4

La luz del atardecer penetraba por la ventana formando franjas luminosas que cruzaban el espacio hasta estrellarse en la alfombra tazada que cubría buena parte del entarimado de madera del despacho parroquial. Julita había llegado a las siete en punto, tal y como le había dicho Próculo cuando la llamó por teléfono al poco de llegar a casa, y después de haber confesado su «problema». A los cinco minutos había aparecido su padre. Don Rafael se extrañó de que su hija pequeña estuviera allí. Pero apenas le dio tiempo a pensar demasiado en la causa de su presencia. Próculo había ido al grano, para qué darle vueltas.

—Siéntate, Rafael, tu hija tiene algo que decirte.

—No me siento, tengo mucha prisa, ya te lo he dicho. Dime qué ocurre.

Miró a Julia y ella bajó los ojos a su regazo. Tuvo que insistir varias veces el sacerdote para que Julia por fin lo dijera, y lo hizo con la sensación de haber detonado una bomba que había estallado allí mismo, en medio de la habitación, con los mismos efectos: primero un silencio hueco, un vacío estridente que reflejaba los rostros de espanto, la incredulidad de lo que acababa de ocurrir, escuchar en este caso, la asimilación y el reventón de la ira para pasar a la agresión, golpes que le caían sobre la cabeza y la cara, manotadas y tortazos allá donde podía darle, porque Próculo estuvo atento y desde la primera bofetada ya le estaba sujetando para reprimir su rabia.

—Vamos, vamos, Rafael, cálmate. No le pegues más. No se arregla nada con eso.

—¿Que no se arregla…? La mato… Yo a esta la mato…

Julia, encogida y protegida por sus brazos, lloraba quejosa y cuando notó que Próculo conseguía alejarlo de ella, miró con miedo a su padre. Sus ojos inyectados en sangre y su gesto arisco le seguían pegando sin llegar a tocarla. Por eso bajó los ojos y los dejó clavados en sus rodillas, alerta pero sin levantar la mirada, evitando ofender con ella. Nunca pensó que decir «Estoy embarazada» fuera a provocar tanto enfado, tanta ira, tanto miedo, tanta desesperación.

Rafael Figueroa, soltándose de la sujeción de Próculo, cerca este de Julia para evitar más agresiones, empezó a dar vueltas como un animal enjaulado; mientras Próculo, quieto como una estatua, esperaba que la calma sobreviniera a la tormenta desatada.

—¿Cómo has podido? —farfullaba el notario, sin esperar respuesta, prietos los puños sujetos a la espalda como sortilegio para eludir el impulso de continuar abofeteando a su hija—. Mi hija…, embarazada como si fuera una…, una cualquiera. Y ese Dionisio… Le mato a palos… Yo le mato… Vaya que si le mato. Hacerme esto a mí… Si es que no se os puede dejar sueltas, joder, y la culpa la tiene tu madre por no atarte bien corto, que es de lo único que se tiene que ocupar todo el día y mira, mira con lo que me encuentro, con una tripa…

—Bueno, bueno, Rafael, mantengamos la tranquilidad; de poco sirve lamentarse, lo importante ahora es saber qué piensas hacer.

En ese momento, Rafael Figueroa se detuvo y fijó la vista primero en su hija, la cabeza baja y el cuerpo agarrotado esperando lo que fuera para ella, y luego sus ojos se desplazaron a su amigo Próculo.

—Ese niño no puede nacer —sentenció—. No voy a permitir que una metedura de pata de esta… arruine mi reputación y mi carrera. No voy a permitir convertirme en el hazmerreír de todo el Colegio de Notarios de Madrid, qué digo de Madrid, de toda España. Ni hablar…

—¿Qué quieres decir? —preguntó Próculo.

—Que se lo tiene que quitar, que no voy a permitir que me aparezca con una tripa.

—¿Quieres que tu hija aborte?

—No quiero problemas.

—Abortar es un problema. Es un delito, Rafael. Julita puede ir a la cárcel.

—Pues que vaya, a ver si aprende que no se puede ir por la vida siendo un zorrón.

—Papá… —La voz lánguida y ahogada de Julita se oyó como un quejido.

—¡Cállate! No quiero ni oírte.

—No puedes hacer eso —intervino Próculo—, hay otras soluciones.

—¿Qué otra solución hay? ¿Que eche a palos a esta puta de mi casa y al bastardo que lleva en la tripa? Su madre no me va a dejar… Y al final van a ir la madre y la hija a la puta calle… No, Próculo, bastante tengo ya con el tonto de Basilio… Bastante he consentido…

—Rafael, escúchame —terció el cura intentando calmar la furia del padre herido en su honor—, hay otras soluciones; puedo buscar un sitio en el que pase los últimos meses del embarazo, fuera de Madrid, lejos de todo y de todos. A la gente se le dice que está haciendo el Servicio Social; nadie sospechará nada. Cuando lo tenga, se da en adopción, y aquí paz y después gloria. Os olvidáis del problema y no causáis otro mayor.

