Empiezo otra vez a relatar.

Nosotros acostumbrábamos a ir a la escuela siguiendo un arroyo. Pero un día, en un mes de noviembre, fueron mis hermanos solos. El establecimiento escolar se encontraba entonces en el pueblo de Übersee. Sin embargo, ellos no fueron a! pueblo, sino que pasaron el día, primero en el estanque, donde arrancaban las espigas de los juncos y corrían tras los faisanes, patos silvestres y toda clase de animales silvestres; después en los campos que separaban los pueblos, donde despedazaban las calabazas podridas que estaban desparramadas por aquí y por allá, y escapaban de un campo a otro con remolachas robadas.

Y así se podría continuar con el relato hasta que fueron vistos por última vez, más o menos hacia el anochecer, todavía antes de que comenzase a llover, cuando volvían de un maizal, subían el repecho de la carretera, y, a una cierta distancia, (un tiro de piedra) se agazapaban sobre las piedras que bordeaban la calle, y masticaban las remolachas robadas.

Todo esto son sólo ejemplos.

Un ejemplo es también si cuento que fueron vistos desde un automóvil, que corría a toda velocidad del pueblo de Od en dirección al pueblo de Übersee.

En este primer viaje, según se informó, se pudo observar cómo ellos salían corriendo del maizal en ese preciso instante, se paraban fuera y husmeaban el aire atendiendo al amenazador retumbar. Así fueron vistos por el lapso que dura el clic de una foto, porque inmediatamente, no bien percibieron el ruido que todavía iba en aumento, se deslizaron en el maizal, gateando nuevamente, se cubrieron la cabeza con las manos, mientras el retumbar saltó desde el horizonte, y, apagándose, se localizó en el auto, cuyas ruedas hacían saltar hacia el campo el pedregullo de la calzada, que brincaba repiqueteando. Entonces observaron ellos mismos, asomando sus cabezas por entre los pelados tallos del maizal, cómo las ruedas hacían sonar el pedregullo. Al disminuir y perderse el estruendo, pudieron distinguir el continuo y fuerte ladrar de un perro en el auto que corría. Cuando el coche volvía a gran velocidad del pueblo de Übersee en dirección al pueblo de Ód, ellos habían subido ya sin miedo alguno por la gramilla hasta la calle, y estaban sentados a distancia de unos veinte metros entre sí, sobre las piedras que bordean la carretera. Los dos estaban sentados de la misma manera: inclinados hacia adelante y fuertemente abrazados a sus remolachas, mientras con las manos apoyadas en las mejillas, poco más abajo de la boca abierta y que siempre masticaba, cortaban las remolachas en finas rodajas, y a medida que la cortaban con el cortaplumas, con la hoja misma de éste se las llevaban a la boca, de modo que con solo abrir ésta alcanzaban el alimento. Cuando los hermanos oyeron por segunda vez el ruido que semejaba el de los bombarderos, miraron fijamente en esa dirección, y enseguida, como inmovilizados por una estocada, revolvieron los ojos en su derredor. Torpemente se le amontonaron tras las mejillas los pedazos no masticados. Creyeron que el vehículo se precipitaba ahora desde el otro lado del cielo. A duras penas podían respirar, la piel de sus caras enrojecía.

Sin embargo, desde el auto se vio cómo se dedicaban nuevamente a su impetuoso masticar, Se podría decir que se daban el banquetazo sin importárseles gran cosa del auto. Tampoco hicieron caso del perro que dentro del auto elevaba esta vez el tono hasta el infinito. Ahora llovía; para protegerse, los hermanos habían colocado las carteras sobre sus rodillas. Uno de ellos se cubrió la cabeza con el pañuelo. Se cuenta que se levantó, tomó la cartera, que al levantarse se le deslizaba rodillas abajo, y, sacudiendo la cabeza cazó al vuelo el pañuelo que se le caía, y, mojado como estaba, se lo metió en un bolsillo del pantalón. Mientras el auto avanzaba velozmente por este trecho del camino, sus movimientos ulteriores fueron seguidos desde la carretera y desde los campos hasta el punto en que los contornos de sus figuras sólo pudieron divisarse a través del cristal trasero del auto enturbiado por la lluvia como si hirviesen y burbujeasen, hasta que se desdibujaron en el horizonte, en el que se aplastaron y derritieron. Me apresuro en seguir contando.

Un día del mes de noviembre, mis hermanos estaban sentados a la vera del camino entre el pueblo de Od y el pueblo de Übersee.

Ahora termino de segunda mano mi relato. Después de haber estado sentados sobre el cordón de la calle, se dejaron llevar por sus pasos. Volvieron calle atrás hasta llegar a un desvío, por el que tomaron hasta llegar otra vez a un desvío, por el que continuaron andando. Por este desvío remontaron un arroyo hasta llegar a un barranco; atravesaron el barranco, y, después de pasar un puente, llegaron a un desvío que por entonces no tomaron. En otra oportunidad se puede decir que sus pies avanzaron por este desvío, y entre el pueblo de Od y el pueblo de Reiting, situado más al Norte, llegaron a la carretera, por la que continuaron hasta llegar a un desvío por el que siguieron andando hasta llegar a una casa, por cuya galería volvieron a andar hasta llegar a esta pieza, en la que me encuentro acostado. En aquella oportunidad, sin embargo, no habrían seguido por el camino antes del puente, sino que, más bien, se detuvieron allí y conversaron. En este punto dieron vuelta y emprendieron el regreso hacia la garganta rocosa. Habrían sido todavía dos.

¡Cobarde!, dijo uno. ¡Cobarde tú!, respondió el otro. Este es un ejemplo de su conversación.

Estaban parados entonces en el desfiladero y hablaban entre ellos, dando grandes voces y haciendo amplias gesticulaciones.

iTú no saltas! Uno de ellos habría sido demasiado cobarde para saltar.

¡Alcánzame la liana! (El otro tenía que tirarle la liana desde el árbol de la otra orilla).

¡Cobarde! (Volvió a zaherir uno de ellos).

¡La liana! (el otro no debía perder el tiempo con explicaciones).

Hans había alcanzado la liana a Matt. Matt había vuelto con la liana a la roca. Dos rocas entre las que corre un arroyo forman en conjunto una garganta o desfiladero.

¡Primero yo; tú después! (después del primero, debía saltar el otro).

¡Sí! (el otro está de acuerdo). Levantando el mentón, el que tenía la liana miró hacia la otra orilla (esto hace suponer que todavía no estaba del todo decidido).

¡Eres un cobarde! (pica el otro su orgullo).

¡No! (el reproche no es admitido).

¡Cobarde! ¡Que eres un cobarde! (se repite con astucia la provocación).

De repente se larga. Hans oyó el arrastrarse de sus zapatos sobre la roca cuando se soltó. Matt había volado alto sobre el arroyo, con intención de caer de rodillas sobre el pasto de la otra orilla. Hans, después de saltar, había cogido la oscilante liana. Tranquilamente se había laminado los dedos, y con la saliva se había limpiado las manchas de pasto en las rodillas.

Cuento hasta el final.

Hans había arrojado la liana a Matt. Matt había retrocedido con ella hasta la roca y se había lanzado.

Hans lo habría llamado. El no contestó más. Cuando se largó, su impulso arrancó del árbol la cuerda. El impulso había arrancado la cuerda del árbol.