La relación de la hermana
Cuando ella vio rodar sobre la pared la luz del jeep bajó corriendo a la habitación grande, donde las mujeres, después de haberse resignado a la noticia pronunciaban sus rezos sobre el hermano muerto, cuya cara y cuerpo ya habían sido lavados y este último vestido de fiesta. Ella, sin embargo, no habría dicho nada respecto del jeep a los fúnebres huéspedes; con cara ausente había ido hasta el trinchante, y al acaso tomando con un hisopo agua de un vaso que antes se había usado para beber, roció el onduloso lienzo que cubría los despojos del hermano ahogado. Cuando después, de vuelta al banco, retrocedió hacia la pared, y estando sentada con las rodillas muy apretadas miraba con grandes ojos la puerta, las mujeres sentadas a la mesa decían lo que decían moviendo los labios sueltos adelante y a los costados, sin que se tocasen, de modo que las palabras de sus rezos carecían de sonidos articulados, máxime cuando pronunciaban en coro, y los rezos no parecían recitados por seres vivientes sino por muertos, desde bajo de la tierra. Siempre que las mujeres hablaban, las manos estaban sobre la mesa como agarrotadas y en el ir y venir de sus movimientos (que era el de la regularidad átona del coro) raspaban las anillas de las tazas de té contra la madera lavada con sal.
Sin estar todavía hundidas en sus obscuros atuendos y sin haber aún estirado sobre sus cabezas los negros paños de seda, se habían apretujado alrededor de la mesa, calzadas con altos botines de goma y lucían en las medias algunos toques de barro. Habían llegado en el orden en que estaban sentadas a la mesa. Al recibir la noticia, habían dejado todo tal como estaba, parado o acostado y habían corrido desde las casas vecinas, por entre la nieve que caía espesa y más espesamente, con los vestidos y los paños de la cabeza ondeando adentro, para asistir al muerto y procurarle lo que él necesitaba; cumplido esto, después de caer las sombras, se sentaron alrededor de la mesa y rezaban. Una de ellas comenzaba una fórmula, y las otras, cada cual a su modo, levantaban las cabezas y murmuraban las respuestas entremezcladas, hasta que la primera, que había bajado la cabeza durante la respuesta, retomaba el versículo alzando nuevamente la cabeza.
Ella miraba fijamente a la puerta, dijo mi hermana. Al parecer ninguna de las mujeres había oído parar al jeep; no obstante, ella esperaba que interrumpiesen inmediatamente sus rezos, y dirigiéndose huidizas miradas entrelazasen sus cabezas en una conversación natural. Sin embargo nada de esto ocurrió; sumergidas en su oración, no hicieron caso de lo que sucedía afuera, en el patio. Ante la puerta de entrada, los miembros de la fuerza armada, por un contratiempo que ella no había podido comprender al momento, se habían detenido y retardado más o menos por el tiempo de una corta conversación mantenida afuera, de modo que ella cayó en el error de pensar que antes podría haber oído mal; después, sin embargo, los soldados, tras haberse quitado la nieve de las botas entraron con pesados pasos en el corredor. La puerta de la habitación en que se encontraba mi hermana y las asistentes al velatorio había sido barnizada de marrón; suelta y de costado (siempre por alguna causa cualquiera) la llave colgaba de la cerradura, por la parte de adentro.
Con los codos y la camilla, los soldados habían rozado la pared y escalado el muro, sin que sin embargo ni siquiera por estos notables ruidos las orantes hubiesen alterado el orden de su reunión.
Ellos me trajeron por la galería. Una voz, dijo ella, que mostraba el camino y la puerta a los que me transportaban, de tal manera le había llamado la atención por su tono que la hizo levantarse del banco a toda prisa y dirigir sus pasos hacia la puerta cerrada, o de otra forma, dijo ella, más exactamente; la puerta o la apariencia de puerta se habría abierto de golpe (nunca lo había sabido con exactitud) al mismo tiempo que se movía hacia ella. Mientras tanto (así contó) un tercero y un cuarto soldado se sacudían el calzado a la entrada.
¿Qué hubieses hecho tú, preguntó ella, si en el preciso momento en que estiras la mano hacia el picaporte, o cuando ya lo tienes completamente asido, es bajado y empujado desde afuera junto con tu mano y la llave floja cae de la puerta?
La mujer ha entrado, y sin decir palabra me ha invitado a la mesa.