La tentación
Tu mano se acerca con los dedos abiertos al agua. Como la piel de la mano espera un agua fría, primero se encoge y cierra sus poros. Antes de sumergirse se arma contra el frío; sin que lo sienta, ella se encoge en la punta de los dedos. Al mismo tiempo se produce en los huesos de la mano una pesadez que proviene de la fuerza de succión del agua que se acerca. Los pesos que crecen en las puntas de los dedos tiran violentamente de la mano hacia la masa móvil. Antes de que la mano se sumerja en el agua, se dilatarán las mojadas líneas del sudor e irrumpirán humedeciendo las arrugas de la piel; después las disolverá el agua. En realidad, no es que el peso en la punta de los dedos tire de la mano hacia abajo, hacia el agua, sino que es el agua misma que, porque te parece fría, produce los pesos en la mano, y, aspirando, tira de las puntas de los dedos hacia ella, mientras tú despreocupadamente vas con los brazos extendidos y las manos estiradas hacia la cuba para que el agua fría te refresque. Mientras más te acercas tanto más crece en los huesos de la mano ese violento tironear que irradia el frío del agua que la mano espera ahora. El líquido hacia el que apunta tu mano mojada de sudor está, como tú piensas, tan frío como es habitual en el agua al aire libre. Antes de que entres en el agua, y también cuando estás ya en camino hacia el agua, sin que lo sepas tu mano se adapta al frío que esperas.
Siempre despreocupadamente, sumerges la mano en la cuba.
Sin embargo ahí dentro el agua hierve todavía a causa de la lumbre.
Después de la comida la vajilla está sucia; para que en la próxima comida pueda estar limpia de nuevo, en el lavado de la vajilla se emplea agua caliente o directamente hirviente; con anticipación se coloca una olla o una cuba o por lo menos una vasija cualquiera con suficiente capacidad, con agua todavía fría sobre las planchas de los hornillos de la cocina; encima se le coloca una tapadera de estaño, que sirve para que cuando la plancha se caliente por la corriente deje que el agua hierva y burbujee mientras retiene primero el vaho y después el vapor. Mientras tanto se coloca toda la vajilla usada sobre la cocina, junto a la pileta, de modo que esté a mano cuando se quiera tomarla. Se aprieta fuerte el redondo tapón de goma en la boca del desaguadero y se vierte el agua de la cuba en la pileta. Agitando la mano en el líquido, se echa también el polvo blanqueador, que al principio flota seco y en grumos sobre la superficie, pero que después, cuando el agua agitada en círculos lo traga, se desparrama y vuelve a subir disuelto. Con un trapo hilachento puesto sobre los dedos, la mano limpia ahora las tazas del desayuno, la cacerola en que se hizo hervir la leche y la jarra ennegrecida por el café; de las tazas ondulan hacia el agua los descoloridos pingajos de la piel del café y las costras residuales del azúcar endurecido que poco a poco se va disolviendo. Con la esponja de acero se rasca en la cacerola de la leche el grueso y almohadillo anillo de nata; del fondo de la cacerola van rodando los grumos de la leche pegada al metal y que en el agua se tornan azulinos, marrones o amarillentos; de la cafetera desborda por sí sola el agua a empellones y como a bocanadas de vapor. La otra mano, la que tiene el trapo, se lanza entonces sobre la cocina y arrambla con todos los platos sucios; la primera mano, ya liberada de las tazas limpias se mete otra vez en el agua hasta encontrarse casi con la otra, y toma los platos uno por uno, mientras aquella, restregando en espirales los limpia con el trapo; los elementos de la sopera son separados uno de otro y arrastrados al agua por sobre el borde de la pileta; los polvillos de la pimienta se disparan, sin que nadie los obligue, desde la superficie del fondo, y los tornasolados ojos de la sopa se hamacan con las pieles de la nata en el ahora brumoso torbellino del agua caliente.
