Camino a casa

Aunque va por la mano derecha por la calle derecha, en la debida dirección, insiste en pensar que está extraviado. Las voces de los que saludan y que él nota que devuelven el saludo lo alivian un poco. Si es saludado quiere decir que lo reconocen, y mientras lo reconozcan no puede estar en territorio desconocido. Se replica a sí mismo que sus preocupaciones son ridículas, y se ríe de sí mismo, y tantas veces se sentirá angustiado cuantas alguien lo adelante sin decir nada. De ahora en más será el primero en saludar a todos. Cuando percibe los pasos tantea y escoge en su interior las palabras adecuadas a las circunstancias para saludar y las extrae como quien se quita el sombrero. Su solicitud lo reprime a veces de tal manera que se queda respetuosamente en silencio cuando querría saludar; la lengua le desparrama las letras y bloquea la salida a las palabras. Entonces no le queda más remedio que apretar el puño por intermedio del brazo y por intermedio del puño el timbre, que chilla de una forma extraña. El suelo le arde bajo los pies. El se anima; se contesta nuevamente a sí mismo que no está corriendo ninguna aventura, y si corre una aventura no necesita preocuparse por nada, porque, en verdad, que hay lugares que... piensa, mientras va distribuyendo sus palabras al compás de sus pasos.

Toma a mal su sospecha, mientras con la punta del zapato oprime desdeñosamente el pedal. Maldice desagradable y suciamente sus manos que lo llevan allá a tierras inhóspitas, y ultraja e injuria con atroces palabras el nombre de su familia. Pero no sucumbe a sus pensamientos, como habitualmente hace. Mientras reflexiona frunce el ceño. Incansablemente se pregunta con minuciosidad dónde se encuentra en ese momento, y se abandona a su experiencia; nombra hasta los números y las chapas con los nombres de las calles para estar seguro del camino que sigue. No conoce ningún otro. Resulta entonces que le faltan las palabras y las ideas para aquello que está relacionado con él. Debajo de él hay pies que se arrastran sobre e! pedregullo. Un puño maneja el manubrio de una bicicleta; otro puño golpea un bastón en el cordón de la calle. Le ocurre nuevamente como a uno que ve pero al que le han puesto los ojos hace apenas unos instantes. No se encuentra cómodo y le preocupa no errar el camino. Solamente tiene la bicicleta en que confiar mientras va trepando por el costado de la calle. Tiene la impresión de ir por un pantano correntoso o por el desvío del lecho de un río. Se le ocurre que para los dedos de los ciegos —cuando aprenden— los ríos del mapa están marcados en relieve sobre el papel; que están cubiertos por una veta de grueso limo, de modo que los tanteantes dedos pueden seguir su curso desde las nacientes hasta su desembocadura en el mar; también los límites de un país están marcados con una veta vidriosa. Muchas veces los dedos han confundido aquellos con estos cuando él no ha sido capaz de distinguir los ríos de los límites.

Maldice su memoria que le hace olvidar lo que le rodea, puesto que ahora no le importa un bledo ningún mapa sobre el cual, a pesar de su sombra que entretanto se ha agrandado, él no sería ni siquiera una cagadita de mosca, sino que son sus pasos lo que le atormentan, los que conoce sin reconocer y que llama sus pasos. Sus pasos lo empujan cada vez con mayor frecuencia junto con la corcoveante rueda delantera que se atraviesa en dirección al pasto. Esto lo enfada, además, a causa de su ropa limpia, que él acostumbra a cuidar; por esa razón procura mantenerse apartado del oxidado cuadro. No bien el pedal roza su tobillo es anatematizado como pérfido, y con mayor vehemencia y magnificencia que su padre maldice el succionante deslizarse de la cadena contra la estrella.

Si se sienta no podrá levantarse más, pero si sigue camino adelante éste lo aniquilará. Prefiere andar, puesto que si se detiene la fuerza de la gravedad lo hundirá en la tierra.

Una frase crece en su mente, consecuente o inconsecuentemente, según haya él empezado consecuente o inconsecuentemente: En el pozo para apagar la cal; yace en el pozo, hay arena depositada en el pozo; él reflexiona qué importancia puede tener esta frase. Después, entre las palabras aparece la pieza (en la que pronto estará), pero no como una palabra, sino más bien como una imagen de la habitación, con el calendario de una compañía de seguros en la pared, a lo que él añade arriba, en la gotera, las endurecidas manchas de cal que todavía faltan en la imagen. Pronto estará ahí. En una actitud cualquiera se sentará ante la ventana bien cerrada. Aunque conoce varios destinos, solamente cuenta éste.

El estará allí. De pronto le asalta una duda al respecto, aunque se diga que nada le amenaza, porque las cosas serán como él se las represente en su interior, y porque él no puede cambiar nada. Aunque fuese a otra parte tendría antes que estar seguro de su destino y determinarlo. En caso de no ir a ningún lado tendría primero que estar seguro de que no va a ninguna parte; siempre tendría primero que estar seguro de a dónde iría y dónde estaría, y tendría que pensar: Yo estaré allí. Y si él fuese allí haría siempre los movimientos premeditados, oiría lo preoído, se imaginaría lo preimaginado. Podría ser de otra forma solamente si fuese a un país extraño, un lugar desconocido e inhóspito, del cual no tiene noción y del que nunca todavía ha sabido nada, ni por relatos ni por descripciones. Así es que él va solamente a casa y sabe lo que le espera. Allí el almanaque colgará en la pared. Cuando él cierre la puerta se moverá a causa del golpe de aire y raspará el encalado de la pared. Este ruido de una lima sobre un cartón lo conmoverá hasta los tuétanos.

Que él estará en esta pieza es algo que no puede comprender.

Intenta andar acompasadamente, así como respira acompasadamente antes del sueño para poder adormecerse y dormir. El decurso del andar, reflexiona él, determina también el decurso de los pensamientos; si anda acompasadamente permanecerá con la mente en el lugar por el que anda, y así no divagará por otros lugares. Pero si tropieza o apura el paso, o la rueda, vacilando, lo arrastra consigo al pasto, perderá la mesura de sus pensamientos.

