Las hormigas

Todos los veranos llega un día en que salen de la tierra; antes, y después solamente a veces, habían sido vistas unas pocas, una tras otra en sus caminitos junto al muro. Justamente ahora te has descolgado del marco de la ventana deslizándote por encima del revoque hacia el patio; sobre las manos y atrás, en los pantalones, ¿no has notado nada de ellas? No obstante, antes de irte las oirás ya pulular, saliendo de la tierra por la hendidura vertical. Si miras a tu alrededor verás alquitrán líquido chorrear por la pared; en el alquitrán verás flotar pequeñas piedras grises; verás las piedrecillas ir burbujeando a espaldas del enjambre en dirección a la ventana; aunque des unos pasos adelante no podrás distinguir uno a uno los animales en el enjambre; en ese caso serían las que tienen alas; debajo de ellas no se puede ver ni una partícula del muro. Mientras te vuelves observas la turba que sin pausa se escurre por el muro arriba; miras y miras, hasta que no puedes más apartar la vista y se te emborrona la visión. La ventana de la cocina todavía está abierta. Si llamas vendrá alguien; quien venga apoyará las manos en el marco de la ventana y echará el cuerpo un poco afuera; como él está todavía un poco cansado a causa de la comida, los brazos clavarán las manos en la tabla, de modo que no los pueda más retirar; él está, por lo tanto, inclinado hacia adelante, con las manos como clavadas; cuando las ve venir suelta el grito de la garganta. A todo esto ellas ya han atrapado su dedo e invaden los matorrales de pelos esparcidos por ellos, se filtran por las hondonadas entre los nudillos, sobre las venas, y arremeten contra los pelos del antebrazo en dirección al rodete de la camisa arremangada. Espera que sacuda los brazos ante sí en la cocina, que se restriegue de arriba a abajo, de un costado al otro, contra el barrote de la puerta y contra la baranda de la cocina. Sin embargo permanece en la misma actitud; solamente abre los ennegrecidos brazos llenos de hormigas y obstruye así la ventana. Sin parar, se escurre el enjambre de los pliegues de la camisa para abajo; las que tienen alas se elevan y se le lanzan zumbando sobre la cara. Ahora puedes ver cómo afuera, las otras se amontonan sobre el muro y sobre el marco de la ventana; se montan unas sobre las otras; las de atrás empujan a las de adelante hasta formar una muralla ante el vidrio; las piernas que resbalan, el rebotar de las cabezas, el salpicar del líquido animal, el batir de las alas, te llegan a los oídos como un suave hervor, como el sibilante murmullo del aire entre los pastos cortos y húmedos. Van formando una montaña negruzca ante los vidrios. No puedes ver dentro de la cocina ni oír sonido alguno que venga de allí. Estás absorto en el espectáculo. Cuando la puerta principal cede hacia adentro, ves con aterrada mirada sólo una sombra que anda, que a lo largo de la pared empuja contra la ventana. Entonces sacudes rápidamente la cabeza a uno y otro lado mientras la sombra va creciendo ante tus ojos; reconoces unas manos que sostienen un jarro enlozado, reconoces en las manos la camisa ahora caída, y en la cara, sobre la que se han lanzado las que tienen alas reconoces, bajo la nariz que da fuertes resoplidos, el bigote que te es conocido. El hombre no sostiene el jarro entre las dos manos arqueadas hacia arriba, sino que más bien se diría que ha arrojado el pañuelo sobre el asa y sostiene de esta forma el jarro en el puño flojo; cuando se inclina la boca del jarro ves el aire encresparse encima; sin embargo hasta ahora no sale vapor ni agua; te da la impresión de que el líquido está tenso y adherido al interior. Entonces, por fin, salta el chorro hacia adelante y da en el muro. En seguida el hombre vuelve a levantar el jarro y lo empuja lejos de sí, mientras, con la cabeza inclinada, contempla la ventana. Puedes ver el enjambre humear y .brillar; el olor de los cuerpos quemados te cae de nuevo en la laringe; tragas y miras, hasta que ves que todavía acrece la embestida contra la ventana y que desde arriba de todo las que están muertas caen por el empujar de las de abajo. El hombre va hacia un lado, hace balancear el jarro detrás de él, lo toma desde bien abajo y arroja enérgicamente el agua hirviente hacia adelante, en la dirección de la vanguardia del ejército, sobre la pared, hasta la mitad del vidrio. Entonces lo ves golpear con el puño contra el vidrio, y después, en ese lugar, la vanguardia invasora se retuerce y disuelve y se lanza sobre las otras, encima del marco. El se vuelve hacia tí y te ordena con un movimiento de cabeza que corras a la casa. En la cocina encuentras una mujer que sin prisa va echando pensativa en la enorme cuba el agua que va sacando con un cucharón del fogón. El paño de la cocina y los girones de una cortina fuera de uso enrollados en la manija, arrastra, encorvada y rengueando, la cuba hacia afuera, al patio, adonde está el hombre. Sólo cuando estás afuera caes en la cuenta de los achicharrados granos que hay sobre los aros de la tapadora de los fuegos, los granos estirados y aplastados en las hendijas del suelo y en los platos y cucharas, que, llenos de sabrosos alimentos, sólo ahora son tocados (y apenas) desde los preparativos para la comida; los pedazos de los miembros, sueltos, asados, con el agrio sabor de los excrementos de ratones, y abajo y arriba las alas arrancadas de las voladoras. Vosotros colocáis la cuba ante la ventana; tú retiras del asa el paño de la vajilla. Al ponerte también tú a golpear con él contra el muro, ves estos miembros deshechos también en los dobleces del paño. Además, el hombre te insta con la mirada a retroceder; te apartas entonces de los escalones, te sientas en el suelo y miras cómo el hombre atenta contra la vida de la manada. Cuando, ganando terreno, mete el jarro en la cuba, cuando retira el jarro lleno hasta los bordes; cuando revolea el brazo con el jarro, cuando después el chorro se estrella contra el muro, oyes el enjambre que asalta todavía sin desmayar los vidrios; te parece oír todavía allí chillar y zumbar, cuando respiras continúas aún tragando ese picante y agrio olor que te aprieta en lo bajo de la garganta. Ves a la mujer que está ahí... Ella no mira; ella no te mira. Mientras está así, como si dijésemos, con las manos sobre las caderas, no mira a ningún lado, o si lo hace no lo sabe. Que ya podría bien dejar eso, dice al hombre; que lo podría dejar estar; sin embargo él no afloja. No varía los movimientos, y mientras con mayor frecuencia él los ejecuta tanto más ella se aleja de él y se encierra en sí misma y se queda inmóvil. Él inclina la cabeza sobre la cuba, hunde el jarro en el agua y otra vez hace restallar el chorro contra el enjambre. Mientras tanto tú puedes ver a dos de las con alas (o quizás más) agarrarse de su cara, que no da muestras de gusto ni de disgusto; las otras se atropellan y nadan en el agua, hacia la parte baja del muro, pequeñas y retorcidas en las ranuras de la tierra. Entonces la mujer pasa con sus tranquilos movimientos entre el hombre y la ventana. El interrumpe su agacharse y levantarse, y aunque esto es sólo un compás de espera, por este medio se le pasa un poco la obcecación. La mira y le pregunta algo; como ella no contesta pero escurre haciendo círculo la charca formada por el agua que chorrea del marco; él suelta el jarro de la mano y lo deja caer en la cuba. Rellena las hendiduras arrastrando con los zapatos arena hasta el muro; pisa la arena, la pisotea y apisona hasta que el suelo se seca. Al mismo tiempo se fija en los pies de la mujer, para no manchárselos; esto puedo verlo antes de que él, con las hormigas en la cara, pase junto a mí y se siente algo más arriba, en el más alto de los escalones.

