El sueño
Una vez en la noche oí que mi hermano había vuelto y que estaba acostado del otro lado del patio, en el granero. Entré en el dormitorio y desperté al padre: El hermano está acostado allí en el granero; ha vuelto. Levantémonos y vayamos a él. Mientras yo hablaba, los vecinos habían entrado por la puerta, murmurando, y se habían colocado a derecha e izquierda de la cama del padre, desde donde se inclinaban sobre él, porque estaba acostado y se apoyaba entredormido sobre los codos. Después oí, de lo que decía la gente, que mi hermano estaba enfermo. El hermano está muy enfermo dijo el padre protestando, y como él solamente volvió a mirarme, empecé a ir de un vecino al otro, y alzando la voz, les increpaba y les pedía tuvieran la bondad de decidirse por fin, y les suplicaba insistentemente con las manos juntas y en alto, sin vergüenza alguna. Mi hermano yace allí enfermo, en el granero, sobre el carro. ¡Vamos! Tenemos que ir a él y traerlo adentro, a la habitación. Sin embargo los vecinos, con puntiagudos sombreros negros de los que colgaban cintas de colores, me dieron la espalda y corrieron todos juntos y hablaban con desprecio del hombre que yacía a sus pies sobre la desnuda bolsa de paja, con los pantalones desgarrados, que, "como hendiduras en el techo de una porqueriza de los cerdos", les permitía ver el agotamiento y anonadamiento de sus fuerzas. Yo veía su pecho enflaquecido, sin vellos, con grandes manchas hepáticas. Yo le veía el ombligo, transformado por la suciedad, parecido a la suciedad de los peines usados. Así las cosas, y como seguía suplicando a los hombres en el descolorido aposento, creció en mí una rabia incontenible y una incontenible aflicción, y así fue que tuve que apartar la mirada, y vi tras la ventana una clara y coloreada noche, y en la noche vi extenderse un puente nunca visto, y sobre el puente vi pasar un autobús de una construcción parecida al de aquellos en que muchas empresas eléctricas presentan sus mercancías, y el autobús era más largo que un pueblo y que un largo tren de carga, y su vista se extendía sobre toda medida, de modo que la visión no tenía fin. Y nuevamente oí de lo que se decía que en el granero, en el cual hacía un instante yo había visto el azadón tirado entre el aserrín y desparramada la pila de leña, acababa mi hermano de reventar miserablemente; pero cuando yo miré las ruedas del coche ir en cierto modo rodando al paso de alguien que lo acompañaba, o fue solamente que vi andar las nubes tras los cristales, y que, por su movimiento, percibía el rodar del coche; vi la larga y ancha cobertura de cristal, cortada verticalmente por el centro en dos mitades por un piso de tablas de pino resinosas y recién cepilladas, y sobre el cual yacía mi hermano, salidos de los talones los zapatos colocados de punta verticalmente. Pero lo que yo veía entonces ya no estaba más fuera de mí, y no era más de forma tal que no pudiese saber si era realmente así o solamente que yo dormía; tampoco me separaba ya de ello ninguna diferencia de lugar y ninguna distancia que no tuviese que medir con el metro plegable, y que para superarla tuviese yo que ir del lugar donde estaba al lugar donde estaba eso que ahora veía; para poder (por ejemplo) dejar en el polvoriento metal del coche las señales de mis dedos que pudiesen demostrarme que yo estaba ahí y que me había trasladado de mi sitio a algún otro; lo que yo veía no lo vislumbraba por sobre mis ojos ni!o consideraba el cerebro para darle el nombre que hubiese elegido, ni estaba en consonancia o en disonancia con los nervios, de lo que puede desprenderse una sensación; lo que yo veía no lo veía por intermedio de los ojos sino por el estremecimiento de la cosa inanimada misma, que yo no percibía ya como algo distinto y alejado de mí, porque ella, solamente por el hecho de que yo la veía, me destrozaba las venas, como si esta cosa inanimada pudiese, por así decir, mientras no era ya más evidente para aquel que la contemplaba sin los ojos, estremecerse de dolor y transmitir este dolor ajeno al que la contemplaba, y como si fuera esa ridícula aflicción en mi interior que les hacía golpearse la cabeza con los puños a los vecinos y los hacía reír a gritos, sólo la inextinguible, incesante aflicción de esta cosa: del neto y sombreado perfil de goma de las ruedas con los claros granos de las vainas aplastadas en ellas, de los resecos grises salpicones de los insectos reventados contra los cristales, de los toldos que zangolotean lentamente, como en el agua sobre el envarillado del techo, de la escalera metálica doblada en la parte posterior y que emerge ahora luminosa de la niebla, de las guedejas del heno enmarañado en los paragolpes y en el caño de escape, esmeriladas sobre el asfalto del puente. El que yacía debajo de mí sobre la cama fue llamado padre mío porque una vez se vació sin consideraciones dentro de mi madre.