfortada y que puedas de una vez encarrilar tu vida en la dirección que tú quieres.
A mi regreso volveré a pedirte que trabajes conmigo. Tienes tiempo para pensártelo; confío en obtener una respuesta afirmativa por tu parte, para mi beneficio, pero sobre todo para el tuyo propio.
Te envío un cariñoso saludo.
Marta dobló los folios escritos en italiano por Roberta Moretti. Se lo había enviado así para evitar que ojos ajenos tuvieran fácil acceso a su contenido. Todo lo que le contaba lo sabía al dedillo, paso a paso, en palabras desdevanadas del ovillo de los sueños que su hija le escribía cada noche, en cartas que remitía, de acuerdo a sus instrucciones, al domicilio de Roberta Moretti, guardadas y entregadas, en ausencia de la señora, por Elvira, su fiel criada.
Antonio Montejano había visto la carta de Moretti en un cajón de la coqueta, justo antes de salir de casa. No escondida, tampoco expuesta. Se había fijado en el sobre dirigido a ella, escrito su nombre a pluma con letra delicada y frágil, y al darle la vuelta, leyó el nombre de aquella mujer y el lugar de donde procedía la misiva: «Roberta Moretti. New York City». Intuyó que aquella carta contenía noticias de Elena que podrían llenar el vacío de silencio y ausencia dejado tras su desaparición; era como si se la hubiera tragado la tierra, como si se hubiera esfumado en el aire. Su amigo Rafael Figueroa le había dicho que no estuviera inquieto por ella, porque tenía el presentimiento de que Elena se encontraba bien. Montejano atisbó en sus ojos que no era un presentimiento, sino una certeza; no hizo más preguntas porque supo que no obtendría respuesta. Desde el principio comprendió que le habían dejado al margen de aquel asunto, Marta y Rafael habían urdido la manera de hacer desaparecer a Elena y alejarla de su marido. Por su parte, Mauricio Canales parecía un alma en pena. Callado, abrumado por la vergüenza de que se descubriera la evidencia de haber sido abandonado por su joven esposa, dejó correr el rumor (de la experta mano de su madre y de su tía) de que había enviado a Elena a pasar una temporada a la costa de Málaga por causa de una dolencia de poca importancia que requería de sol y temperaturas suaves, y ante la posibilidad de un incipiente embarazo. Era cuestión de tiempo que apareciera, decían las mujeres Escamilla, nadie se esfuma así sin más. Ya regresaría con las orejas gachas y entonces las cosas se aclararían definitivamente. Había que tener paciencia y mucha prudencia, no podría estar escondida eternamente.
Con aquella carta de madame Moretti en las manos, Antonio Montejano había tenido una sensación extraña y contradictoria; había abierto el sobre y extraído las hojas dobladas; tuvo que tomar aire al ver aquellas palabras incomprensibles para él. Sintió la punzada blanda de su ignorancia y le abrumó la capacidad de ella para leer aquel batiburrillo ininteligible de letras. Había pensado meterse la carta en el bolsillo y llevársela, intentar encontrar a alguien que pudiera descifrar lo que le contaba en aquellas letras; sin embargo, tras unos segundos de vacilación, había vuelto a depositarla en el cajón. En aquel momento, Marta, encerrada en el salón, tocaba el piano, como hacía cada mañana…, y cada tarde, como hacía cuando él se hallaba en casa en un manifiesto intento de aislarse de todo y de todos, incluyéndole a él, recluida en su música, un espacio al que ella no le permitía acceder, desterrado como un paria.