La mano que no tiene el trapo saca limpios a los platos y empuja la utilería de cocina, una pieza sobre la otra, hacia otro sector de la pileta. De la sartén, limpia las costras de cebollas; con un cuchillo raspa la fría, endurecida grasa que hay en ella; con el cepillo raya las engrasadas y negras hojas de los condimentos pegados al fondo; sumerge la cacerola en el agua y, dándola vuelta e inclinándola, rasca los amarillos y resecos tegumentos de sus paredes; finalmente la coloca limpia sobre las tazas limpias, sobre los platos y la sartén. La mujer sumerge ahora el molinillo en el agua caliente; los dedos que tienen el trapo se afanan ahora metiéndose entre las abrazaderas; empujan y arrastran el puré que en hinchados rodetes bordea el mango hasta la panzuda vasija, y de ahí, como basura comprobada que es, la arroja al agua. Después coloca el antedicho instrumento en un vacío que encuentra en medio de la batería de cocina limpia, y ahí lo deja parado; sin detenerse escobilla ahora las fibras de carne cruda macerada que hay en las hendiduras de la tabla para picar carne. Con las uñas extrae también las fibras de entre los dientes de madera del mazo. Coloca después el mazo y la tabla de picar carne sobre el montón de cosas limpias. Por último mete en el agua el cucharón con los restos del repollo hasta que se llena y se hunde. Desde el fondo, las ondas verde claro del vinagre matizan el agua caliente, y los tallos del repollo remolinean hacia lo alto y rozan la orilla del curachón cuando el brazo se mete entre ellos y pesca del fondo los cubiertos. Ella hace en seguida un ramillete con los cuchillos, tenedores y cucharas que la mano saca a luz, y los disemina, a la izquierda en los huecos que pueda haber en el montón limpio. La otra mano extrae ya el redondo tapón del desagüe. Aunque la mujer permanece inmóvil ante el agua que se balancea, igualmente parece emerger del agua que se escurre y cuyas obscuras huellas en los brazos desnudos sacude enérgicamente hacia abajo. Enseguida la mano libre abre la canilla por encima de la otra, y el chorro del agua arrastra consigo la calderada, los hilos de repollo, las hebras de la carne, la piel de la leche y los tegumentos de las papas, por el agujero hacia la tumba que a todos ellos les está reservada.
Así están las cosas hasta el momento en que se pide para beber una taza que está en los cimientos del montón. Contra esto argumenta la lavandera que aquel que después de la comida se ha retirado ya a descansar sería perturbado por los ruidos. ¿Para qué se le necesita, de todos modos?, reza la incontenible pregunta. ¿Para qué se pide que los platos, los cubiertos, las cacerolas, la sartén, el molinillo y el cucharón sean cambiados de posición arriesgando una caída del conjunto y tener después que transportarlos uno por uno y amontonarlos en otro sitio de la pileta? Si ya te estás muriendo de sed, dice la mujer, puedes muy bien usar para beber hasta el hueco de tu mano, o una de las tazas que están ahí en el aparador, o el botellón que está ahí frente a ti, sobre la mesa, o esta taza de aluminio aquí, junto a mí, la que está sobre la cocina. ¿Pero para qué, en definitiva, quieres beber? ¿O es que en realidad no quieres beber? ¿O es que quieres solamente oír romperse la vajilla? ¿O acaso romperla tú mismo? ¿Quieres venir aquí y romperla tú mismo? ¿O debo ayudarte? ¿Debo ayudarte y romper contigo la vajilla? O es que... digo yo... y ella irrumpe de su fingido asombro en una carcajada; ven, ven aquí, dice ella; y como yo no entiendo: ven aquí conmigo, ven ya, ¿o es que no quieres venir a mí?
"Cada vez que una mujer —se dice en la relación—, da lo mismo dónde, por qué, cómo, cuándo, me ha dicho que debo ir a ella (ven, venga, Usted a mí, venga Usted ya, ven ya) o que preguntó si yo quería ir a ella (¿quieres tú? ¿Quiere Usted, por favor, venir? ¿Cuándo quiere Usted? ¿Cuándo querrás venir conmigo?) y cualquiera haya sido su edad, yo me he conmovido hasta los pies por esas palabras, de modo que por un tiempo no me pude ni mover."