Los pies se entrecruzan. ¿Cuál es de qué pierna? La mano izquierda no sabe más lo que hace la derecha. Como si hubiese olvidado cómo moverse, habla con indecisión. Como si estas cosas (quiere significar la arena en el pozo y el almanaque) tuviesen alguna relación entre sí.

Reordena sus pensamientos llevando apoyada la temblorosa mano en el sillín, y marca a sus pies el ritmo de acuerdo con aquellos. Pero como todavía no sabe si entrar o salir, suelta la bicicleta para tener un pretexto de inclinarse y hacer como que trabaja en eso. El ruido que hace la bicicleta antes de caer será llamado crujir; el ruido de las ruedas que todavía giran, zumbido; el ruido del choque contra el cordón, estruendo. Ahora tiene la oportunidad de hacer un alto. Pero como continúa de pie, se dará cuenta de que pronto tendrá que dejarse caer, de otra manera nunca podrá dejar de estar en pie. El es un hombre fuerte; tiene la fuerza suficiente para arremangarse y, colocando la mano derecha sobre el hombro izquierdo, como un distintivo, cargar el cuerpo hasta el puesto de la leche. Mientras tanto deja la bicicleta a cargo del pasto, al lado de la calle.

Habitualmente los tachos están sobre la tarima, pero ahora este puesto está vacío. No se pone de acuerdo consigo mismo sobre si debe sentarse sobre la tarima o abajo, entre las estacas cruzadas que la sostienen. Antes de que se haya decidido se le manifiesta la debilidad del cuerpo, cuando ella lo libera de las articulaciones, le hace caer la cabeza sobre el pecho y lo impele hacia los puntales. Para construirlos se habían usado listones de desecho de un aserradero en cuyos cantos la mano puede percibir todavía los restos de la corteza.

Está sentado oblicuamente en su refugio, con la tarima por encima de la cabeza. Arriba, donde habitualmente se colocan los tachos la madera está astillada y perforada; como ametrallada. El desea intensamente recostar la espalda en uno de los puntales; quizás haya allí un lugar donde el sol no pueda alcanzar su cara; no obstante, teme que cuando se ponga a buscar un sostén detrás de él, las fuerzas puedan abandonarlo por completo, y de este modo pierda el control de su cuerpo y caiga al otro lado. Quien está cansado, cuando se sienta estira las piernas, de modo que la sangre pueda circular por ellas; así lo hizo también él estos días: en su habitación, en la antesala de un cine, en la sala de proyección de! mismo cine, se sentó con las piernas estiradas. Pero ahora las cosas se dieron de tal forma que al meterse entre los listones, o bien olvidó o ya no estaba más en condiciones de extender las piernas al hacer el movimiento para sentarse. Puntiagudas y gibosas están ante él. Abajo, en los zapatos, con forma de una letra un poco abierta. Empujarlas hacia fuera sería el gesto normal, sin embargo él está tan cansado que ni siquiera puede estirarlas. Las plantas de los pies le pesan como si éstos estuviesen engrillados y fuertemente atornillados en la tierra.

No está enfadado por su debilidad; piensa, más bien, simple y torpemente, que por el hecho de que ríe, podría arrojarla de sí a risotadas.

Y ciertamente ríe a carcajadas hasta marearse.

Pero su cansancio no es, como había pensado en un principio, algo que él tiene y de lo cual puede por lo tanto liberarse por medio de alguna actividad, como por ejemplo, reír, sino que proviene de algo que lo ha abandonado: es una carencia, piensa para sí mismo con preocupación. Al abandonarlo las fuerzas lo ha abandonado el medio ambiente.

Ya varias veces le ha atacado hoy el mareo; ahora, cuando su cabeza con los dientes de arriba que sobresalen, cuelga del cuello hacia adelante, piensa, mientras cae y no deja de caer y mientras siente el viento de la caída en las desgarradas cuencas de los ojos, piensa también en todos esos mareantes derrumbamientos que le hicieron caer silbando la cabeza sobre el pecho.

Se toma el tiempo necesario para respirar, para proteger su cara, si bien agacha malhumorado la cabeza bajo la tarima de la leche; el aliento aspira nuevamente el cráneo hacia arriba y lo golpea contra uno de los puntales. La corteza de los listones que lo roza le hace un mal efecto; no obstante ya no está en condiciones de exasperarse; es este imponente entarimado de la leche lo que lo ha hundido en la fatiga; estúpidamente se acuerda de las estaciones de un juego infantil que comienzan con el cansancio; se representa en su imaginación algunos gestos de brazos y piernas convulsionados, que pasan de la flexión al estiramiento horizontal y encarnan el proceso del juego; ha olvidado las reglas, o está demasiado desganado para reordenarlas. El sabe que no puede olvidar.

Se representa otro juego; los niños están parados en los sectores de un círculo sobre la tierra, los sectores representan los países y estados, y cuando los niños eligen los nombres prefieren los de los grandes imperios mundiales, como si eso les augurara suerte en el juego. En una mudanza uno declara la guerra a otro, tras lo cual aquél a quien se ha declarado la guerra detiene inmediatamente la marcha del círculo. Su grito es la señal de esperar lo que él va a hacer. Se echa en su territorio boca abajo, sin que le sea de ninguna manera permitido traspasar los límites con los dedos de los pies, mientras en su posición de echado estira los brazos para procurar tocar a uno de los otros; entonces exige del que ha sido tocado una paz forzosa, que supone una partición del país en beneficio del vencedor; caso contrario será atacado con medios más duros, porque ya no se puede permitir por más tiempo que se siga faltando afrentosamente el respeto desde cualquier punto de vista a la soberanía del territorio nacional acorde con el derecho de gentes; además se recomienda seriamente abstenerse de Ingerencias en los asuntos de orden interno del Estado.

