El cansancio
A veces, cuando me siento aquí, me atrapa el cansancio. Justamente ahora había sentido debajo de mí, en los brazos sueltos, las redondeadas formas del sillón; la madera se había incrustado en la distendida arruga de la piel entre el índice y el pulgar; justo en ese momento había oído crepitar el ropero; el desaguadero olía a hormigas calcinadas; la habitación puede ser descrita como relativamente fresca; afuera, una bandada de pájaros se lanzó decididamente en esta dirección, en vuelo rasante; venía del seto y se dirigía al tejado. Pero a todo esto, y sin intervención, las piernas se estiran lentamente sobre el piso, mientras el tacón, rasguñando las tablas, dibuja los gestos del cansancio. La cabeza se cae pesadamente hacia atrás, sobre el respaldo. De repente el cuerpo queda taponado con cera. Desconocida suena desde el techo la carcajada de los pájaros; el crepitar del ropero se ha transformado en un rechinar y cuchichear; los callados hilos de la red interprovincial, a la que antes el oído prestaba atención, están ahora tan mudos que su silencio ya ni me roza. Los ruidos y olores se amontonan sobre la piel sin conseguir trasponerla. El cuerpo está taponado con cera y desarreglado por el cansancio. Mientras estoy sentado me asaltan reflexiones, porque no sé dónde estoy, porque he olvidado que estoy en la pieza y espero el llamado a comer; porque me he olvidado de mi mismo; por el hecho de que no me llega más nada desde afuera que pueda indicarme dónde se encuentra mi cuerpo; y porque ningún ruido me retiene, los pensamientos me arrastran a divagar por la tierra de nadie. No son pensamientos que yo formo sino pensamientos que surgen en mí.
Ante mí veo pasar lugares y paisajes que jamás he visto. Me asombran las negras cascaras de una banana en un polvoriento camino de un campo; me extraño a causa de las amarillentas fibras en la parte inferior de las cascaras y por la sombra ondeante de un pájaro de vientre blanco sobre el mismo lugar.
Pero todavía no estoy dormido. Contra las olas del aire rompen los ruidos mientras van repitiéndose y se hacen más fuertes, duros y fríos, como las cabezas de las moscas sobre la piel cerrada. Los oigo, mientras estoy aquí sentado, como ruidos sin origen, escapados de la boca o de lo que fuere que los echa fuera. Entonces chisporrotean piedras en el ámbito vacío en el que estoy sentado; a través de los ruidos, la cabeza es yugada desde el respaldo del sillón hacia adelante, de forma tal que cae vertiginosamente sobre el cuello desde una gran altura, y durante esta larga caída de la cabeza el aire silba en los oídos.
También los ruidos que antes habían acampado sobre la piel penetran ahora en el cuerpo. Son ruidos que al principio pasan de largo, aplanados, después se adhieren a la piel y más tarde empujan allí más aguda y duramente y trepanan ávidamente el cuerpo. El ruido derrite la cera y rompe el cansancio. Ahora está tan cerca que el oído distingue como sonido lo que significa mi nombre. Los llamados levantan nuevamente la cabeza del respaldo y sueltan las manos de los brazos del sillón; todavía parecen achatados, pero cuando (ahora) afuera, en el corredor, se abre la puerta, caen de golpe dentro de la pieza, expandiéndose por doquier.