El hombre de la bolsa marinera

Debe haber perdido este ómnibus. Antes de llegar al lugar debe haber visto cómo el ómnibus partía. Debe haberse parado y observado la partida del coche. Seguramente no corrió. Ni siquiera debe haber prestado atención a la partida del ómnibus. Debe haber caminado por la ciudad con la cabeza gacha, persiguiendo con la punta de los zapatos su propia sombra. El conoce esta ciudad. Ha estado aquí con frecuencia. Seguramente no ha olvidado las calles. Tampoco debe haber olvidado la salida de la ciudad. Camina por la ciudad sin preguntar a la gente por el camino. Debe haber andado en silencio por la ciudad, sin ponerse el sombrero, contoneándose según la bolsa se agitase a un lado o a otro. Quizás alcanzó las afueras de la ciudad antes de tiempo, y, con el brazo apoyado sobre el puesto de la leche, aguardó por el carro lechero. Hace mucho tiempo que conoce al conductor del carro; muchas veces fue a la escuela sentado entre los tachos, usando como almohadón —si no miente el relato— la cartera escolar. Como esto fue mucho tiempo atrás, el conductor seguramente no lo reconocerá; de todos modos tendrá que parar para recoger los tachos y cargarlos en el carro. El ayudante del conductor ayudará al conductor; el hombre de la bolsa marinera observará a ambos durante su trabajo. El hombre no conoce al ayudante; tampoco el ayudante conoce al hombre que, con el pie sobre el tablón más bajo del puesto de la leche, mira en silencio cómo ellos levantan los tarros sobre la planchada del carro. El conductor tranca la puerta trasera; al mismo tiempo, el ayudante del conductor empuja por encima de sus rodillas, hasta colocarlos en el puesto, los tachos vacíos que estaban en la calle; bajo el inquieto moverse de las miradas de los otros, el hombre de la bolsa marinera permanece mientras tanto en silencio. El conductor ocupa el asiento delantero; el ayudante salta al carro por el otro lado. Mientras este se limpia en los pantalones la leche que tiene en los dedos, el conductor saca los brazos de la chaqueta; no la cuelga, sin embargo, tras de sí, en los ganchos, sino que, como se le desliza libre por la espalda, él se apoya con fuerza contra el respaldo y ajusta el bulto que hace la tela de la espalda. Ya se lo hemos visto hacer muchas otras veces. Después da un toque con el brazo al ayudante; el ayudante lo mira, el conductor, sin mirar al hombre, arquea las cejas; entonces el ayudante mira hacia el hombre. iEh!, interpela lacónicamente el ayudante al hombre. El hombre menea la barbilla y sonríe; se acerca; el ayudante le abre la puerta; el hombre sube; coloca la bolsa marinera entre sus rodillas. Antes que sea la hora, parte entonces con el carro lechero. Se sienta en silencio junto a los otros dos; con la cabeza caída sobre el pecho, algunos minutos después está durmiendo. Por la mañana, la cabina del coche no habrá estado hirviente como ahora. El carro para en cada puesto; el conductor y su ayudante colocan los correspondientes tachos, los pasantes que pasan ante la cabina abierta de par en par no dejan de notar la presencia del hombre sentado derecho. El ha cerrado fuertemente los puños apretando el cordel de la bolsa marinera. También ha cerrado la cara.