No evoluciona más sus ideas; mientras más las desarrolla más profundamente se pierde en ellas, y su diálogo consigo mismo o con quien fuere termina siempre en desorden y caos por las consabidas disgresiones. ¿Qué le falta, en realidad? Tiene suficiente con su pasar; su vida se desliza por sendas seguras. Está sentado bajo este entarimado de la leche y se obstina en su hipotético destino. ¿De qué puede quejarse? ¿Por qué hace rechinar los dientes tan tozudamente? Mañana también será un día. También pasado mañana. ¿Por qué se acurruca bajo el entarimado de la leche con su amarga expresión cadavérica?

Se hace a sí mismo un llamado a la cordura al tiempo que se pasa la mano por la frente. Después se alegra mucho de haberlo logrado. Ahora se agacha un poco y también esto le sale bien, y pasa y repasa la mano sobre la tierra firme; explora y conquista con los dedos un montoncito de pedregullo, una piedra circular, chata, en el montoncito, una caja carcomida por la lluvia que sobresale del montoncito; vuelve así a reconquistar el mundo; lo que toca y oye le ayuda en su reconquista del mundo, del que se había alejado con pérdidas.

A veces le ocurre como si pudiera mezclarse con la gente y decir algo; frecuentemente sucede que lo ataca una suerte deplorable con muchos seres vivientes; se metería entre ellos y los convencería echando rayos y centellas; no obstante la suerte le cierra la garganta, de forma tal que sólo puede murmurar y berrear. El se da cuenta de ello. En ocasiones, cuando cree que no lo observan, se toma la cabeza y se tapa los oídos con los dedos. Entonces se oye a sí mismo hablar en un lenguaje no corriente y escucha asombrado esa su propia voz. También por esto puede alegrarse.

Padece y no padece bajo los tablones. Sin sudar, está bañado en sudor, como si algo lo forrase a no permanecer quieto y en ese sitio, sino a moverse e irse. Sin embargo, se conforma con su desvalimiento, o engañándose a hacer como si reflexionase. Sin embargo este engaño no le sirve de nada. Algo lo incita incesantemente a alejarse de allí.

Este no es el único camino por el que una persona podría pasar ante él.

Intenta una cosa y la otra. Pensar en la bicicleta que todavía tiene que llevar desanima su voluntad. Trata de ordenar sus enmarañados pensamientos; querría hablar y hablar; querría preguntar si algo parecido le sucede a algún otro. Frecuentemente le choca el hecho de que muchas veces toque las cosas y no pueda llegar a estar seguro de qué son; cuando les echa mano se les escurren y se defienden y se atrincheran tras una pared de mutismo por la que no puede pasar ni oír; entonces son las cosas que repentinamente echan abajo la pared y le agreden; primero el agua que tocó no es agua, y las palabras que dijo no las dijo a la gente sino a sí mismo, pero ahora estas cosas son las que lo agreden y asaltan por sí mismas y se comportan con él de forma tal que, si bien él las fuerza, no puede protegerse contra ellas, tal como si fuese un recién nacido.

Lo que le atañe solamente a él —piensa cambiando su diálogo consigo mismo— le da igual; aquello de lo que quisiera hablar es algo que él considera está destinado a una mayoría.

Una vez en la calle vio a alguien que caminaba detrás de él.

Los tiempos lo confunden. El pasado —sentencia otra vez para protegerse— está muerto.

Una vez, un día domingo, vio a uno ir por la calle. El viajaba con su padre en esa dirección; el otro pasó al lado de ellos; el chico vio ondear y golpear los pantalones entre las piernas de aquél. Habían viajado al pueblo con la calesa. Pero durante el viaje de regreso seguía viendo todavía a ese hombre ir hacia allá, por la calle, con sus pantalones que flameaban, y preguntó a su padre, y su padre le respondió. Tenaz e incesantemente ese hombre estuvo caminando por el campo ese domingo. Ahora piensa que esto merecería ser conversado con alguien; cómo un hombre caminaba pertinazmente por el campo con sus pantalones ondeando; arrancaría con las uñas sus palabras para poder derruir ese muro sordo y mudo. Tomando conciencia de su situación consigue sofrenar sus desbocados pensamientos. ¿Dónde está? ¿Qué cosas tiene por delante? Procede severamente consigo mismo. En noviembre a esta hora es ya tan obscuro que uno no puede ver ni la mano puesta ante los ojos. Tampoco ahora puede ver la mano puesta ante los ojos. A causa del sudor sus manos tienen el olor de las melotontas, de las orugas —se corrige— de frescas, húmedas crisálidas. Una vez olió así una bolsa, o fue el olor de la nieve derretido en la bolsa lo que recuerda, o fue el olor a barro del hermano ahogado; también podría haber sido el olor de la arena desprendida de la loma en el pozo de la arena cuando creyó encontrar a sus hermanos aquella vez que andaba buscándolos y olió las manos que hurgaban.

Cavila. Una vez, otra vez —cae en la cuenta— vio a la madre ir por el camino, allá muy abajo, y detenerse. Su madre remontó el camino y se detuvo y se quedó así tal como se había detenido. Sólo después, con la cesta llena de pasto adelante de su cuerpo, después de reducir las distancias con sus ojos avizorantes más allá del cerco entrecortado, de un principio y desde lejos partió de ese lugar con pesantes zancadas, por así decir, cuando desde la indefinida planicie posterior ganó terreno visiblemente con su cuerpo, por así decir, y cual papel matamoscas se desprendió del horizonte, y con sus entonces eficientes zancadas se iba acercando fue una vez alcanzada por un rayo desde el claro cielo, rozada por un trueno, repelida por una cuerda, de modo que él tampoco pudo ya creer en sus ojos.

