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Virtudes Molina de Figueroa no ocultaba su resquemor hacia las nuevas circunstancias de Marta Ribas de Montejano derivadas de su empleo; no le encajaban aquellos estipendios que en pocos días le habían permitido no solo pagar sus deudas, que eran muchas, sino vestir, calzar y peinarse con tanta elegancia que atizaba su malsana envidia hasta soliviantarla en exceso; y cuando eso ocurría, su tensión arterial, siempre en el límite, le subía y entonces le daban los soponcios que la obligaban a abanicarse con energía.

El asunto se convirtió en la comidilla de la reunión vespertina que la señora de Figueroa decidió celebrar, siguiendo el consejo de su hija Virtuditas y la recomendación de don Próculo, con el fin de agasajar al padre Crescencio. Al ágape (compuesto de café y chocolate como bebidas calientes, además de picatostes, pastas variadas y pastelillos de crema, todo ello bañado por un licor dulce y orujo ofrecido, en principio, para los caballeros) acudieron prestos a la invitación, además del sacerdote agasajado y don Próculo —convertido por mandato del obispo en la sombra casi permanente de don Crescencio durante su estancia en la capital—, las vecinas del tercer piso: doña Prudencia Peláez, señora de don Escolástico Espinosa, un arquitecto de Gijón instalado en Madrid hacía más de treinta años, y doña Carmen Frutos, viuda de don Evaristo Alcázar, ministro en el primer Gobierno de la dictadura de Primo de Rivera, que vivía con su hija, Carmenchu Alcázar Frutos, asimismo viuda de don Alejandro López, que murió de unas extrañas fiebres unos meses antes que el hijo de ambos, de solo diecinueve años, caído muerto como un valiente en la batalla del Ebro; eso al menos le habían dicho con mucho boato, pero ella no se lo terminaba de creer porque su hijo, valiente, lo que se dice valiente, no era; eso sí, era un pedazo de pan y tierno como un borrego, pero no heroico. Doña Carmen Frutos, viuda de Alcázar, y doña Prudencia Peláez de Espinosa eran vecinas de puerta y, a pesar de ser uña y carne la una de la otra, se trataban de usted, para no perder las formas, y siempre andaban dispuestas a lo que saliera; a ellas se unía como si fuera su sombra Carmenchu Alcázar Frutos (mujer de muy pocas palabras pero de oído muy fino), a cumplir con su presencia allá donde se las solicitase siempre y cuando hubiera manduca que echarse al estómago, algo digno de lo que murmurar o alguna víctima a la que vituperar. Además de estos, a última hora se apuntaron, casi de obligado, doña Remedios y su marido don Inocencio (digno nombre para el personaje, ya que el hombre apenas abría la boca si no era para dar la razón a su santa esposa), matrimonio de misa diaria, bien conocidos de don Próculo de las tertulias que cada semana se celebraban en el salón parroquial para hablar de lo humano y lo divino, y si la cosa andaba distendida, de algo más terrenal, más prosaico, menos espiritual.

Como ya se ha dicho, desde el primer momento de la peculiar merienda, el tema de conversación, acaudillado siempre por doña Virtudes, había sido Marta Ribas de Montejano y su nueva situación. Tal era el arrebato de la anfitriona al hablar que pareciera le fuera algo propio en el asunto, hasta llegar a trastocarle —manifestaba ella sañuda— desde el sueño hasta la gana de comer, justificando su desasosiego en el interés, casi maternal y protector, que sentía hacia la desventurada familia Montejano, caída en desgracia por la mala cabeza del que debiera haber sido el bastión familiar, y replicaba con vehemencia cuánto tenían que agradecerles a ellos, a los Figueroa, la generosa ayuda y auxilio recibidos de su parte en los últimos tiempos. Fue la misma doña Virtudes, a reclamo de las señoras presentes, quien se encargó de dar toda clase de detalles sobre el asunto, poniendo mucho énfasis en la circunstancia de que, desde hacía días, el marido permanecía debatiéndose entre la vida y la muerte ingresado en el hospital, para que a nadie se le pasara el detalle.

Las damas, más locuaces ellas, hablaban sin saber y sin conocer como si supieran y conocieran con una inaudita certeza, murmuraban los comentarios de las otras y asentían a la crítica feroz, siempre dominada por la anfitriona, para que el tema no decayera en ningún momento de la velada. Don Próculo fue el único que quitó hierro a las faramallas maldicientes y a los reconcomios que llevaban a las asistentes a analizar cómo era posible que una mujer pudiera ganar tanto dinero en tan pocos días sin que, irremediablemente, decían, se hubiera dejado la virtud en el camino; aquello tenía que ser una mamandurria, aducía doña Carmen Frutos vehemente y convencida; una sinecura, apuntaba doña Remedios mojando la punta del picatoste en la espesura del cacao; «es una indecencia», terminaba sentenciando doña Virtudes muy ufana y en actitud de ofendida.

