El juego de Cartas
Una vez estaba yo debajo de la mesa mientras ellos jugaban a las cartas, y no pude más salir. Me había quedado dormido allí abajo, y cuando desperté vi en mi derredor ocho zapatos y ocho piernas que eran los postes liminares de mi coto. Me encorvé hacia arriba y golpeé con la coronilla contra la parte de abajo de la mesa, de modo que los cubiertos tintinearon en el cajón. Me acurruqué y exploré con la nariz los olores de los hombres que jugaban, con el oído las voces que emitían de sí y con los dedos las manchas de los líquidos que ellos esputaban abajo suyo, sobre el suelo, por entre los muslos que entreabrían.
Al pasar la mano por allí, las más de las veces ésta venía a dar con las ya endurecidas y cristalizadas córneas de los líquidos de los domingos anteriores, y así era sorprendida y cogida en falta por los aislados, todavía frescos, proyectiles en que resbalaban los dedos. Yo me hundía en reflexiones bajo la mesa, mientras con la cabeza pensaba en alguna salida por aquí o por allí; los zapatos de mi padre, que reconocía porque tenían metidos los cordones bajo la suela y porque las abrazaderas colgaban como lenguas a los lados de la línea de cierre, mientras que arriba en los pantalones las rodillas se rozaban apretadamente; por ahí había un espacio más amplío, que se estrechaba hacia arriba, de modo que quien quisiese pasar por él necesitaría solamente espolear un poco y empujar por entre medio, y estaría en libertad. Me encogí un palmo hacia atrás, hasta rozar con los talones la parte trasera de los zapatos del tercer jugador, y calculé el espacio que debería recorrer en la embestida. ¡Triunfo!, gritó mi padre. Me levanté y me introduje por entre el enrejado del recinto, pero resulta que mi padre, mientras recogía violentamente hacia sí las cartas sobre la mesa, apretó las rodillas, juntó los pies y atenaceó fuertemente el cuello de su hijo en un torniquete. ¡Paso!, triunfó él, dando un palmotazo sobre el mazo de cartas; recogió el juego y mezcló las cartas, sin levantar por eso los brazos de la mesa, sin respirar, sin aflojar el torniquete debajo de él; con el pulgar izquierdo, que un momento antes había descolgado del labio inferior, retiró una a una las cartas del mazo que sostenía con la derecha, y colocó en el hueco de la mano izquierda las restantes cartas, una a una, entre las que había levantado, antes de (y después de que a su derecha el primer jugador hubiese puesto el puño sobre el mazo) distribuir las cartas en círculo hacia la izquierda, siguiendo la marcha de las agujas del reloj, esta vez con la ayuda del pulgar derecho (antes había usado el izquierdo), que retiró húmedo del labio, enderezando para ello el cuerpo contra el respaldo, desde donde dio a cada uno la carta que le correspondía. Cuando tiré hacia atrás la cabeza, con las orejas estiradas y plegadas hacia adelante, el padre no obstaculizó al hijo en esa maniobra. ¡No va a salir!, le gritó al que tenía la mano, a lo que éste contestó: ¡lo lograremos! ¡Que sí! A lo que su compañero agregó gritando: ¡Quien ríe último...! A lo que el último jugador les preguntó en voz baja que decían ahora, replicándole así acertadamente. Sus piernas estaban cerradas, no obstante uno podía salir en ambas direcciones, pero cuando lo intenté él colocó diestramente el zapato contra mío o hacia allí por donde yo intentaba, mientras arriba, dirigiendo despectivamente sus miradas hacia uno o hacia otro, les daba tranquilamente las cartas desde sus manos. Me senté en el suelo y miré arriba, hacia el cajón, que, abajo, en la cara exterior, ofrecía todavía una hendidura. ¿Qué pasa?, gritó mi padre. Adelante, gritó el que llevaba la mano. No lo tomes a mal, replicó su pareja mientras tanto. Esperad ahora, advirtió a los otros el último, en el momento en que yo le incrustaba el cajón profundamente en el estómago y él los azuzaba nuevamente. ¿He hablado de más?, triunfó entonces, dando a los otros tamaño disgusto que le cortó la respiración. Lo oí cómo, sin dar vuelta ni cubrir las cartas elegidas, arrastraba hacia sí de a montones los puntos con todo el brazo doblado. ¡Esto no es posible sin trampa!, gritó después de cierto tiempo el que tenía la mano, que estaba sentado en el banco que da a la pared, de resultas de lo cual, aunque levantó los zapatos acompañando las palabras, no me