Julita miraba al cura con los ojos muy abiertos, como si no entendiera bien el idioma en el que hablaba.

—No, no es buena solución. Al final podría salir a la luz… Tengo un compañero que casi se arruina por una chantajista que se le presentó en el despacho con un niño en los brazos diciendo que era suyo, y que si no le daba dinero, todo el mundo sabría qué clase de hombre es… —Sonrió para sí sardónico—. ¡Qué clase de hombre es! La puta es ella y es él quien paga los gastos. No, ni hablar. Esta se quita la tripa y se acabó la historia. No quiero en esto segundas partes.

Próculo miró a Julita, que tenía los ojos cerrados, las rodillas prietas y los brazos cruzados sobre su regazo.

—¿Y si se casaran? Podría celebrar la boda antes de que…

—No. Enseguida se sabría que se casan de penalti. De poco me sirve esa enmienda. No quiero que mi nieto viva con el sambenito.

—Eso termina por olvidarse, Rafael. Tú lo sabes.

—¿Y de qué van a vivir, del aire? Porque si esperamos a que el imbécil de Dionisio saque las oposiciones, lo tenemos claro.

—Eso sí… En eso te doy la razón.

Próculo miró a Julia y ella, como intuyendo la mirada, levantó los ojos al cura.

—¿Cómo piensas hacerlo…? —preguntó el sacerdote con gesto derrotado.

Julia lo miró extrañada, fruncido el ceño. Se había rendido demasiado pronto, apenas había luchado por mantener el embarazo. Próculo esquivó su mirada a sabiendas de su desconcierto.

—Se lo diré a Eutimio, él sabrá de alguien de confianza…

—¿Vas a poner a tu hija en manos de ese canalla?

Se volvió hacia Próculo y se removió.

—¿Qué quieres, que la lleve al hospital como si se tratase de quitarle unas anginas?

—Díselo a Carlos Torres. Él te puede ayudar.

—No. No quiero que nadie más lo sepa.

—Si se lo dices a tu oficial, te tendrá en sus manos con esa información.

—Próculo, Eutimio Granados me tiene en sus manos desde hace mucho tiempo. Sabe tantas cosas de mí como para meterme en la cárcel una buena temporada. Una más importa poco. Ya sé yo cómo mantenerle con la boca cerrada.

Se llevó la mano a la nuca. Rafael Figueroa sentía que la cabeza le iba a estallar. ¿Cómo era posible que todo se le torciera de aquella manera? Su hijo escondido en un monasterio desintoxicándose de su adicción a la cocaína y huido de la justicia, salpicado por los negocios más rastreros y abyectos. Y ahora, su hija pequeña preñada. No podía creerse lo que estaba sucediendo. Era muy consciente, como le había dicho a Próculo, de que estaba en manos de Eutimio, siempre lo había estado, pero en los últimos tiempos mucho más. Su mundo parecía desmoronarse y parecía no poder evitarlo.

—Rafael, piénsalo un par de días. Esas cosas, una vez hechas, ya no tienen remedio…

—Ya lo podía haber pensado esta golfa. No hay nada que pensar. Está decidido. Y después a esta te la llevas a un convento. A ver si aprende.

—Papá…, yo no quiero ser monja… —protestó Julia.

—Tú serás lo que yo quiera que seas, ¿entendido? Que para eso soy tu padre.

—Pero para ser monja hay que tener vocación y yo no la tengo.

—En eso tiene razón la chica —terció el sacerdote—, no puedes obligarla a tomar los hábitos.

Rafael miró a su amigo con una mueca irónica.

—¿Me vas a venir tú ahora con vocaciones? Vamos, Próculo, que nos conocemos desde hace demasiado tiempo.

—Bueno, resolvamos primero este asunto, y luego ya hablaremos.

El padre aspiró el aire con fruición y luego suspiró lánguido con los ojos cerrados, como si estuviera cogiendo fuerzas de su interior.

—De este asunto, a tu madre ni una sola palabra, ¿me has oído?

Julita se apresuró a asentir.

—Y ya me encargaré yo del pintas de tu novio. Me va a oír ese. No va a tener tierra para esconderse de los palos que le van a caer. Cabrón…

—Rafael…, hombre, contente un poco.

—Que me contenga, que me contenga, a tortas se lo quitaba aquí mismo a esta tonta… —Le dedicó otra mirada furibunda—. Tengo que marcharme. He dejado a gente esperándome en la notaría. Próculo, te agradezco que me lo hayas contado.

La sonata del silencio
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