El despertar del recuerdo
Entonces, dijo mi hermano, yo estaba sentado frente a la estufa, con la mirada fija en el fuego.
Era antes de romper el día, y llovía. El venía de la colina y llegó por la parte de atrás. Había subido el campo sin reparar en el alambrado, y éste le había rasguñado la cara. Había continuado el descenso cruzando los sembrados. Para esa época, el campo ya había sido arado. El barro y las ya casi putrefactas hojas caídas de los árboles se le habían adherido a las suelas durante la travesía. Paso a paso, había llegado a casa cruzando el campo. Al alcanzar la arboleda había comenzado a correr; había corrido por los pastos, había cruzado el camino, y, ya de este lado, sin dejar de correr entre pastos mojados, con los pies mismos se había despegado la almohadilla de barro de los campos que le bordeaba las suelas. Siguiendo el muro y siempre a la carrera, había llegado hasta la pila de leña. Afirmándose en sus intersticios, agachado al principio (la cabeza más baja que el cuello) y erguido después (la cabeza sobre el cuello), se había encaramado a la pila. Mientras subía, había mirado ya hacia la ventana de doble cristal y había visto algo aquí dentro; había visto algo que estaba sentado; había visto a alguien en camisón ante el fuego; me había visto sentado aquí dentro, sentado en la cama, ante el fuego.
Dijo que yo tenía puesto un camisón desgarrado en largos jirones, que estaba encogido de hombros e inclinado hacia adelante, de forma tal que la piel, más obscura, que sobresalía entre los estrechos y marcados pliegues, que partían de ambos lados de la aristosa columna vertebral arqueada y alcanzaban la parte superior de los brazos cubría de estrías mi espalda al contraste con la claridad de la tela; y tan era así, según dijo él, que, mientras más oprimía el cuerpo con los brazos y más hundía en mi carne las uñas, tanto más estiraban éstas, no sólo la tela, sino también la piel sobre las costillas.
Sin embargo yo no me movía. Con la cabeza gacha y los puntiagudos hombros tocando casi las orejas, estaba sentado al borde de la cama, con las piernas apoyadas al sesgo contra el canto del cajón abierto, en cuyo fondo estaban la pala de la estufa y algunas partículas desperdigadas de carbón; y miraba fijamente la lumbre.
Al principio me tomó por otro. Con la mirada buscó rápidamente el lecho donde él había dormido con el segundo hermano, pero estaba vacío. Largo rato miró la cama vacía. En la almohada, dijo, le pareció ver la marca dejada por una cabeza, pero ciertamente lo engañaban los reflejos del fuego que bailoteaban sobre las paredes.
Sus miradas retornaron a los ojos, de donde habían salido, y volvieron a salir y se dirigieron por segunda vez a mí.
Se fijó en las puntas de esos dedos que se estiraban hacia adelante como garras, y en las uñas roñosas. Vio la piel de la mano, agrietada por el barro seco y cuarteado. Apartó los ojos. Echó un rápido vistazo a la puerta, y su mirada se refugió en el fuego, y se quedó fija sobre las brasas, que, por el continuo cambio de viento y calma, absorbían y expelían por sus grietas y resquebrajaduras la cálida corriente de aire incandescente.
Enseguida arrancó de ahí sus miradas y regresó su cara, cuan ancha era, por sobre los cristales en dirección a lo más alto de la pared, sin que, no obstante, desde aquí dentro se pudiera oír el ruido de las mejillas apretadas contra la ventana de doble cristal.
Hizo una pausa y, por debajo del alero, miró hacia adentro. De un manotazo se asió de la cornisa por sobre la ventana, y de esa forma izó su cuerpo. Una vez ya de pie sobre la pila de la leña, se arrodilló, y, a través de las huellas dejadas por los dedos y las mejillas, me miró desde un costado por el doble cristal. En ese preciso instante yo retiraba los pies del borde del cajón para volver a ponerlos en un semicírculo (claro al principio, fuertemente coloreado enseguida por el intenso y luminoso fuego del hogar, y después nuevamente claro en la obscura habitación) sobre el colchón de paja, que crepitó como si se incendiara a su contacto. Por un momento vio entonces de lado la cabeza del que estaba sentado. Porque me conocía me reconoció.
Su mano se deslizó por el alero abajo. Cayó sobre sus talones y escondió la cabeza tras las anchas tablas medianeras de la ventana. Hizo pantalla con las manos, y, apretándolas sobre su frente contra el cristal, me miró. Mientras tanto, sólo mi cara se inclinaba sobre el calendario abierto sobre la cama vacía, pero los ojos, cuyas bóvedas él, de aquel lado, veía brillar, estaban desposeídos de visión. La postura de los brazos no había cambiado. El esperaba en ese momento ver las señales propias del sueño que se reanuda. Los dedos se deslizaron por la espalda y dejaron al descubierto su huella sudorosa sobre la camisa; los brazos, siempre fuertemente cruzados, se restregaban de abajo a arriba contra el vientre, mientras el tronco se balanceaba hacia atrás sobre las varillas del respaldo. Mientras yo miraba fijamente el calendario, mi hermano rasguñó el cristal con el pulgar. Yo no miré enseguida hacia la ventana. Mientras el se agazapaba y se tendía sobre la pila de leña, yo continuaba sentado, borracho de sueño, sobre el colchón de paja. Sólo cuando se incorporó y se apoyó con las manos sobre el papel alquitranado, sólo entonces, oí como si el sonido me llegase desde muy lejos: el chirriar de la uña que rozaba el cristal; después su largo restregarse contra la ventana.
