El paseo del domingo
El segundo jugador de cartas (el que primero lo trató en la calle) en memoria de su padre muerto será llamado cocinero, aunque él es carpintero, porque su padre trabajó tiempo atrás en un poblado más grande de la misma comarca como camarero. El sigue de largo, bajo su ancho, umbroso sombrero, cuya ala cae doblada en todo su derredor; así es como, a quien lo mira, le parece falto de energías; de modo que, tomando de una parte la designación del todo, el sombrero flojo. Como él es divisado por el otro, pregunta, mientras aminora la marcha sin, no obstante, detenerse del todo, pregunta él... lo que le viene en ganas preguntarle. ¡Seguro!, replica secamente el otro al jugador que cree apurado porque él no mira cuando pasa de largo; como si faltase a algo si se toma tiempo para hablar tranquilamente, de modo que él, el jugador, esté enterado antes de levantarse de allí de que no llegará al juego demasiado tarde ni demasiado temprano. El otro camina rápido, sin que su camisa se empape en la espalda; él se atropella por ir allá, con su calzado que crepita, mientras la cabeza hace inclinaciones, la oreja se tiende hacia adelante y el brazo libre lo salva de tropezar con alguna pared; un ciego que juega a la gallina ciega, pero que sin embargo no da vuelta en redondo, sino que va en línea recta, porque va buscando la trampa de la adivinanza con el aire de quien está a obscuras y busca la llave de la luz, pero no, sin embargo, con la cara de astucia, con la grandeza, con el aire marcial de los ciegos, con los desnudos miembros apretados, con esa expresión cerrada a la que el sol, cuando quema, enmascara todavía de negro, de modo que los próximos, los que se acercan juntos (a los que él para sus adentros reconoce ya como el primer jugador de cartas y el tercero, el que abre el juego) no se le pueden juntar enseguida, aunque ellos deban dirigirle la palabra, hasta que por fin el tercero, a quien, en memoria de su padre, que en tiempo de guerra fue colgado de un fresno, llaman el bandolero, aunque él, de por sí, entierra los muertos, al primero, a quien en memoria de su padre muerto de muerte natural, y aunque él es techista, porque una vez su difunto padre se hizo el plan (que no tuvo resultado) de emigrar al extranjero, tiene el apodo de el extranjero, hasta que entonces el tercero le sopla, dudando una pregunta al primero, mientras le guiña el ojo, de que si podrían molestar al otro en su camino, dado que seguro que sí, aunque no todo parezca confirmarlo; parece que algo le urge, como ser, si podría hoy llegar tarde al cine o al partido de fútbol... no obstante guardan silencio mientras pasan de largo, o le saludan con unas pocas, amables palabras, para que no pueda de ninguna manera sentirse interrumpido, y que él, allí, sin detenerse por nada (ya que no trae chaqueta alguna de cuyo borde le puedan tirar) se conduce como ciego, de modo que tambaleándose sobre el lomo de la calle no me dice nada a mí, nada a ti, o que los autos lo hagan desviarse de su rumbo en nada, y él no sabe adonde va, sí, al fin olvida que va, lo que, sin embargo, desde luego es imposible, porque él siente el pedregullo o la tolvera bajo las plantas de los pies que lo orientan; él puede también extraviarse; los que conducen vehículos, que, ciertamente tienen ojos en la cabeza, lo verán y frenarán. Por un lado esto, y, segundo, él ya camina junto al campo de deportes, donde hay gente suficiente que le pueda gritar, que le pueda advertir lo que él, de todos modos, no considera necesario, puesto que éste es su camino acostumbrado, que ahora bordean dos hileras de niños, a derecha e izquierda, sin que, aunque se cierran en una cadena ante él, quieran hacer algún daño en día Domingo, como tienen por costumbre; ellos no dejan por causa de él de mirar el partido de fútbol, no sea que vaya a pensar que es importante para ellos, aunque él sea un mentiroso, cosa de que en secreto se le acusa, pero mientras tanto estas voces que le acusan no se destaquen sobre las otras, porque se juega el partido, que ocupa las lenguas más que otra cosa, de modo que ya no importa gran cosa si ellos recién ahora (¡vamos! ¡empecemos ya de una vez por todas!) se largan en el grito largamente esperado, que a ése (al caminante ciego) le parece ya lejano, pues él está ya ante Ortstaffel, donde cede la palabra al "orador" (el hijo, todavía no muy maduro, del carnicero), a quien llaman así a causa del padre, que toma siempre la delantera para después ceder la palabra al siguiente, ¡ah! y además vienen los otros (tampoco muy crecidos) hijos de la partera, como