El hombre de la bolsa marinera

Al mediodía, las casas y los otros edificios de un pueblo están en clara, hirviente agua. Sobre los tejados, donde las rojas tejas calientan el agua, un espectador puede ver las oías vibrar y temblar. También el arder del humo incoloro, bajo el cual en cada vivienda se guisa la carne para el almuerzo, raspa y encrespa el agua. Sobre los tejados, sobre el asfalto y sobre el techo de los autos estacionados también tiembla el agua y se abolla por el golpe de las llamas. El agua deglute los ruidos de los pasos; con hirviente, desgajada cara, el brazo levantado y puesto de través sobre los ojos, anda pesadamente en contra de la masa el que está afuera.

Los labios enmudecidos y despelechados por los dientes, las pupilas negras como el carbón, sobre la lengua hinchada y por la boca abierta penetra el agua faringe abajo. El ni siquiera camina; sin andar, es arrastrado lentamente hacia adelante por entre las aguas; en el fondo se arrollan silenciosamente ovillos de papel y manojos de paja desparramados por algún vehículo; las orugas sobre el asfalto, aunque se estiran y contraen, no mueven sus miembros por sí mismas, sino que más bien la parrilla sobre la que están extendidas las arquea y las levanta; su movimiento es prestado, como el movimiento del polvo, de la paja y de! papel.

Aquí, donde ha llegado e! caminante, dejando el pueblo lejos tras de sí (ya que en el espacio habitado de un pueblo no hay animal que se arrastre por las calles) hierve todavía el agua sobre el asfalto en los límites con el cielo, que se extiende y ensancha a medida que el caminante avanza y en torno del caminante mismo, que está vestido de obscuro y que lleva al hombro una bolsa marinera negra orillada de cuero. No puede más volver los ojos a los lados. Tiene los ojos ardientes y, redondos, fijos y como salidos de las órbitas. No oye más el ruido de los propios pasos. Nadie, aunque se le acercara y escuchase atentamente, podría oírlo andar sobre la blanda calle. Quien lo observase podría verlo moverse como el papel en el fondo, sin ruido. El hombre no podría sentarse en las piedras del borde del camino, y aunque pudiera no lograría abrazar los bordes de la piedra con las piernas abiertas hacia atrás; aunque el hombre de la bolsa marinera no estuviese dentro de ella, la incesante marea lo empujaría, y arrastraría su cuerpo siempre adelante antes de que pudiera sentarse. Tampoco el papel puede pararse en el agua hirviente y salirse; será más bien despedazado poco a poco por el ardiente calor, arremolinado en girones y chupado por la resaca, y una vez y otra vez rebotado desde el fondo a la superficie del agua. El pasto junto a la calle está mohoso; los anillos de alquitrán en torno de los postes revientan y chorrean; el barullo dentro de los postes se desfigura, crece y se aumenta en los oídos hasta convertirse en un trotar de caballos.

Los ojos escaldados han quedado también desprotegidos detrás de las miradas; las imágenes que el pensamiento ha formado como defensa detrás de la retina han sido transformadas en alucinaciones por las llamas; mientras camina el caminante el fuego penetra sin obstáculos en su cerebro.

Por abajo le alcanza su radiación, y a través de las plantas de los pies la corta, compacta sombra que la abultada bolsa ondula agitadamente tras de él. Si al espectador le acomodase acercarse no dejaría de ver que en las plantas de los pies del hombre se han pegado las manchas del alquitrán.

Parecería como si quisiera llegar hasta el próximo pueblo marchando sobre su propia sombra.

Cuando la marea le hace quebrar hacia atrás el cuello y la cabeza sobre las vértebras cervicales, siente sobre sí toda la extensión del agua sin límites ardiendo en llamas.

Al pasar por él, advierte que un pueblo se levanta extinguido entre estas llamas.

Al mediodía, los badajos de las campanas repican sobre madera.

Al frenar, los autos se suenan sordamente la nariz en la calle.

Si prestas atención, desde el vacío puedes oír bostezar al sol.

Antes que el agua empiece a hervir realmente en la marmita exuda por el fondo resplandecientes perlas; el agua "pelea", según la expresión.

Con las sombras de encogen también los pensamientos.

El último proverbio fue mezclado por el padre con el último improperio, mientras iba por el corredor.