Con una sacudida el aire se transformó en hielo y congeló a la madre. El reflexiona en los movimientos de aquel detenerse y los enumera; ninguno de ellos hizo la mujer en aquella ocasión; no adelantó la pierna ni descansó la cesta sobre las rodillas; más bien se podría decir que la cesta no traspuso ninguno de los límites de su cuerpo inclinado hacía adelante; un momento antes ella había agitado la cabeza en un movimiento circular, quizá para espantar una mosca de la cara; en este loco movimiento se transformó en piedra. El no la llamó. Lleno de curiosidad dedicó sus ojos al estar parada y quedarse parada de su madre. Era para él como si, un miedo o alguna conmoción hinchase y pintase de negro a la mujer. ¿Qué peligro puede haber amenazado allí abajo a la madre? ¿Habrá percibido algo funesto? ¿Habrá visto algo? En términos generales aquel entonces es descripto como tiempo de paz, si bien los hombres como se dice, se envidiaban por un pedazo de pan, puesto que frecuentemente estaban sin trabajo; sin embargo convivían así, casi sin leyes y jueces relativamente bien. Algunos se alimentaban de la miel que destilaba de las encinas; los ríos fluían de la leche de las mujeres ahogadas.

¿Cuántas veces los párpados humedecieron sus ojos antes que su madre agitara nuevamente la cesta y volviese la cara hacia algo que él no pudo divisar? En aquel tiempo llevaba a su hermano en el corazón. ¿Qué puede haber inquietado así a la madre en ese pacífico camino? ¿De qué fue ella testigo en esa ocasión? El tira de una caja de entre el pedregullo; con ella puede distraerse hasta que vuelva a tomar fuerzas. Muchos pasan o andan paseando por la calle; algunos lo saludan amablemente, mientras está ahí acurrucado bajo el entarimado de la leche; otros lo ignoran intencionalmente; sin embargo ninguno se le acerca y se inclina hacia él con un poco de buen humor y abre la boca para hacerle alguna pregunta. Muchos aprovechan del ya cercano anochecer, cuando el aire vuelve a ser puro, para reponerse de las fatigas del día. Todos ven bien que él esté sentado bajo los tablones; les parece que ése es su lugar adecuado. Entre los turgentes ruidos, distingue la catarata de los autos que marchan a toda velocidad. Está asombrado. Este es el ruido de los frenos, éste el ruido de la palanca con la que la mano baja los frenos. Puede ser, puede no ser, obstinado en la acechanza; se aprieta contra los tirantes y hunde las manos entre las rodillas para que nadie lo descubra. Es sin embargo la ya descrita mujer del hacendado que regaña al perro con una voz airada y con otra le dirige amablemente sus preguntas sobre la salud y el estado de los padres. El se muestra útil informando que probablemente sus padres estén gozando un poco del aire del anochecer. Lo mismo que su marido, ella lamenta su ausencia. La despedida es fría; tampoco en otras ocasiones se había interesado mucho la mujer por su bienestar. Por lo demás, él no la conoce; se descuenta que tampoco ha conocido al hombre. ¿Cómo ha podido arreglárselas para darles una respuesta? El se encuentra aquí en un terreno inexplorado. Está en el extranjero. El descontento por su poca presencia de ánimo y la fuerza centrífuga de su entumecimiento entre los tablones lo hacen levantarse y pararse sobre unos pies que no son más los suyos.

Al volver la mano ha encontrado la bicicleta. Mientras repasa las máximas que podrían servirle de ayuda, le acucia nuevamente la prisa. Le falta solamente un corto trayecto del camino. Entretanto los pensamientos le aceleran más y más la marcha hacia adelante. Ve su cuerpo como muerto, estirado sobre el lecho. Por la noche no se puede saber si a la mañana uno podrá despertarse. Se imagina un adoctrinamiento en la religión y una pintura del adoctrinamiento por medio del adoctrinamiento mismo. Una vez se sentó desprevenidamente a cenar a una mesa bien servida, justamente en estos contornos, un padre de cuatro hijos, que gozaba de buena salud; sin embargo al amanecer los hijos no lo encontraron ya entre los vivos; a todos les puede ocurrir lo mismo. Por la noche, después del adoctrinamiento, estaba acostado en su cama como sobre ascuas y se comía las pequeñas plumas del plumón que lo cubría; los cabellos se le pusieron como una montaña y uno a uno le pinchaban en el cuero cabelludo.

No obstante, ahora podía tomar aliento; los extraños pies le son de utilidad. Podría, sí. Ya no puede más desenvolverse en el lenguaje extranjero. Como si fuese su sombra, persigue las palabras que pasan por él sin entender una sola; procura dominarlas, pronunciándolas impotentemente y recurriendo a la familiaridad de su sonido, sin embargo le suenan tan sin sentido en la cabeza que resiste; para su coleto, compara la huida de las palabras con la huida de las ratas.

Después de una noche de lluvia, los sapos muertos yacen en la calle. El martillea en su interior esta frase y contiene con ella las otras palabras. A veces duda si lo que esté bajo sus zapatos es un sapo o bosta pisoteada. Los días de fiesta el barrendero hace descansar su pala; al otro día le resultará molesto raspar del asfalto los sapos resecos y cargarlos en el carro. De noche se puede verlos a la luz de los faros de los autos saltando sobre el asfalto con los pesados saltos con que la naturaleza los ha puesto en camino, que, dado el sinnúmero de sapos, son innumerables. Su aspecto, cuando aplastados y reventados están diseminados por aquí y por allá, se asemeja al de un escalador de montañas en una pared vertical. En muchos cuadros aparece el brazo derecho del hombre agarrado a una hendidura por arriba de su cabeza; el izquierdo, en diagonal respecto del derecho, busca un soporte para el cuerpo que se filtra por los pies; una pierna está flexionada en la rodilla y levantada hacia el estómago, la otra patalea libre en el aire sobre el asfalto, que, después de la lluvia, los faros de los autos hacen espejeante y abismático; la pared rocosa es vertical; todavía cuelga el hombre de la pared rocosa; el aliento hincha y deshincha la garganta; en la emergencia rastrilla con el pie un pedregullo de la roca, que asusta a los pájaros dormidos, de forma que aletean en sus nidos chillando y graznando. Cuando lo envuelve nuevamente una luz se yergue y lanza de su nudosa boca el bronco grito que es el preanuncio de lo que sucederá con él.

El caminante con su bicicleta es sorprendido en estos pensamientos por otros que no le agradan. No es cuestión suya maldecir de tal forma el natural desarrollo de los acontecimientos, porque la bicicleta se le escapa.