De ese modo transcurrió la tarde, entretenidas las alcahuetas, entre sorbo y sorbo de su taza sin perder de vista las bandejas de picatostes, pastas y pastelillos cuya cantidad descendía a una velocidad pasmosa. Don Crescencio escuchó durante un buen rato todo lo hablado, asintiendo a una y a otra, como haciendo acopio de toda la información para dictar con acierto su sentencia, y ya al final concluyó que la susodicha —así se refirió a Marta Ribas de Montejano, a quien no conocía sino de las habladurías de aquellas alcahuetas— definitivamente era una mujer perdida, una descarriada que iba a necesitar del apoyo de los miembros de la Iglesia y de las devotas mujeres que allí engullían sin descanso hasta dejar la fuente tan vacía como su conciencia. En medio de toda aquella verborrea, don Próculo cavilaba silencioso sobre cuál podía ser la trampa en la asistencia de Marta a esa dama extranjera para que, en apenas unos días, hubiera podido cubrir todas sus deudas, además de cambiar su aspecto de tal forma que parecía no haber pasado para ella el tiempo, tan hermosa y elegante como lo fue en el pasado.

Marta Ribas se enteró de la reunión y de su contenido por lo que Julita Figueroa le había contado a Elena y esta le refirió, con gran disgusto, a su madre. Estoica a las habladurías que ya intuía —conocía demasiado bien el percal de aquella camarilla de tragonas chocolateras, y no le cabía duda alguna de que ella y el origen de su mejora económica serían el centro de la conversación en aquellas ladinas reuniones—, continuaba con su día a día, intentando soslayar el momento en el que Antonio se diera cuenta o hiciera preguntas, consciente de que, además de la suya, el enfermo recibía la visita diaria de Próculo y Rafael, siempre a última hora del día, y en alguna ocasión la de la propia Virtudes, muy cumplida ella para esas cosas y de cuyo hecho le había dado detallada cuenta, para su desesperación, porque siempre se las arreglaba para inocular a Marta un cierto cargo de conciencia por no cumplir lo suficiente con las visitas a su marido enfermo. Incluso sabía por Elena y por una de las enfermeras que muchas mañanas, una vez ella había abandonado el hospital, aparecía Virtuditas y se quedaba un buen rato al lado del enfermo justo hasta un poco antes de que Elena (tras rematar las tareas de la casa encargadas por su madre) acudiera al cuidado de su padre. A Marta le daba la sensación de que, con aquellas visitas, todos tenían demasiado interés en poner de manifiesto el palmario abandono que infería a su esposo enfermo para lucirse por los lugares más exquisitos de Madrid, haciéndola sentir aún más culpable.

Los primeros días Marta Ribas estuvo tranquila porque siempre se lo encontraba sedado, sumido en un sueño a veces inquieto debido a la fiebre derivada de la septicemia y la debilidad, o en un duermevela en el que apenas se apercibía de su presencia, abriendo un poco los ojos, fruncido el ceño como modo de indicar el dolor o malestar sufrido, tragando saliva con dificultad, sin apenas decir una palabra que no fuera una queja. Marta permanecía a su lado un rato, pegada a su cama, acariciando la frente ardiente de fiebre y hablándole despacio: «Te vas a poner bien —le decía en voz muy baja para no incomodar su descanso—, muy pronto estarás en casa, las cosas van a cambiar, todo va a ser distinto, no voy a permitir que volvamos a estar así, Antonio, no lo voy a permitir». A las palabras se unían las lágrimas resbalando imparables por las mejillas; hablaba envalentonada, a sabiendas de que no le oía, o eso creía ella, pero con la convicción de que no estaba en su mano hacer ni deshacer nada, de que no iba a ser ella quien cambiase las cosas. A pesar de todo, se lo decía, por si en esa inconsciencia de la enfermedad recapacitaba y, tal vez, después de estar tan cerca de la muerte, fuese capaz de ceder y entender su postura. Al cabo se secaba las lágrimas, le besaba la frente y se marchaba al filo de las diez y media, para llegar a casa, maquillarse, vestirse y acudir puntual a su cita en la suite del Palace.

La sonata del silencio
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