El despertar
El tiempo entre el despertar y el llegar a estar despierto; el tiempo que va desde la pulsación por la que quien está acostado vuelve a ser consciente de sí mismo después del sueño, hasta la palpitación por la cual también las facultades sensitivas del que está acostado vuelve en sí, de modo que él puede volver a oír, oler y gustar; este tiempo, decía mi hermano, encuentra a la conciencia desnuda e indefensa, porque el que está acostado está todavía desposeído de la razón y no puede defenderse de los pensamientos que llegan; mientras que cuando está ya despabilado puede muy bien habérselas con ellos, alimentándolos con comidas, regándolos con sabrosas bebidas, desbrozándolos con sus dedos tanteantes, acallándolos con conversaciones, aprisionándolos con ruidos o debilitándolos por medio de alguna otra excitación similar; por el contrario —así me enseñó él— el tiempo entre el despertar y el punto en que el que dormía recobra el conocimiento, es el tiempo de peligro, el mal tiempo, el tiempo de expiación que hace a uno encogerse de vergüenza; el tiempo del sudor, decía él; el tiempo de la veracidad, el tiempo claro, el tiempo de la época glacial, el tiempo de guerra —decía él— el destiempo.
Aunque mi cuerpo estaba todavía impedido por el sueño, sentía ya las manos, que, una al lado de la otra, colgaban de la cama. Cuando encogí los dedos y con sus yemas me restregué los pulpejos creí notar sobre ellas el barro resecado; yo no sentía la piel sobre los pulpejos y sobre las yemas de los dedos, pero reconocí por la experiencia qué era eso que yo rozaba y con qué lo rozaba. La piel crujía como un papel estirado y resecado al sol. Siempre que llovía durante la noche, al llegar el día, yo reconocía por las manos la lluvia caída; las tenía secas y apergaminadas, y colgaban ajenas y desprendidas de los brazos, como hechas de barro. Una vez tuve en los dedos barro que se había secado mientras dormía. Una vez, mientras dormía, se me secó el barro sobre los dedos. La noche anterior había estado en el pozo de la arena, y, buscando, había recogido la arena que con la lluvia se había desprendido de la pendiente; después de volver no me había lavado las manos; me había metido bajo las mantas e intentado dormirme. Había sucedido como otras veces por aquellos tiempos, que el padre no volvía de algún lugar equis; nos metíamos todos bajo las mantas e intentábamos dormir, y no bien mirábamos por él a la mañana, resultaba que había estado otra vez apestando en su pieza. Usábamos toda clase de medios para dormirnos. Por ejemplo, muchas veces nos poníamos a contar. No obstante, muchas veces los pensamientos vagaban ya bien lejos, hasta que los sorprendían, y notaba que, sin darme cuenta, seguía igualmente contando. Por eso estaba yo entonces acostado, conteniendo la respiración para quitarme los pensamientos de la cabeza; mientras tanto, por la obscuridad se habían ya filtrado nuevamente varios otros. Después hice a un lado un pensamiento y me puse a perseguir otro que no quería venir; yo estaba pendiente de éste, mientras el otro, el que yo había hecho a un lado, me alcanzó de nuevo y se posesionó de mí, de mí que andaba tras del otro. O yo respiraba con aliento tan achatado que el aire se me transformaba en un resorte de acero en la garganta, en el pecho y en el estómago que me hacía rebotar de aquí para allá hasta que aspirase nuevamente aire y malos pensamientos, o, mientras respiraba, me concentraba en el aliento mismo que entraba en mí y que salía, y pensaba en ello, hasta que respiración y pensamiento se mezclaban en un desorden que me hacía subir la sangre a la cabeza. Pero esto me ocurría también cuando respiraba a propósito aún antes de que tuviese necesidad, y cuando escuchaba cómo entonces el cuerpo, sin tener en cuenta a la voluntad y siguiendo sus propias reglas, se levantaba y bajaba respirando, porque entonces ocurría que me quedaba con el estómago hundido y no oía sino aquel zumbido en el conducto auditivo que me abombaba, me ponía túrgido y me incomodaba tanto que finalmente tenía que inspirar de nuevo, a sabiendas. Entonces procuraba llegar a ciegas hasta la cocina por el corredor, abrir a ciegas la puerta del aparador, y, con hormigas en los dedos, ponerme a la pesca del pan y del cuchillo. Me tendía otra vez en la cama y comía del pan, y así entre mordiscos se decantaba el cansancio; yo podía arrellanarme y masticar, mientras empujaba ininterrumpidamente el pan en la boca, y engullía los pensamientos con el pan hacia dentro del sueño; pero cuando despertaba, estaban ellos otra vez en la saliva reseca sobre la lengua y en los restos de pan, que, como recuerdo, quedaban en el puño apretado.
Me daba cuenta de por qué ese sabor en la lengua, y tomaba conciencia de la arena que hacía crepitar la piel de los dedos como si afuera hubiese llovido. Una vez —así me pareció— tenía barro seco sobre los dedos mientras dormía. Después, cuando me movía, el cerebro recordaba el ruido que el oído había percibido mucho antes, y el olor a carbón en la garganta, y los juegos de luces y sombras que las brasas hacían sobre las obscuras paredes y con los que se habían llenado los ojos ahora completamente abiertos, mientras yo, todavía en el corto tiempo (en el destiempo, decía mi hermano) entre el despertar de la conciencia y el despertar sensorial, yacía indefenso bajo los pensamientos.
Entonces me habría sentado ante la estufa y me habría puesto a mirar el fuego.