Acomoda su paso a los saltos y a la prisa de las palabras que vuelan. Con mayor velocidad, piensa para sus adentros, vuelan las langostas en los días cálidos por encima de la calle. Aunque ya no le asustan el frotar y el crepitar de sus alas, no puede quitarse de la cabeza la idea de explicar por qué ellas obedecieron estas leyes; el recuerdo de un pastoso y verde campo en ruinas de langostas le asalta de repente. Las cabezas aplastadas e incrustadas en la calle y los cuerpos que de ellas emergían ilesos lo fustigan aguijoneando en él una sagrada y justa ira que le pincha en un costado y le ahueca el diafragma como tras una larga, liberadora risa. El golpe de aire de un auto reanima los retorcidos cuerpos de los anímales: las langostas y los desencuadernados sapos y los levanta y los abanica; los que no están pegados a la calle con su carne y sus jugos corren, ruedan, se bambolean y se persiguen unos a otros impresionantemente rápido en la resaca que el auto va produciendo detrás de sí.

Por el ruido de los autos, piensa, puede muy bien hacerse cargo por medio de las orejas del lugar por el que va. En la barandilla de un pequeño puente sobre un pequeño arroyo, el ruido de la corriente producida por la marcha y del aire desplazado por el auto se rompe contra los gruesos barrotes de la baranda hasta parecer el bombeo de un pequeño tractor que asciende una colina. Los sonidos se estrechan, se liman, al pasar por entre las cosas y se liberan nuevamente; asimismo, piensa él, el sonido del agua que pasa entre dos rocas es distinto del sonido de la misma agua en el ensanchado lecho del río después de esta garganta.

El se defiende contra los saltos de sus reflexiones. Por el ruido de los autos podría entonces conocer uno, se dice a sí mismo, si pasa por un pueblo, entre las paredes de las casas, o si se encuentra en campo abierto, sin construcciones; podría distinguir los edificios de madera, como granero o paradas del lechero (entarimados para la leche) de las viviendas con paredes de material sólo por medio del oído; en la ciudad las calles resuenan distinto que en un pueblo. Si se prescinde de la ayuda de los ruidos de los coches (también es dable pensar que por una situación de emergencia o por alguna disposición dictada para un caso especial se les prohíba, o que simplemente no puedan circular por la vía pública), en ese caso el caminante podría recurrir a los ruidos de los propios pasos. Esto da resultado y logra su objeto cuando el aire es frío y trasmite bien los sonidos, de modo que aquél pueda determinar su entorno por medio del eco y del alcance de los ruidos. Otra cosa es en un día como éste, en el cual lo audible llega, a causa del bochorno, a su oído como en un sueño. No puede distinguir ninguno de los ruidos. Como además ha perdido su camino entre los pies extraños, no está en condiciones de decir por dónde se desplaza. Camina por una calle o por un camino del campo, por una ciudad o por un pueblo, a campo traviesa o por un barrio cerrado, descalzo o con zapatos polvorientos; él va por donde él cree que va; a causa de él, él va sobre piedra y con bastón.

La reflexión le enmaraña el rostro y enreda las piernas, de modo que está solo, colocado sobre esta bicicleta, que ahora le resulta simpática. Ya todo el tiempo en camino ha venido maldiciendo de su hermano, y malhumorado le reprocha su mal proceder. No ha pasado mucho tiempo, y ya no puede distinguir más entre mío y tuyo; debajo de él han andado pies, dedos han echado al hombro una bolsa marinera, labios han susurrado palabras extrañas; él se ha hecho creer a sí mismo que de ahora en adelante su cara no estará más marcada por la ceguera; él se representa a sí mismo como vidente. El ha sido arrogante, ha sobrepasado las medidas y se ha perdido en las alturas, de modo que ahora no puede ir ni para atrás ni para adelante; se pide, inclusive, explicaciones con toda seriedad, mientras maniobra gruñendo el manubrio de la bicicleta; después vuelve a burlarse taimadamente de lo que se le ha achacado, al par que habla de lo que se propone. Por lo tanto él dice. Su hermano ha dicho.

Entonces no oye a nadie pasar por ahí y decir. Por distintos indicios nota que está en el camino a su casa. Inconscientemente ha acertado con el camino a la casa al hacer saltar a un lado la bicicleta. Desde el corredor, por entre la baranda torneada, una mirada avizora podría muy bien distinguirlo. ¿A qué casa va? ¿A qué clase de casa va? Va a la casa de su padre, a quien el registro de la propiedad, en el correspondiente número de inscripción reconoce como propietario del inmueble por derecho propio ante la opinión pública; el hijo, en consecuencia, tiene por nacimiento el derecho de cruzar el terreno por este camino privado. Inclinado sobre la bicicleta, se desplaza por las tierras del padre. La llave del portón debe estar en el bolsillo. Sin embargo, él hace retroceder los dedos que iban a introducirse en el bolsillo; la llave que la mujer le pasó en el auto estará ahí dentro cuando él le eche mano; reserva para sí lo que teme; no deja hacer a los irreflexivos dedos. Como todavía no oye ningún ruido, comienza a desconfiar de su oído. Menea la cabeza sin que, desde luego, los ruidos se enmienden. Como primera medida, podría agazaparse detrás de la bicicleta.

Cuando deja de nevar (se imagina él la historia), al que llama se le hielan los gritos sobre la lengua. En aquella ocasión estuvo de la mañana a la noche errando sobre la nieve en un páramo, y buscaba a su hermano llamando y mirando.

Enumera los lugares donde ha estado. Son tantos que sus nombres se diluyen en su memoria. Apresura el paso. No oye nada.

