La estada en el café

Cuando uno está borracho va por ahí y cuenta su historia. La habilidad de un hombre consiste en vender su historia deambulando de mesa en mesa cuando está borracho. No es necesario que esté borracho por el alcohol o algún otro estupefaciente; a veces es el sol el que lo perturba y lo emborracha, con más frecuencia es el propio, infundado cansancio. Cuando se sienta entre la gente, su lengua habla en él con facundia, sin que hubiese tomado

otra bebida que este café negro que tiene ante él y que lo impulsa a ir de uno a otro en el local, a apoyar la mano en una silla vacía al levantarse y a contarle desde arriba su historia al que está sentado, como si eso lo hubiese impulsado siempre. Primero desarrolla ordenadamente su historia ante sí mismo, para que resulte inteligible a los otros, mientras debajo de él las manos rasgan el celofán y vuelcan el azúcar de la bolsita en la marrón espuma del café, de la cual, por el impacto de los cristales, emerge negro el café, de forma tal que también los granos aislados que ahora caen de la bolsita vacía que es sacudida, no bien los cristales golpean el café a través de la espuma, hacen que al espectador el café le parezca de golpe negro. Luego hay que revolver el líquido cuidadosamente con la cucharilla de acero inoxidable. Las palabras no le salen de la boca. Espera que alguien se llegue a él y le pregunte algo; solamente desea conversar con alguien sobre algo; querría hablar sobre los colores de los papeles de pared pintados, sobre el papel en el que se pueden escribir cartas; querría oír su propia voz salir de él y contar su propia historia; también querría que todos los otros viniesen a su mesa habitual, la que está junto al perchero, y, uno tras otro, le fuesen contando sus magníficas historias. A la dueña del local querría pedirle un favor: que le traiga un vaso de agua; quiere lo que ella debe. El quiere. Ella debe. Basa su deseo en que ella es pariente suyo, y, por lo tanto, tiene la obligación. Como si ésta fuese razón suficiente. ¿Dónde está la carta?, ¡le gustaría tanto preguntar! ¿Qué carta? La carta de mi hermano. Estás borracho. Yo querría la carta. Mientes. Mi hermano Hans ha escrito una carta en papel de hilo, en pedazos de papel de empaquetar. Escribió sobre la blanda tapa de un cuaderno, con lápiz, en papel de seda, en el suave papel con que se envuelve el pan. Mientes otra vez. No. Para escribir se sentó sobre la hierba, una hierba densa, junto a un pantano, sobre hierba de pantanos; mientras escribía, el viento agitaba desde arriba las matas de pasto; él quiso detener las sombras de los tallos sobre el papel, sin embargo sólo han quedado unas rayas torcidas, enmarañadas, porque el viento sacó a los tallos de su estado de calma, impulsándolos continuamente en todas direcciones. No puedes dejar de mentir, como siempre haces. Para escribir, dobló el papel, para que, siendo tan fino, el lápiz no lo rasgase. Al principio intentó escribir sobre el hueco de la mano, ya que lo que había querido escribir era corto. Después se sentó; el viento le arrugó el papel en el puño; siguió escribiendo sobre un cuero, sobre un cuero traspasado de humedad por una lluvia y cuyas fibras están estampadas en la parte de atrás de la carta; con el canto (Je las manos tiesas ajustó el papel al cuero; siguió escribiendo sentado y sin levantar el lápiz, y el viento levantaba ampollas en el papel mojado.

