Las avispas

Ella, la mujer del hombre, descansa en la sala que antes había correspondido a la hermana. La habitación —según se narra— es clara; la cortina es tal que no obscurece la ventana, sino que, más bien, la hace esplender tenuemente bajo el sol; pero el ropero no debe estar abierto. Ella descansa sin dormir, en el lecho; ella descansa como ella descansa; ella descansa como ella quiere descansar. Es necesario también, o no es necesario, que ella se desvista lentamente, o rápidamente, o lentamente, y, ya despojada de los vestidos cierre el entorno del lecho. Ella está acostada de forma tal que su cuerpo está distendido, mientras que, por el contrario, sus piernas están cerradas.

Ella está acostada vestida; ella ha estado vestida, excepción hecha de los zapatos, que están ahí, en la sala, tirados, con los tacones hacia arriba. Sin embargo, el cuadro da a entender que ella no atiende a cosa alguna que no sea el descanso, que de ninguna manera es habitual teniendo encogidas las piernas.

Ella está vestida. Ella descansa como el hombre, sin cambiar, hasta el momento de postura. Por lo tanto ella no se mueve. No pasa un instante sin que ella eche un rápido vistazo hacia la ventana. Ella ha colocado los brazos sobre el pecho, cruzando las manos sobre los hombros. Ella no ha colocado los brazos sobre el pecho, porque ahora sucede que los tiene ajarronados a ambos lados de las caderas; ella tampoco los aparta de sí, sino que los acoda fláccidamente junto al cuerpo y extiende paulatinamente las palmas hacia arriba, de forma que al girar las manos parece como que, mientras más abre las palmas —más claras en comparación con los dorsos— tanto más clara es la luz que reflejan en la habitación. Como sus ojos están cerrados ella duerme; o, teniendo cerrados los ojos, aparenta dormir, aunque los trémulos párpados descubran el engaño en forma evidente. Contribuye a que el descanso no sea completo el que los oídos perciban desde fuera, desde el techo, desde los travesaños del techo, ese importuno susurrar. Los dedos están secos, sueltos, bien abiertos y extendidos sobre la manta, o sobre las tablas, en el caso de que la mujer esté acostada en el suelo. Pero ella está acostada en la cama. También la cara está seca; los cabellos huelen todavía al agua de la cocina y sus raíces huelen a humo. La boca está dura o endurecida; endurecidos los labios, se cierran y levantan juntos sobre una hendidura; por dentro, donde el sol no llega, la piel de los labios estará entonces más húmeda y blanda. Esta raya costrosa que está sobre los labios, por fuera, seca y dura por la quemazón del sol, aprieta y cierra su boca, que crepita al agrietarse; sin embargo no sangra esa boca, sino que deja aparecer una nueva, macilenta rasgadura. Una raya entre las rayas ha surgido de los labios y cuelga de la boca cerrada. A todo esto, la mandíbula, que ya tiembla, trasmite su movimiento hacia arriba y sacude la granulosa piel que subraya los ojos y la fuerza a temblar; además, este movimiento golpea sobre la frente con un sudor y brillo que se extiende por los costados hasta las sienes, y, de ahí, hasta donde comienzan a crecer los cabellos, que, pasando sobre la oreja —que percibe los mínimos susurros—, tienen ya el mismo sabor que las plumas de gallina humedecida o mojadas en agua hirviente.

La boca se relaja ahora y se distiende hasta entreabrirse, y repulsa la gruesa lengua, como si quisiera estrangularla.

La mujer yace tranquila en la pieza, y duerme.

No. Tampoco NO es la palabra que ella pronuncia, porque ella no dice nada, sino que calla y se guarda las palabras, mientras afuera las avispas rabiosas zumban quejosamente.

Los labios arden; tampoco los dedos de la mujer están todavía secos; están húmedos y hondamente engarzados en la cama. Al parecer, la mujer no puede conciliar el sueño que busca, porque al mismo tiempo se estira incesantemente y se contorsiona; no suficiente con esto, tanto empuja de costado contra la otra fuerza que su cuerpo se yergue sobre las caderas, y mal y desgarbadamente se defiende con pies y manos. ¿Cómo (esto lo dejo a su cuidado) podrá ella conciliar el sueño en estas condiciones, con el murmullo y los quejidos de las avispas en la cabeza? ¿Cómo podrá descansar con los muslos tan fuertemente apretados, con la esmaltada piel de los muslos, que, muy adentro ya está resbaladiza y caliente y humedecida? También esto lo dejo a su cuidado.

En consecuencia de todo esto se llegará al punto en que ella se extenderá llanamente sobre sus espaldas y finalmente condescenderá. Está la cicatriz en su rodilla, pero ella no necesita señal alguna; ella no tiene cicatriz alguna; es solamente la piel arrugadiza, que, cuando ella comprime las rodillas contra el cuerpo, se alisa y allana. Ahora es cuestión de forcejear insistentemente hasta separarle las rodillas; arriba, apretarle contra el paladar la lengua, que tiene el soso sabor del barro; con los brazos abrirle los brazos; apretarla después cruzada contra los cantos de la cama, y contemplar así su desvalijado, riente, semblante, lleno de enfermiza curiosidad; contemplando desde arriba con toda detención, puesto que yace allí abajo, abismado y descerrajado; observar deliberadamente cómo ella eleva sus hombros apoyándose sobre los codos; cómo no falta ya mucho para que acceda; cómo, mientras tanto, ella cae sin fuerzas hacia atrás e intenta, levantando unos dedos temblorosos, asir el aire, mientras los talones (según el lugar en que esté echada) rastrean las mantas de la cama o embadurnan con sudor las tablas del piso, y cómo ella, con esta su boca, enrolla a la otra extraña con su aliento y sus agarrotados gemidos; cómo la cara, con ojos desencajados, se desmigaja más y más hasta la estupidez; cómo ahora ella, con su auténtica (no fingida) expresión, cae en el sueño, del cual solamente una vez, como al contacto con el agua, brinda su cuerpo, sin que, no obstante, salga un sonido de sus labios amoratados y cubiertos de sangre ya seca y cuarteada; cómo entonces —aclara mi hermano— brinca el cuerpo y es todavía sacudido en el aire por un impetuoso restallante temblor, que tampoco cede así porque sí, sino que aumenta y aumenta mientras el enjambre de avispas abulta zumbando en su vuelo la cortina, se apretuja contra la piel fluida y humeante, y, airada y soberbiamente, clava sus aguijones en la carne. Pero son avispas pequeñas, me dijo él, a modo de consuelo; avispas medianas, dijo; ni siquiera tan grandes como la uña del dedo de un pie; apenas como ésta, aquí, en mi mano, dijo él. Pues no tenía cariño a nadie.