El nido de avispas

"Con el ovillo de pasta de papel entre las mandíbulas, la avispa ha ido avanzando su trabajo en diagonal, de arriba a abajo, por el árbol; está sobre el borde del pedazo recién terminado, y sigue tejiendo de igual modo la blanda cinta ablandada por su saliva. Sin embargo, el trabajo se interrumpe con frecuencia para volver a reanudarse, porque las provisiones han ido agotándose rápidamente cada vez. Por fin, pudo entonces descostrar con los dientes, cerca de la parva, una varilla de madera reblandecida por el aire, húmeda y resecada por el sol, despegar sus fibras, separarlas una a una y anudarlas hasta lograr un flexible fieltro; entonces la construcción continúa por encima de nosotros, con un ovillo nuevo. Vimos a la avispa encorvar el abdomen y zambullirse en lo hondo de su construcción. Cobarde, dijiste tú. Cobarde tú, repuse yo; y mientras así hablábamos nos metimos hasta las rodillas en el heno y continuamos abriéndonos paso, y mirábamos arriba, hacía el cobertizo de ladrillos de la era, con los enfervorizados ojos abiertos de par en par".

Lo que sucedió después.

Los dos fuimos al granero, he dicho. Sacamos, arrastrándola, la escalera que había en el granero. Cruzamos el patio y volvimos a la era. Tú has dicho que yo me deslicé a lo largo de la pared, por sobre la pila de la leña, que yo descolgué del gancho la escalera, que la hice correr por mis brazos hasta donde estabas; que yo puse la escalera atravesada sobre la pila de leña.

Yo acomodé el extremo que me correspondía, hundiendo las puntas en el piso, dije yo. Tú bajaste de la pila de leña por los peldaños de la escalera. Yo habría puesto la escalera de canto y la habría hecho deslizar a todo lo largo del granero. Dando un salto agarraste la otra punta y atravesaste el patio con ella hacia mí. Tú dijiste que volvimos a la era cruzando el patio. Apuntalaste la puerta con el pie. Las cascarillas de los granos que reventaron en la grieta te saltaron a la cara. Empujaste hacia atrás la escalera, y a con ella.

Enseguida fuimos a la era, había dicho yo. Con el extremo más estrecho de la escalera yo me encaminé hacia la pared trasera, hecha de tablones. Sin hacer ruido, solté la punta de la escalera.

Entonces yo puse derecha la escalera, dijiste tú. Paso a paso, pasando los brazos de uno a otro peldaño, caminó y fui subiendo escalera arriba por debajo de ella. A fuerza de estirar el estómago, la camisa se me saltó de los pantalones. Te abriste de piernas cuanto pudiste y apoyaste los pies de costado en las puntas de la escalera. Al igual que yo, levantaste la escalera y la colocaste derecha cerca de ti. Yo habría dejado en tus manos la escalera.

La colocamos contra la viga, bajo el techo, dije yo. Tú me alcanzaste la barra. Con la barra en la mano, yo subí.

Al trepar, dirigiste la mirada a tus zapatos, según tú dijiste. A través del doblar y estirar de tus piernas me miraste. Raspabas la suciedad de tus suelas contra el canto de los peldaños.

A través de las trepantes piernas miré hacia ti, dije yo. Debajo de mí apretaste la rodilla y la frente contra la escalera. Volviste la cabeza y con más y mayor frecuencia miraba hacia la puerta. La puerta de la era estaba todavía abierta.

Al llegar casi a la mitad de la escalera te detuviste, dijiste tú. Al principio no podías darte vuelta. En una mano la barra, la otra aferrada al peldaño, te estuviste largo tiempo allí sin hacer nada. No supiste más que hacer

Yo crucé los pies, dije yo. Rápidamente pasé la barra de la mano derecha a la izquierda; al mismo tiempo me di vuelta y con la mano libre tras de mí agarré otra vez el peldaño.

Tú continuaste subiendo de espaldas a la escalera, dijiste tú. Arriba te quitaste los zapatos restregando los talones contra un peldaño. Los dejaste caer. Te quedaste en calcetines. Los dedos de tus pies se agarraron de los peldaños. Te reclinaste contra la escalera. Yo me puse a horcajadas sobre la escalera, dije yo. Volví enseguida a golpear. Tampoco esta vez le di al nido; pero se movió en la vigueta, por el sacudón de la barra. Me puse de cuclillas sobre el peldaño más bajo. Nuestras cabezas se movieron en dirección de la caída del nido. Al principio, los dos miramos al techo. Después nuestras cabezas fueron girando poco a poco hacia abajo; por último, la tuya estaba hundida hacia abajo y la mía paralela al suelo. No alteramos nuestra posición. El nido cayó en espiral, dije yo. Atravesó el polvo del aire y se agitó sobre el piso de la era.

Nos quedamos tranquilos, dijiste tú. Dirigimos nuestras miradas a las desordenadas cabezas.

Con el cuello hacia arriba, el nido fue colocado sobre las cascarillas y los granos ante la puerta.

Dejó sus huellas rasguñadas en el polvo esponjoso del piso.

El suelo quedó despoblado y vacío, dije yo. Las gallinas salieron aleteando hacia el patio, por la puerta abierta.

Ellas no tocaron el nido, dijiste tú. Solamente comieron los granos mientras daban vueltas por ahí. Después me levanté.

Tú te encogiste al ser golpeado por la escalera, dije yo. Seguramente estiraste hacia atrás un brazo con la mano doblada. Te inclinaste sobre el nido de las avispas para después salir a hurtadillas. Pero el nido de avispas estaba vacío. Tú lo viste caer vacío del techo.

El nido no estaba vacío, dijiste. En uno de los alvéolos yo encontré algo.

Tú no encontraste nada, dije yo. Tú solamente te estuviste ante el nido, listo para disparar. Desde el patio el viento sopló dentro de la era. Por la fuerza del golpe de viento el nido se levantó del suelo. Por el miedo, saltaste sobre el nido.

Lo tomé en mis manos, dijiste. Una a una limpié las celdas. Mientras tanto, tú estabas sentado sobre el peldaño.

Yo descendí de la escalera, dije yo: nos acomodamos con el nido sobre el heno.

Tú sacaste por las alas la aplastada avispa de su celda.

El viento ahuyentó las gallinas y cerró la puerta, golpeando y chirriando, dijiste tú.

Yo no puedo más ver la avispa sobre tu mano, dije yo.

Todavía no está muerta, dijiste tú. Cabecea. Hay un ala clavada en el cuerpo como una flecha, de costado. Las patas delanteras arañan el aire.

Pero ahora, dije yo.

No, dijiste tú. Ella se estira y tantea irritantemente la piel de mi dedo. Le tiembla la pierna. Tiembla su cuerpo. La avispa se encorva. Levanta, temblando, el ala para volar. Se conmueve por dentro. El dolor o lo que fuere la sacude violentamente. Yace aquí. Cruza las piernas sobre el cuerpo. Se encoge y se hace un ovillo. Las alas vibran. Me hace cosquillas en la piel. El temblor la pone patas arriba y la sacude. Ella tira del cuerpo hacia sí misma. Podrías oír el susurrar y el sisear de sus alas. El dolor o lo que fuere la hace revolcarse. Ella lo grita. Ella gira como un trompo. Ella gime, se desespera. Ella se arranca el cuerpo de sí. Ella se estira. Ella se extiende.