los llaman sus compañeros por causa de su madre, uno de los cuales —apartando la mirada del ya cansado jugador— con una media palabra le pasa la voz al otro, el que a su vez retrasmite, sobre dónde se encuentra el ciego, que ya ha dejado atrás a Ortstaffel y asimismo todo es griterío, que ahora estalla en las hinchadas mejillas y que el ciego no percibe, o que no considera sean dirigidas a él, sino más bien, o en todo caso, a los jadeantes jugadores que en la cancha no toman en serio el griterío. Habiendo pasado Ortstaffel, se topan con el ciego las turbas de aquellos que después de un reparador sueño se muestran afuera muy despejados, y delante de ellos van las llamadas tristes hijas del maestro, en razón de que su padre murió muy joven, las cuales van acompañadas por un hombre semiadulto, que es de la administración pública del pueblo, a quien por causa de su padre (fue hallado en terrenos del estado) llaman el errabundo, a quien acompaña el segundo maestro, por razones desconocidas llamado el tercer maestro, a quien a su vez acompaña la tía de las hijas, la maestra, la directora provisional de la escuela, a quien llaman alma escolar, a quien acompaña el director de la administración, el elegido como representante de los ciudadanos, llamado gobierno, a quien acompañan algo más lejos los hijos ya mayores del director de la administración pública, llamados los camaradas y, a mayor distancia, el doctor borracho, a causa de su hijo, a quien procreó en una borrachera, y que es llamado el tronco de la casa, vale decir idiota, a quien acompañan a cierta distancia los hijos mayores del segundo maestro, llamados A, B y C, a quienes siguen los hijos mayores del veterinario, llamados auténtico e inauténtico, a quienes sigue el hijo ya mayor del secretario de la administración pública, a quien por los discursos de su padre, llaman guerra, a quien sigue por fin el hijo todavía no adulto, el diminuto hijo del peón de la granja, llamado paz por los discursos de su padre, todos los cuales no pierden las huellas de las tristes hijas del maestro, mientras, matando el tiempo entre galanteos y chistes para divertirse, se alejan del pueblo, todos sin excepción con la mirada vuelta al rápido andar del ciego, que no puede menos que ser así, porque no puede defenderse (se entromete desde atrás en la conversación el hijo del peón de la granja) como si hiciera algo, por así decir, porque, de todas maneras, una buena palabra sería necesaria, por lo menos en lo que está de su parte, aunque sin haber dicho nada los espectadores no pueden comprender por qué él no se deja guiar, ya que no deja de ser cómico apurarse de esa manera (¡Más no! ¡Basta ya!, exige airada la madre de la tía) mientras, a todo esto el coche llega puntualmente al pueblo. El guardia, así llamado aunque no ejerce policía alguna ve, bajo la ventana, desde la cual en caso de apuro puede dominar la ciudad para bien o para mal, al hijo del señor Benedikt, que tiene la intención de correr hacia el coche parado tomando directamente por el polvo. Prescindiendo de que (seguramente debido a una larga caminata bajo el sol ardiente) se lo ve un poco agotado y desaliñado en esta su rápida marcha hacia el coche, él hace una magnífica y tranquilizadora impresión que disipa totalmente la sospecha que esta exagerada prisa despierta en el guardia, a lo que también contribuye el hecho de que, por lo menos que él recuerde, a sus oídos nada ha llegado que pudiese ir en su desmedro. Dos hombres que con sus pulgares afirmados en el cinto y que están parados en la puerta del cine y a los que llaman Toto y Lotto3, interrumpen su conversación cuando ven al ciego mover apresuradamente sus pies, visiblemente preocupado por encontrar ese coche antes de que parta, y siguen ansiosos sus pasos, antes de que uno de ellos se dé vuelta hacia el coche abierto, en el que, justamente, mientras el ciego se acerca por entre la móvil polvareda, el conductor levanta la cartera con los boletos y la cuelga de la correa que está junto a él, mientras ahora el conductor, en tanto que el ciego (llega, no llega, viene, no viene) tropieza atrás con el bastón en el escape, recoge las puertas, mientras el conductor (¡Más rápido! ¿Qué pasa ahora? ¡No aflojar! ¡Hacia la puerta! ¡Ya no necesitas más que llegarte a la puerta!) ya ha esperado bastante, aprieta el embrague, pone en marcha, al mismo tiempo suelta los frenos, y mientras más lo suelta tanto más aprieta el acelerador y suelta el embrague, de modo que si ganó el uno o el otro son las leyes del juego, pero la partida era ya de esperar y de prever desde un principio.