Empieza a correr con la bicicleta. Según la relación, la misma noche en que perdió la vista, el hermano habría vuelto a casa. Fue un sábado. Entre el pueblo —recuerda— se ha conservado la costumbre en las granjas de barrer el patio de adelante. Pero aquel día había nevado. Semejante dificultad deja sin vigor una costumbre. Además, es dable imaginar otro suceso que pueda interesar más a los habitantes de una casa que barrer el patio. Su hermano había entonces vuelto en la obscuridad y había barrido la nieve, afuera en el patio. Como en todas las habitaciones habitadas de la casa sólo se lloraba la muerte del hermano ahogado, ninguno de los presentes notó su vuelta. El hombre volvía a su casa desde el pueblo o desde algún otro lugar; más tarde —contaba él cuando estaba ya fuera de sí a causa de una borrachera—, reconoció inmediatamente al hijo perdido. Ahora reflexiona el ciego y se rompe la cabeza pensando cómo pudo el hombre reconocer en la obscuridad al hijo que barría. En el patio sólo puede haber alumbrado la nieve. Las luces de la habitación grande, donde estaban amontonadas las mujeres daban sobre el poste de la red interprovincial; la luz de la pieza de la hermana va a dar, sí en dirección del camino por el cual avanza el padre, pero a causa de esta misma claridad, lo obscuro bajo lo claro sólo se vuelve más obscuro. El patio que barre el hermano está justo bajo la ventana iluminada de la hermana, de modo que este subsuelo de la luz en el que cae la nieve como agua es impenetrablemente negro para los ojos. Su hermano está de pie junto a la pared del establo. En la nieve recién caída, en la que ya han cicatrizado las pisadas de las mujeres, crujen las pisadas del padre. Primero el hijo detiene sus movimientos. Se lo imagina con las manos hundidas en el penacho de varillas de la escoba. Su cara está rígida por la suciedad de los dos días que pasó escondiéndose continuamente entre matorrales y pantanos. El pensamiento de quién de los dos habría visto primero al otro tiene ahora ocupado al ciego. Según las narraciones del padre y de la hermana, a esa hora el vehículo militar se desviaba ya de la calle y empezaba a remontar el camino hacia la casa, como también se deduce de los propios confusos datos, y con más visos de probabilidad del testimonio de una fuente local bien informada, en la que tiene su domicilio aquél que ya ha sido fulminado por la ceguera. Los reflectores deben también haber girado y repasado el patío, y detrás de él el muro y la ventana. De esta forma, el muchacho debe haber sido encandilado y no reconoció al padre, parado a cierta distancia; por el contrario, su padre debe haber comprobado de un primer vistazo el retorno del hijo. De hecho, el padre relató de esta manera la llegada y su proceso. De lejos, la luz de los reflectores resulta tan débil que hace ondear la sombra de las ramas del árbol entre éste y la pared iluminada como si fuera el viento que sopla; este pálido, impreciso, nublamiento es la sombra de la sombra que está todavía por llegar; así es que, entonces, mientras las ruedas se van abriendo camino a través de la nieve, con la creciente fuerza de la luz proyectada sobre el muro, también los objetos que emergen ante esta luz se van dibujando con creciente nitidez y siempre más grandes en el encalado; finalmente las sombras de los obstáculos crecen más allá de los obstáculos mismos. Mirados desde la calle, los árboles están todavía. Mirados desde la calle, los árboles están todavía en el espectro del rayo de luz. Mientras más se aproxima el auto, tanto más alto se escapan las ramas de los árboles desde la cinta luminosa; su imagen sobre el muro se expande, y pasando por sobre el corredor, se pierde nuevamente en la obscuridad, mientras el vehículo pasa por debajo de las ramas. Sobre el muro se proyecta sólo lo que el haz de luz encuentra en su caminó; la imagen del hombre, que no se ha movido aún de su sitio, es agrandada e hinchada sobre la pantalla; la imagen del muchacho, sin embargo, se arruga y tiembla porque él está parado muy cerca del muro, quizás hasta bajo el dintel de la puerta de acero; su imagen se agita y tiembla en el oscilar de la luz, de forma tal que su figura es planchada contra la pared por el creciente círculo de luz, y cuando ésta se traga su imagen él se aplasta sin sombra Ante la vista de Su hijo, el hombre tiene que haber experimentado una conmoción que le hizo hundir las manos bajo la chaqueta dentro de los bolsillos. No puede soportar el estar aquí parado con una boca que no dice nada y unos dedos que no hacen nada; por lo tanto mete los puños en toda su amplitud en los bolsillos, da vuelta la inquieta cabeza a uno y otro lado y se sacude los pantalones como si hubiese perdido el cinto.

Se mueve excitado y sin sentido para librarse de su inabarcable distanciamiento y separación de los otros, puesto que —así dice después de su borrachera— le preocupa ver a su hijo parado así. O bien es así, que en verdad ninguno aparta la vista pero que tampoco se miran, o que el padre esquiva las miradas del otro y revuelve sus bolsillos, por cierto con demasiado afán, como si mientras pone arriba lo que estaba abajo y viceversa pudiese hacerse cargo de los acontecimientos que le salen al encuentro. Nadie hace una cosa semejante.

A quien la costumbre guía las manos, piensa el ciego, le puede suceder que un contratiempo dificulte el proceso de la costumbre, y, al asustarlo le hace tomar conciencia de sus dedos que buscan; éstos, al no encontrar lo que sin saber están buscando, se sienten como sacudidos por una descarga eléctrica; como resultado de esto los movimientos de la mano se tornan ansiosos y precipitados; los dedos se topan salvajemente unos con otros; la expresión de la cara, hasta entonces controlada, se descompone. El reprime, no obstante sus presentimientos. Por lo demás, la ventana de su pieza está abierta, de modo que le resultará fácil dirigirse hasta la casa, y, por atrás, trepar la pila de leña; en el trayecto apoyará la bicicleta contra el granero; entonces lo único que debe tener en cuenta es el pozo de la cal que está bajo su ventana; podrían haberse caído algunas tablas de las que lo cubren. Cuando haya cerrado los postigos de la ventana ya nada podrá ocurrirle. Pero ha llegado a un punto que no puede más contener los dedos.