De pronto oigo entonces que unas personas hablan desde otro lado; oigo a la mujer decir que él tiene algo en la frente. El hombre no se calla todavía, pero entonces lo siente sobre la piel; una hormiga, le oigo decir desde otro lugar. No obstante, no se anima a apoyar contra el borde del plato el cuchillo con el que acaba de cortar la carne, golpearse la frente con el dorso de la mano; ni siquiera deja de masticar, ni mueve los ojos, a menos que el vagar de las pupilas de aquí para allí y para allá tire consigo de la piel. Las mordeduras que soportan en las mejillas le pone la cara monstruosa; los huesos lucen con los desvaídos colores de las casas antes de la tormenta. El no se anima a mover los párpados o por encima de ellos arquear las cejas contra la frente; el bocado con tragado proyecta una sombra deforme sobre su oreja; se disipa el brillo sobre su pómulo. ¿Cuánto tiempo podrá todavía continuar sentado sin que la saliva haga deslizar el bocado por la garganta, y por medio de este movimiento ponga toda la cara en movimiento, lo que podría asustar un poco al insecto y excitarlo? ¡Si no es una hormiga!, dice mí hermano.

Ya basta, dije yo.

No, dijo él.

Sí.

No.

Sí, dije yo.

No.

¡Sí!

Sí, dijo él.

No, dije yo.

Deja ya, dijo él.

No.

Puesto que él sigue comiendo; puesto que sigue hablando "como si nada hubiese pasado"; puesto que su voz, al levantar la mano hacia la frente sólo titubeó un poco y se hizo más lenta, seguramente se quitó de la cara tan sólo la punta quemada de una paja.