Un pesado armario, o un arcón, fue empujado sobre un suelo de madera. Giré lentamente la cabeza y miré resueltamente en esa dirección, mientras mi hermano limpiaba con el puño el vaho de su jadeante aliento sobre el cristal.
El persistió en sus movimientos.
Yo miré, según le pareció, hacia la ventana, y el me miró. Yo tomé aliento y mi cara se contrajo, pero no porque mi vista se hubiese posado en él, sino porque todavía prestaba atención al armario que resonaba. Por lo demás, los ojos, cuyas pupilas estaban directamente orientadas a el, se centraban interiormente en el susurrar del conducto auditivo.
Ya esa mañana, dijo mi hermano, con mis párpados convulsionados, tenía el aspecto de un ciego.
De lo que estaba al otro lado de la ventana, yo solamente tenía conciencia de un cielo obscuro. Con los pedazos de las manchas completaba los álamos, y, al fondo del campo, sobre la colina, como límite con el cielo, el prado; sin embargo no veía la cabeza del hermano, que, sobre el borde de la ventana, acechaba mi respuesta.
Transcurrido algún tiempo, volví a levantarme, contó él. Contra lo que era de esperar, no me dirigí hacia la ventana sino hacia la puerta, en dirección opuesta a la ventana. Solamente en la casa podían haber movido el armario; me parecía que el ruido provenía de la habitación de la hermana. Rápidamente descorrí el pestillo de la puerta.
La otra mano, la que se había cerrado como un latigazo sobre el picaporte, al ceder la puerta hizo ademán de abrir un agujero en el corredor.
Murió la calma, aplastada por los crujidos de la madera y los chirridos de las bisagras; se quebró entre las estridencias del pasamanos de estaño de la escalera; la puerta sonó contra el pasamanos, fuerte, menos fuerte y quedamente; la madera se lijó contra la madera. Después llovió y volvió a mí la calma. Yo traje a ella y a la obscuridad un nombre, un nombre, que apenas pronunciado, no pude ya más comprender. Mi hermano reconoció el timbre de la voz que clamó. Qué era, qué dije... no pude saberlo; rasguñó otra vez la ventana exigiendo respuesta. Paralizado, ya no más dueño de sus movimientos, permaneció en su sitio, sin apartarse de sus ojos, que se esforzaban en fijar la mirada.
Traspuse el umbral, y el frío del cemento hizo que mis pies descalzos se sintieran por primera vez descalzos, y grité varias veces su ininteligible nombre; grité entonces más alto el ininteligible nombre del otro hermano desaparecido, como si el cambiar de lugar un armario fuese ya la señal de su retorno.
El no pudo ver que yo, de puntillas y tanteando la pared del corredor buscaba con la punta de los dedos el interruptor. Vio sin embargo a la gata, que, entre ganchos y palas, se había acurrucado bajo la escalera y que, a causa del rasquetear de mis dedos, había levantado la cabeza, y, al levantarla, se había despertado. Me di cuenta que no oía el zumbido del contador.
Lo que en primer lugar saltó a mi vista en el corredor fue el barro seco, cuyas huellas, de este lado del portón, sobre el sendero de cemento, disminuían, en comparación con el creciente número de los pasos dados más hacia adentro, y enseguida me fijó en los lugares donde la noche anterior, de regreso a casa, mi padre había asentado con fuerza los pies, llevando en el puño que apoyaba sobre el cabestro la linterna de establo para la infructuosa búsqueda; en los charquitos dejados por sus botas, que todavía brillaban en los bordes por la mica del arroyo y que llegaban hasta mi puerta y (después de haber yo abierto ante su golpear, bramar y volver a golpear) entraban en mi pieza y llegaban hasta debajo de la pantalla de la luz, que oscilaba por la corriente de aire, desde donde mi padre, mientras yo estaba tranquilamente parado en camisón, recorrió con la vista toda la pieza, en la que excepto yo, no encontró a nadie, de modo que no tuvo más que estarse un rato en el halo con su superhendionda linterna colgando desganadamente de la mano.
Me fijé entonces en que allí los tacones de sus botas habían quedado fuertemente impresos en una apreciable cantidad de barro ya seco del arroyo, que tenían debajo.
La gata se desgañotaba maullando hacia la ventana.
El ruido me arrancó del corredor y me hizo volver a la pieza; tras los vidrios vi la cara de mi hermano, y porque lo conocía lo reconocí.
Tu piel estaba mugrienta, le dije, y amoratada por los rasguños de! alambrado.
Cada vez que intentaba fijar la mirada, las saltarinas imágenes del fuego, sobre el que había sostenido largamente la vista, me desdibujaban tu rostro.
Mientras tanto, la nieve, que había sucedido a la lluvia, empezó a producir en la habitación una creciente claridad que seguía el impulso de las ráfagas de la nevisca. El no me hizo seña alguna. Tampoco yo le hice señas. Sin embargo supimos entre los dos que uno de nosotros veía al otro. Yo miraba esa cabeza colocada delante del campo y que parecía tan cercana a el como si la estuviese mirando con un largavista.
Sin mover los ojos, que me miraban fijamente desde ese lugar, se hundió rápidamente al saltar sobre la pila de leña. Cuando comenzó el movimiento, sus ásperos mechones se elevaron por detrás de su cabeza, en la nuca, y volvieron a caer, aun antes de que su cara saliese de mi ámbito visivo.