A todo eso, no ha reparado en el coche, que debe estar ya tan cerca que el hombre, de grado o por fuerza, debe hacerse a un lado. Las ruedas destruyen el campo de luz entre padre e hijo. Aunque es bien sabido que el hombre se expresa con maldiciones y gestos que él considera útiles para todo, en su borrachera designa a las cosas por su nombre; cuando el vehículo lo deja atrás, así cuenta, le muerde y punza el estómago un hambre intensa que sólo lo ataca cuando toma un puñado de nieve del montoncito que se forma junto a la estaca y hunde rabiosamente los dientes en ella; con gestos —justifica él su historia— no puede uno explicar todo.

Luego, el hombre, que ha vuelto del pueblo o de algún otro lugar, está ahí de pie, ahí está parado el hermano con la escoba, aquí está el coche en el que entonces yacía él; es cosa suya cómo se representa los acontecimientos. Extendido en la camilla, ha vuelto a perder el conocimiento. Se detallan los gestos ante una desgracia: las mujeres se aprietan la cabeza con las manos, si están sentadas, apoyan los codos sobre las rodillas y ocultan la cara entre las manos, pero si están de pie ellos irán a un rincón donde nadie los ve echar raíces en su sitio. La obscuridad favorece al hombre que se golpea violentamente la frente con los puños. La nieve que cae aumenta su desolación. Las formalidades de los transportadores ante la enormidad de la desgracia dejan al hombre tiempo para rehacerse; por el contrario ciertos ruidos y olores le hacen adoptar una rara actitud ante la desgracia. El ruido del pienso entre los dientes de las vacas, el genio y temblequeo de las bocas de las mujeres orantes, el sabor a nieve en el paladar aumentado por el vaho vinoso de los guardias, el ruido del caballo en el establo, que durante el anuncio de los soldados comienza a parlotear burbujeante y chismorrero; todo esto suscita en él la expresión y los gestos de la desgracia. Pero llega un momento en que el hombre no puede más conservar esa su no obligatoria calma rayana en el buen humor, y de repente pide a gritos al caballo que circunscribe al establo la manifestación de sus flaquezas; apenas ha terminado de decir esto cuando se dice a sí mismo que bien podría haberse dado unos golpes en el hocico. En cambio, con unas pocas, apagadas, palabras hace pasar por el portón hacia la casa a los soldados, que, con la camilla en las manos se balancean sobre una y otra pierna y desconcertados por sus gritos miran a uno y otro lado. Finalmente se sacude los zapatos y les muestra el camino por el corredor hacia la habitación, sin que por eso dirija todavía una palabra al hijo que está contra la pared ni el que enceguecido está en la camilla, de modo que este círculo se puede cerrar con la entrada de todos en la casa. El otro círculo no se ha cerrado todavía; él no ha empezado siquiera a dibujarlo paso a paso alrededor de la casa. Todavía no se le aparta de la cabeza la idea de por qué la llave se le escapó de las manos. Le parece como si después de aquella larga vuelta con que el carro y los dos hombres forasteros pasaron ante él por el patio con el cadáver del hermano la Tierra hubiera llegado, a un punto muerto y lo hubiese obligado a detenerse por un momento en su moverse sin sentido; cuando continúa ahora sus movimientos por sí mismo, cuando se arranca violentamente de la inmovilidad e impulsa la bicicleta adelante, vuelve a sentir como si después de ese largo tiempo caminase sobre sus propios pies, y que, para lograr este movimiento tuviese por primera vez que hacer uso conscientemente de la voluntad de caminar; cuesta abajo por una colina se ha dejado ir con la bicicleta; en el llano debe pedalear él mismo.

El edificio está sumido en profunda paz. Ni las gallinas estorban su círculo; él corre con la bicicleta que hace ruido a la lata vieja en dirección de donde supone se encuentra el granero. Una cosa es apoyar la bicicleta contra los tablones y seguir andando, otra tener que arreglárselas como uno pueda para no extraviarse. Esta es la bomba en la pared del establo. A esto llama él la esquina de la casa. En ángulo recto dobla por la segunda pared, a lo largo de la que se desliza con su metro plegadizo; abriéndolo y cerrándolo se mueve junto a la pared y los tablones de la era. Esto es la tiza sobre sus manos. Esto sobre la tierra son crines de cerdo y mechones de pelo de mujer cortado. Se deja caer sobre cuatro patas. No debe olvidarse del pozo. Su padre y la mujer de su padre andan por cualquier lugar de la finca echando la lengua afuera. Siente deseos de apoyar la espalda contra la pared, y así ostentarse a ellos. Querría mostrar que está allí; además, mientras está apoyado contra la pared, nada ni nadie puede caerle por la espalda. Espía con las orejas en torno suyo. No hay nada que ver. Se siente impulsado a esconderse. El campo es resbaladizo, piensa. El horizonte está tranquilo. Después de un día caluroso la noche promete ser fresca. Mañana a esta hora, piensa, estará en otro lado. Esto es el pozo de la cal. Puede evitarlo si sube por la pila de la leña. Está hecha de tal forma que puede apoyar los pies entre los troncos. Hinca los dedos de la mano arriba, en el cartón, para tomar impulso; no hay ahora inconveniente alguno en empujar la otra pierna, subir una rodilla hasta ponerla sobre el cartón y elevar el resto del cuerpo hacia la mano que ya .tantea el marco de la ventana. Una vez estuvo buscando al hermano desaparecido. Ahora está acostado sobre la pila de la madera ante la ventana abierta. El lugar ha sido mal elegido para una conversación; además él está echado pesadamente boca abajo. Echa la culpa al cansancio, que, aquí, por medio del cartón reblandecido, amenaza su vestimenta. Se encorva. Se sienta. Reflexiona. "Nada denota nada". Está sentado sobre la pila de leña con la cabeza inclinada a un costado, la mano derecha sobre el hombro izquierdo. Por la noche se levanta el viento y produce cientos de ruidos que son distintos según las circunstancias que acompañan al viento. Si la noche anterior ha llovido, las huellas de los que pasaron por el campo se cubren de una costra debido a la sequedad. El polvo secado después de la lluvia es marrón y quemado, se desmigaja entre los dedos de los pies descalzos del que camina por el. Otra vez, en un amanecer, penetró en una polvareda blanca y densa. El color del polvo —se percata— se adapta a veces al color del cielo, como ocurre con el color del agua. A veces el cielo parece polvoriento y empolvado. Las gotas aisladas de una lluvia que comienza a caer imprimen en el polvo del camino unas como cicatrices de viruela. Pero si son muchas las gotas caídas, de modo que ya pueden hablar de una lluvia como tal entonces aparecen en el camino, claras y resplandecientes, las piedras redondas y corcovadas, mientras el polvo parece todavía seco. Te agrada ir por aquí. El se concentra. Felizmente la ventana está abierta. Agudo y punzante, el dolor inflama sus oídos. No hay nada que ver. Aprieta los dientes y escucha largo rato en torno suyo. La sangre pulsa el tiempo a través de su cuerpo. Demuestra su valentía aguantando hasta el final. Después le asalta el miedo, a tal punto de que no hace más que castañetear los dientes. Tampoco se puede oír nada. La respiración se le torna dificultosa. Se ayuda husmeando y rastrillando el suelo igual que un perro. Va a explotar, piensa él. Las frases que piensa adolecen de la precariedad de su respiración. Salta. Ha saltado hacia la pieza. Esto es el suelo firme. Esto es el desaguadero. Esto es la ventana, que ahora está cerrada. La ventana cerrada y trancada.

