El halcón avispa

Este no es el camino. ¿Había, entonces, un camino como el que va al pozo de la arena? No, tampoco era el camino del pozo de la arena; era un camino extraño, que yo nunca vi; un camino de campo que no pasaba por un campo. Alguna vez he visto a este pájaro con el vientre blanco, pero no aleteando sobre ese lugar, ni sobre las negras cascaras de una banana; también alguna vez he visto las cascaras de banana, sin embargo no en un camino, sino sobre el zócalo de cemento de un alambrado que cercaba la escuela, sobre la que después cayeron las bombas. El pájaro que yo vi golpeaba con la sombra las esparcidas cascaras de banana, aunque estaban allí tiradas en el polvo, sin valor alguno, se encogían y estiraban bajo los fuertes golpes de la sombra. Yo vi este pájaro, parado ante un árbol en el pozo de la arena. Escarbaba la tierra, y, sin embargo no miraba hacia ella, como por lo general se describe de tal actividad, sino que con "el pico fuertemente encorvado" miraba hacia el árbol; nosotros lo veíamos estar parado y mirar al árbol; él caminaba, inclinándose, con sus pasitos, adelante y atrás; brincando en un cuarto de círculo, de tanto en tanto echaba ojeadas al árbol; después empezó a graznar. Con los cuellos estirados, nosotros lo espiábamos; le oímos gruñir; vimos cómo eyaculó sus heces dejando una larga huella tras de sí, mientras graznando batió las alas y desapareció. Las piedras que le arrojamos cayeron sorda y pesadamente detrás de él, en la arena. Yo vi este pájaro; yo vi la sombra de este pájaro que me era conocido, ondear sobre las negras cascaras de una banana, y la sombra hizo levantar el polvo, porque las alas del pájaro estaban tan cerca. No era el camino que ahora transito; no vi después piedra alguna, ni siquiera este tacón de una suela de cuero, ni la hilera de enormes agujeros de taladro sobre la que ahora yo camino, ni esta chata lata de conserva o estas tapas de botellas, ni esta pisoteada, polvorienta bosta de caballo, ni este mismísimo papel... no, que no es una carta, que se hincha, duro y quebradizo después de la lluvia de la noche; tampoco estaba este chato, ya no más encombado, surco de las llantas del carro, que lima y desmenuza las piedras que emergen sobre la superficie del camino; no era el camino por el cual yo ando ahora, y en el que piso un redondo pedazo de madera podrida; no el camino por el que yo voy, pisando una desgranada mazorca de maíz; no el camino en el que mi próximo paso me conducirá hacia una bolsa de cemento vacía; no era el camino que ahora lleva al pie a posarse sobre un grueso clavo, sobre este tornillo, sobre un cartucho vacío y pisado, que la punta del zapato despide contra el pasto; no el camino sobre el que ahora, de este corto paso se desprenden hacia abajo los otros cortos pasos, pisando los crujientes restos de la comida perdida, la cual, mientras más avanzo, tanto más frecuentemente se va acumulando y me señala el desvío hacia la ruta; no este camino, este aquí, por el que me dirijo con ansiedad, a paso ligero, hacia la carretera. La sombra del pájaro ondeaba sobre otro camino. Lo veo otra vez; ya no ondea más; está quieto y se hunde en las cascaras negruscas. El pájaro se lanza hacia abajo, y al caer aspira su sombra hacia su propio vientre. Junto con las sombras despedaza las cascaras que también podrían ser las de una naranja podrida. El interior es desgarrado en claros, desflecados cráteres. Alrededor del lugar del hecho se incrustan en el polvo los restos que caen del pico del pájaro. Pero no es solamente esta fruta en lo que se atornillan sus garras; inútilmente me esfuerzo por ver lo que estruja en ellas, porque ahora las cimbreantes alas retuercen y arremolinan el polvo sobre ellas y sobre las cascaras y sobre el camino, y cubren de gris y calina (como se lee en muchos relatos) esta vista, de modo que yo, que también estoy espiando no alcanzo a distinguir entre la polvareda ni el lugar del impacto ni lo que lo rodea.

Los pasos ya empujan y aprietan el pie en el asfalto líquido.