La llave

Que quede bien en claro, comenzó diciendo mi padre, que estaba parado frente a la puerta de entrada de la casa, con las manos apoyadas en los costados bajo la chaqueta, a la mujer, que estaba parada a su lado; desde luego, decía mientras entrecerraba los ojos y miraba hacia el camino, que él no sospechaba de nadie que le hubiese robado la llave, solamente le interesaba, dijo él, empleando otros términos, poder ubicar el lugar donde había perdido la llave, para poder definitivamente salir de esa situación. Lo que ya hubiese sucedido, dijo la mujer, no lo podíamos más cambiar. ¿No habré quedado en algún lugar del camino? observó mi padre, sin prestar atención a la objeción de ella. No se podría saber nunca, agregó él, echando, sin darse por aludido, una mirada a las gallinas. En la iglesia, dijo la mujer, todavía la tenía en la cartera. Quizá la hubiese perdido en el auto, apoyó mi padre. Allí, respondió ella, no había tenido la cartera en las manos. Entonces tuvo que haber sucedido en el pueblo, reflexionó para sí mismo el padre. Allá estaba todavía dentro, le disuadió su mujer. Si estaba segura de ello, inquirió el padre. Que lo estaba, contestó al punto la mujer. Si ella hubiese sacado algo de la cartera, afirmó ella, por el hecho mismo de buscar algo, la llave habría caído en sus manos. ¿Pero qué sacó ella de la cartera? La carta, aclaró ella. La había entregado a mi hermana. ¿Podría decirle, la amonestó mi padre, dónde habría tenido lugar esto? En la iglesia, recordó la mujer, mientras el pueblo empujaba hacia la salida. En ese momento, entonces, añadió mi padre, la llave estaba todavía dentro. Que ya lo había dicho, contestó la mujer, de todos modos, en algún lugar tiene que estar, dijo mi padre demostrando incomodidad; no podía haber desaparecido de la superficie terrestre. Puede que tenga razón, dijo la mujer, pero, independientemente de todo ello, todavía contábamos con la llave de él. De acuerdo, ironizó mi padre sobre el particular; pero de todos modos él quería saber dónde se había perdido la llave; ella podía tener toda la razón del mundo, pero él no hablaba por hablar. Que él tenía su llave en la chaqueta, dijo la mujer. Que no lo tomase tan a la ligera, le encareció mi padre. De acuerdo, concedió ella. Me parece que yo sé algo, se le ocurrió a él de pronto. No, dijo desechando esa idea. ¡Un momento!, exclamó entonces de repente. Que si ella estaba segura de que no había estado revolviendo la cartera en el auto. Ella no la había revuelto, dije yo, poniéndome de parte de la mujer. Que me estuviese tranquilo, ordenó mi padre. ¡Esto había sido, entonces! Que se diese prisa, le dijo la mujer, así podía ella preparar la comida. Que él no estaba bromeando, dijo acalorado mi padre. ¿¡No había estado revolviéndola!? ¡Qué no la habíamos revuelto! Esta sería la última vez que procediésemos así con las cosas, dijo indignado. Que nosotros no le conocíamos, nos previno. Evidentemente, todavía no cabíamos cómo podía ser él. A fe mía (muchas veces se había pavoneado con las mismas palabras ante los hijos), dijo, no olvidaríamos tan pronto el día de hoy. Con el perdón de la palabra, continuó increpando, en lo que de él dependiese, otro gallo iba a cantar para nosotros. Si que teníamos la osadía, dijo revolviéndose en su furia, de presentarnos ante sus ojos? Ya nos arrepentiríamos continuó amenazando. ¡Vosotros, chusma maldita!, dijo vilipendiando su propio nombre. ¡¡Vosotros, canallas!! ¡Qué desapareciésemos de su vista, y de inmediato!, ordenó. ¿O es que no sabíamos lo que éramos?, preguntó. Rufianes y malvados, se respondió a sí mismo; un atajo de ladrones y salteadores de caminos. ¡Íncubos!, dijo discutiendo consigo mismo. ¡Desnaturalizados y bastardos! ¡Él nos iba a enseñar todavía algo más! No iba a dejar piedra sobre piedra. No obstante, se detuvo un momento en la retahíla de palabras con que daba rienda suelta a su cólera, se puso a reflexionar sobre sí mismo, y se aprobó. Después giró sobre sus talones e introdujo la llave en la puerta. Antes de entrar quiso limpiarse los zapatos de la más grande inmundicia que jamás se hubiese conocido, así tuviese que rasparlos eternamente en la rejilla que había ante la puerta. Girando la cabeza a un costado, por arriba de los hombros, nos miró de arriba a abajo en su obscura cólera. Después de haber él entrado, los hijos percibían aún el airado gruñir de su interminable maldición, acuevado y ensanchado a lo largo da toda la galería. Tranquilamente entraron en la casa tras el padre.