Tiempo ha anduvo descalzo por el polvo. Anduvo una vez. Ha andado. Anda. Su padre había atravesado el juncal. Su hermano subió el campo corriendo por la nieve y al volver se escurrió por entre el alambrado. Su hermano viajó en el carro. El se lanza de cabeza en la cama. Se acurruca. Tiembla. Levanta los brazos como sí quisiera volar. Da vueltas. Gime. Se estira. Pierde el conocimiento.

Sueña despierto. Va por un camino que todavía está barroso debido a una lluvia. Los pies lo llevan bien. Anda tan rápido como puede; lleva la cabeza inclinada; muy caídos, los brazos se bambolean al lado de las piernas. El barro, antes de llenar nuevamente con agua sus huellas, bosteza y gime a su paso. El va huyendo. No sabe por qué huye, y mientras corre se pregunta por las fuerzas que le impulsan a ello. No tiene conciencia de haber hecho algo punible. Sin embargo, mientras corre, le viene a la cabeza que su hermano lo espera al otro lado de un claro. Ya antes había escapado con la intención de encontrarle allí. Toma cuenta de ello sin detenerse en su carrera; se apresura, inclusive más aún; oye y confunde las voces que comentan su proceder y testifican su inquietud. De nuevo llega a sus oídos que comete imprudencia al no ocultar sus huellas a los perseguidores, corriendo siempre, las observa por encima de aquellos hombros, y, haciendo una mueca de asombro distingue en el cenagoso barro los pasos que deja flotando tras de sí. Entonces se da cuenta que debe haber equivocado el escondite de su hermano, y, mientras corre, esto lo aflige casi hasta el punto de hacerle perder la razón. Una vez más llega a sus oídos que la región está alborotada a causa de su fuga; pronto se movilizará e! ejército, se impartirán disposiciones de emergencia; el ultimátum, como se dice, ya ha sido dado. Que, en salvaguarda de la paz, se entregue. Esto asombra mucho al prófugo. Hasta ahora no se ha ocupado del transcurso del tiempo ni del clima; después de esta noticia ambos se vuelven importantes para él, y pregunta sobre el particular mientras sigue corriendo empecinadamente; se da cuenta de que sobre el suelo está nublado, pero más arriba de las nubes la visión es inmejorable. Poco después se anuncia el claro. Por los altavoces difunden un aviso especial, que sin embargo, por causa de un crujido en el aparato o en sus oídos, —no sabe bien— no alcanza a entender del todo. Entiende los numerosos signos de interrogación en las frases y la admiración al final, como marcando verticalmente con un grito los signos de interrogación. Este es el claro; altas matas de helechos y hierbas aplastadas con saliva de cuchillo, pinos y acacias cada vez más pequeños y espaciados. Recibe la noticia de que su hermano vendrá descabezando helechos desde la izquierda. Se ubica y mira en la dirección indicada. Desde toda la vida piensa que su mirada estuvo vacía. El duro pasto que toma con las manos le corta los dedos. Será conveniente levantar la cabeza; le parece formidable que sea él quien levante la cabeza. Mira en línea recta en una vasta extensión de campo; sin levantar la cabeza aún más alto, ve el horizonte, y el cielo está tan bajo que aplasta al que mira contra los pastos. Entonces ve surgir de los límites del cielo pequeñas nubes, bandadas, sinnúmero, gavillas y escuadrones de nubes; por el contrario, el color de las nubes es pálido. El pasto de la región tiene el desleído color del cielo. Quiere ahora preguntar qué significa ese trueno, pero en medio de sus palabras cae la declaración de guerra. Se agacha y mira ese cielo que cree poder oler, gustar y palpar; huele a nafta quemada, sabe a leche agriada, es caliente al tacto como el agua en la que mete desprevenidamente la mano. Las pequeñas nubes que se abalanzan por toda la extensión del cielo son bombarderos.

Aquí, en este espacio, las palabras podrían salirle y volverse sin sentido. Sólo necesita silbidos y gritos o las voces de los animales para hablar; necesita solamente hablar con impasibilidad de alguna bagatela; no obstante, su voz, con sólo salirle de la boca caería en este pozo cuidadosamente cavado durante largo tiempo, que hace sonoro e importante todo lo que diga ahora; le basta sólo con hablar de cómo los cables de la red interprovincial, después de una cierta reparación en los talleres, empiezan repentinamente a zumbar de nuevo, aunque esto pueda no interesar a ninguno de sus oyentes; necesita solamente abrir la boca y hablar. El espacio en el que habla está vacío.

Una vez sólo soñó comparaciones.

Su hermano reía como un puñado de granos arrojado con fuerza contra el piso de cemento. Entonces las gallinas entrechocaban sus picos tras de esos granos.