Sí; él escribió sobre el cartón de una valija, sobre el cuero de una bolsa, sobre el orillo de cuero de una bolsa marinera; el lápiz resbaló y rayó el papel; untoso y pálido, se fue comiendo las palabras. Después empezó a llover cochinamente, o alguno que corría por el pasto embarró el papel con estas gotas. Es un lápiz de tinta el que el hombre usó para enviar sus noticias, porque en la carta las letras se han deshecho, debido a estas gotas, en anillos azulinos. Fue, por lo tanto, entre una hierba densa y alta, piensa él para sí; bajo un cielo ya nublado; con sol, el papel se habría puesto enseguida amarillo; el viento cayó de arriba y, a! soplar, secó los tallos de las hierbas y las hojas de los árboles, y el cabello del hombre se le paraba y caía sobre la cabeza. El se echó de espaldas sobre esas matas de pasto altas, densas, ondulantes, mientras el viento consumía los tallos; metió juntas las manos debajo de las pantorrillas: las sombras de los tallos ya solamente audibles se arremolinaban sobre su cara. Pero esta no es tu historia; esta es la historia de otro. Su propia historia le cierra y le sella (os pensamientos, de modo que siempre se le queda a obscuras. El querría ahora no girar más la cabeza tras el andar de su hermana; querría, por encima de todo esto, cobrar coraje y abrir la boca con valentía y hablarle en voz alta. Mientras tanto ella va de aquí para allá apresuradamente, acomoda las tintineantes botellas de cerveza vacías en el cajón, bajo el mostrador; mientras va a las mesas, endereza las etiquetas sobre las neblinosas botellas llenas; al levantar de una mesa los ceniceros y vasos limpia con el paño o con el delantal los charquitos de bebida dejados sobre la superficie; examina en el espejo del aparador las espirales que sus manos, con el trapo estrujado, estiran desde dentro en un lento atornillar hasta los bordes del mostrador. En la bandeja le trae expresamente lo que ha pedido y se queda de pie junto a su silla, mientras, mirándose al espejo, se ata por detrás el delantal y se queda en cierto modo a su disposición. Podría tomarla del brazo, traerla hacia sí y hablarle, con encendida lengua podría, como a su confidente, contarle toda su historia. Así, al confidenciarse, podría desatar la agarrotada lengua. Sin embargo se reprime, y apáticamente da las gracias por el agua. Después, (¿cuándo?) al instante, quiere cigarrillos. Sería cuestión de decidirse mientras ella rasga el paquete con el pulgar y juzga el desarrollo de los sucesos en su achatada imagen. El ritmo del trabajo en el negocio es ahora lento; nadie se mueve de su lugar o levanta la voz para pedir algo; ya ni el día se mueve. Desde su mesa, ella podría abarcar de un vistazo la salida y la calle y nada importante en esos lugares se le habría escapado. Ella le pone el cigarrillo en la cabeza inclinada de costado, y le da fuego con el encendedor. Sin embargo, tampoco el fuego es capaz de desatarle la lengua. Recuerda solamente, (o recordará) que una vez relumbró un rápido, azul fuego fatuo del casquete de un encendedor. Se enreda en sus pensamientos; no podrá pronunciar ésta o la otra letra o toda aquella palabra; le falta la costumbre de la conversación diaria. Si, pasados los días, él oye en algún lugar su voz, rondará y buscará diligentemente al que habla; el chasquido de sus pensamientos (piensa él de sí mismo) traba su pronunciación. "Bien, pues", dice él; "te estás figurando algo", dice la patrona, mientras ella aspira del encendedor con el cigarrillo; "ella a ti una", se atasca él en el discurso de sus pensamientos; "una carta comercial", dice la dueña; "no, no es verdad; no y no", dice él. También los otros en el salón dicen y murmuran para sí sus palabras; en una mesa uno dice esto, otro aquello, cada uno dice lo que tiene que decir y lo que tiene, que podría decir a los otros. Gracias, dice el ciego, mostrando enfado, a la dueña, que, ya detrás del mostrador, lava los vasos en la espumante pileta. Quien tiene un defecto físico gasta mucho tiempo en agradecimientos. Es agradecido quien siempre vuelve a pensar en lo que le ha sucedido. Sus pensamientos, piensa él de sí mismo, porque están siempre tan alejados que nunca le afectan, le producen aburrimiento en este local. Sin embargo, este es siempre un refugio donde puede pasar el tiempo hasta el anochecer; en casa estaría ahora solo, sería conveniente cerrar la ventana. Del otro lado se anuncia para dentro de poco la partida de un autobús; él podría, tomando la dirección opuesta, ir a Ubersee. Se pone en marcha y hacia Ubersee. Da vuelta y va a casa. Permanece aquí, donde le conviene. Nuevos clientes, que entran alocadamente en el bar, le liberan del dilema. Piensa que son jugadores de fútbol. Mientras van de aquí para allá y unos a otros se tiran de las chaquetas con amplios gestos desbordantes do alegría; mientras con el empeine apartan de las mesas libres las sillas cuyas matraqueantes patas rodean por todos lados al ciego que está detrás, gritan sus historias a todos los vientos. Al principio, al verlo callado, sentado allí, con sus callados pensamientos, se extrañaron, y, callados también ellos, lo observaron de arriba a abajo. No obstante, él soportó sin dificultad sus miradas. Pero ahora, el último en llegar, con la chaqueta al hombro colgando de! pulgar, empieza ya desde la calle a contar su historia. Todos se cierran sobre el ciego y le importunan; cada uno le cuenta a su modo su historia: a los gritos el uno, tosiendo el segundo, con penetrantes silbidos el tercero, el otro riendo y refrescando sus mejillas con un vaso frío, mientras, reconociendo al ciego, le palmea los hombros, de modo que éste no puede quedarse ni irse, aunque lo intente. Entonces le ayuda la hermana, yendo hacia allí y concentrando todas sus caras en un pedido de paciencia a lo cual también contribuye su mirada al espejo, y saca al hermano del cerco y lo conduce a la salida, sin por supuesto, decirle una palabra en el camino. Es así como él, en su extraña borrachera, se encuentra en la calle. Se pregunta si esto le pasó realmente a él. Asiente con una inclinación de cabeza. Fue expulsado de un bar. Esta expulsión es una de sus últimas historias en este día. En noviembre, a esta hora ya está casi obscuro; un mes de noviembre, mientras el otro hermano yacía ahogado bajo la tela que confundía su rostro con la bolsa terrosa, a esta hora era ya casi obscuro. Continuaba nevando. Hasta ahora no había ocurrido nada.