Los avispones
No necesitas aclarar que vas por un camino polvoriento. Los que miran no tienen por qué enterarse de la naturaleza del camino. Basta con que Te vean andar. Aun esto, por así decir, no es necesario que lo muestres. Solamente debes tener cuidado en llegar de forma tal que los que miran piensen que Tú no Te has puesto hace un momento en marcha, sino que vienes andando desde hace mucho tiempo hasta llegar. Entras como si no vinieras a este preciso lugar, sino que es uno como los demás por los cuales ya pasaste. El lugar al que llegas y en el que Te presentas a la vista de los espectadores no es diferente de todos los otros. No entras, no atraviesas ningún escenario; más bien pasas por entre las miradas. Nadie cuenta. Los movimientos de Tus piernas son tales que suscitan en los espectadores la idea de que ellos van por sí solos, sin que tú hagas nada porque adelanten. Cuando Te miras, esta mirada debe causar a los espectadores la sensación de que Te hubiese conformado con una cierta cantidad de pasos para cada ocasión. Al andar nunca debes perder de vista Tus pies andantes. Miras en torno de Ti como quien busca una sombra en un amplio espacio. Tu vestimenta es sencilla. No debe concentrar la mirada de los espectadores Vistes una camisa sin cuello, como un presidiario o un campesino. Hace poco que llegaste. Los espectadores se habrán ya dado cuenta de que estás en camino desde hace mucho. Ahora tienes que lograr que este corto lapso, durante el cual Te ven, este lapso que ha transcurrido desde Tu primer movimiento visible para ellos hasta que Te detienes a descansar y que puedes medir con la abertura del pulgar y el índice, según los pasos dados, les parezca desmesuradamente largo.
No basta con mostrar Tu fatiga a los que nada saben, haciendo algo así como si Te pusieras en cuclillas y escupieses de un modo vulgar contra los cordones de la calle, por así decir, o sobre una piedra que eliges en el camino. No dispones nada más que de Tu cara y de Tus gestos. Tu voz, con la que podrías decírselo, guarda silencio. El minuto que duró Tu paso significó un medio día. Esto es lo que los otros tienen que sentir. En un medio día cambia la luz y el viento. El camino se transforma. Cambian las sombras de lo que se levanta de la tierra. Sólo puedes mostrar a los espectadores Tu propio cambio. Durante el minuto que les fuiste visible, no ocurrió Contigo nada, sino lo que Tú quisiste mostrarles. No vale la pena que pongas la mano sobre Tus ojos y Te vuelvas a mirar los doce pasos que anduviste ante ellos. No basta con que procedas como si no pudiera llegar con Tu mirada hasta la meta. Ellos seguramente entenderán lo que piensas y se dejarán convencer por Tus gestos que los pasos deben multiplicarse; sin embargo no se darán cuenta de cuánto tiempo ha pasado ya. No les llegará al corazón. Para hacérselos entender necesitarías un milagro o una gran elocuencia, o alguna fórmula con la que pudieras exorcizar sus oídos. Sin embargo es necesario que Te estés callado. No basta con una variación en el andar de Tus pies; no basta con la mutación de Tu rostro ni con el parpadear de Tus ojos; no basta con dejar Tus brazos colgar fláccidos de los hombros. No dispones de ninguna iluminación que haga mover tus sombras. Te desfavorece echarte en tierra dando muestras de cansancio. Con ningún gesto o expresión podrías recuperar el tiempo ido. Cualquier cosa que hicieras sería un juego de títeres. Pero si Te pones a representar esa comedia Tú mismo reirás, exactamente como si quisieras mostrar el paso del tiempo poniendo delante de Ti la palma de la mano como medidor del tiempo y utilizaras como aguja el índice de la otra mano, mientras los espectadores tienen ante sus ojos puntos invisibles que significan los números y Tus dedos que van indicando el transcurso del tiempo. Ahora el dedo vuelve al punto de partida. Al mismo tiempo Te has puesto tranquilamente de pie y Te has decidido a acampar a la vera del camino. Sin embargo, el milagro que necesitas para hacer que los espectadores caigan en la cuenta del tiempo, el milagro que haga estremecerse a los espectadores, está encerrado en Tu boca. Tu voz aguarda silencio. También después, Tu voz seguirá guardando silencio. El ruido que dejas escapar entre los movimientos con que Te acomodas, lo das a entender levantando la cabeza hacia un costado, como un ciego.
El camino es arenoso y ha sido anegado. Solamente han cubierto con grava las huellas de los vehículos. El ruido que oyes no necesita ser percibido más distintamente por los espectadores.
También lo que Tú ves sigue siéndoles desconocido Ellos deben comprender por Tu expresión que algo ha cambiado. Has llegado a otro lugar transformado. Ves ante Tí un depósito de arena. Tienes ante la vista un depósito de arena con matas de pasto en las paredes, de las que se descuelgan obscuras anguilas de arena y se deshacen en nubes sobre los quemados montículos gris claro. Lo que oíste fue quizás el murmurar de esa anguila de arena, el gluglutear de la grava o el barullo y chancoloteo de ese material grueso en la criba, que abajo, en el piso, es sacudida por un hombre desnudo de medio cuerpo. Para Tus adentros comparas este ruido con el ruido que se produce cuando el pueblo se levanta de los bancos de la iglesia. No bien el hombre hace la última maniobra, guarda los instrumentos de trabajo en la casucha de madera. Se echa la camisa sobre la espalda y sube dando zancadas hasta Ti. Cuando de pronto el hombre se echa a correr, ves, entre los cabelles enmarañados por el sudor del cráneo y los pesantes pies, acortarse el tórax, y abajo, a izquierda y derecha, los descontrolados corchetes de las rodillas. A nadie necesitas explicar que estás sentado junto a un depósito de arena y que observas la carrera del hombre. Tienes sólo que representarte una situación como el sobresalto que hace que Te incorpores bruscamente y que el hombre se aparte del camino. Tu cara debe ser el espejo del hombre que queda fuera de foco para los espectadores. No Te representes, sin embargo, al hombre, sino al espectro del hombre. Tanto mejor comprenderás este espectro si Te imaginas al borde del otro pozo de arena un árbol que bajo los nudos de la primera rama tiene una concavidad del tamaño de una cabeza. Soñoliento, el árbol bosteza por la concavidad. Tú permaneces donde estás ahora. No necesitas imitar los movimientos y gestos del hombre. También los espectadores permanecen en sus sitios. Tu tarea consiste en trasmitirles Tu espectro o el espectro del hombre, un espectro cualquiera. También Tu cara la necesitas sólo al principio. Detallar cada expresión sería perder el tiempo. La respuesta a lo que ves y oyes ha nacido de Ti. Todavía miras con ojos propios hacia el árbol, como si debajo estuviera la sombra que buscas para Tu tranquilidad. Todavía no has hecho actuar a Tu cara. Los espectadores deben sentirse completamente seguros para que después puedas sorprenderlos. A todas luces. Tu aspecto es todavía tranquilo, aunque algo Te amenace. Entonces miras el árbol con otros ojos. Las expresiones de Tu cara van más allá. Ahora comprendes de qué se trata. También a quienes miran presentas Tú —contra lo previsto— Tu espantosa cara. Tú saltas. Tú has saltado. Tú estás de pie. Tú muestras que no conoces ningún remedio contra la maldición. Que el hombre al costado se desliza nuevamente por la loma, mientras mudo y bestial como una abrazadera de hierro, se aferra con pies y manos en la grava. Los otros no necesitan saber qué ocurre. No necesitas pensar en ello. Te puedes permitir darles a entender algo. Mientras tanto. Tú debes permanecer en Tu papel. Así como Te arrodillas ahora, así Te quedas. También las expresiones de los que miran permanecerán a su vez como habían estado. Tú representas la espera del hombre arrodillado que nunca saldrá de la loma. Algo hay allí cerca de él, y después sobre él. No lo conmociona más ningún movimiento. El es uno de los montones de arena que los otros miran, y se pasman al ver que ahora mismo es arrojado desde la pared, mientras él, no obstante, permanece inmóvil. Tú eres la aguja del reloj eléctrico cuyos tirones miran los espectadores hasta que los ojos les arden. Tú investigas y buscas el momento de transformar Tu cuerpo informe en algún otro. Ni siquiera tienes para Ti la calma del viento. Si hablaras y además Te movieras ocurriría eso. Si guardas silencio podrías salvarte de eso. Pero si callas ninguno de los que miran sabrá qué le estás comunicando. Pero si hablas y Te esfuerzas, el hablar Te perderá.