pudo servir de nada. Me enrosqué en una pata de la mesa e investigué con los ojos los calcetines de su pareja, a quien el juego parecía emocionar. ¡Realmente!, gritó por encima de mí. Aquí hay gato encerrado. Sin embargo, al soltar estas palabras de su boca, adelantó el zapato y lo colocó verticalmente ante mi cara. Me encogí por ello hacia el centro. Me eché de espalda, me revolqué sobre el estómago, me doblé entero y me puse a dar vuelta arrodillado, de modo que los hombros se restregaban contra los barrotes de mi prisión; los hombres, no obstante, no se inmutaban. Agarré las piernas del padre por encima de los tobillos, y, a través de ellas, eché un vistazo a la pieza, en una esquina, sobre la cama, se acurrucaba dormido mi hermano y me devolvía la mirada; con elocuentes ojos le expuse mi apurada situación sin que él diese muestras de interesarse por ello; más bien aparentaba, mientras, inmóvil, miraba sin ver debajo de la mesa, una somnolencia posterior al sueño, que en alguna forma no le permitía hacerse una idea de qué podría ser esa cabeza que empujaba entre las piernas del hombre. Pero éste, mi padre, mientras de un manotón juntó en una pila todas las cartas que estaban sobre la mesa, se inclinó, bajando la otra mano de la mesa y se libró del apretón de su hijo, mientras arriba su voz daba a entender con el tono, porque le temblaba y (con otras palabras) respiraba dificultosamente dio a entender entre el torrente de sus palabras, que él no podía de ninguna manera seguir mirando sentado cómo podía ser puesta en tela de juicio su autoridad en la casa y ser, inclusive, denigrada por un vagabundo, un asaltante. Siguió reprendiendo a los presentes, sin que mientras tanto pudiese él mismo ponerse en claro sobre quién o qué lo había molestado de tal manera que ya no podía más contener su indignación; no contento con esto, les puso bien claro a todos que debían abrir bien los oídos y tener en cuenta qué mentiras y falsedades se contaban hoy en día, tales, auguró, que el vecino tenía que controlar al vecino y el marido a la mujer, para que al despertar no se encontrase un día con los graneros y corrales desolados, y éste, ya se lo podían imaginar, no sería ciertamente un dulce despertar. ¡Terminado el juego!, gritó después en tono funesto, enrojeciendo más y más con desagradables manchas en la cara. ¡Hay que ir al fondo de la cuestión! gritó aprobatoriamente el que tenía la mano. ¡Por supuesto! gritó su pareja. Pero tú diste, se desentendió en voz baja del injustificado reproche el último jugador. ¡Y mal dado!, detuvo la alusión en el aire el que tenía la mano. ¡Hubieras cortado como se debe!, mi padre volvió a pasar el reproche en dirección de las manecillas del reloj. ¡Una palabra más!, le significó mi padre peligrosamente. ¡Vamos a la cuestión!, dijo el último. A la cuestión, intervino el que tenía la mano. ¡Y sin demora!, aclaró su pareja. ¡Juego terminado!, añadió secamente mi padre, después de haberlos examinado arrogantemente durante largo tiempo. Yo hice llegar una seña a mi hermano; yo emanaba seña, por así decir. Entonces me transformé yo mismo en una seña cuando desde abajo levanté la mesa sobre la cabeza y sobre las manos abiertas y apoyadas sobre los hombros; junté los pies talón con talón y los separé estirándolos hacia adelante; los adultos se convulsionaron. Cuando recibí la reprimenda sobre los brazos, más arriba de las mejillas, pude ver a través de la camisa los temblorosos músculos. Las rótulas de las rodillas se pusieron blancas de tan afiladas. Vi cómo los dedos de los pies se entrelazaban unos con otros y perdían el equilibrio. Apenas si en los órganos sexuales pude sentir que la mesa tenía aire por debajo. Los temblores del pánico y las lágrimas se me subieron a los ojos. Levanté la mesa con sus cuatro patas, como si los hombres todos, sin excepción hubiesen empujado con sus zapatos, y la mesa (así les habrá parecido) se hubiese parado sobre sus zapatos. Pero, cuando con la cabeza pesada, me di vuelta hacia mí hermano, la mesa se deslizó de costado por los hombros abajo; la vi tocar nuevamente el suelo de costado, con dos patas; entonces agaché la cabeza y ella tocó el suelo otra vez con las cuatro patas y allí se quedó parada; solamente las monedas sonaron y tintinearon un poco al caer sobre mí, según lo que después comentaron entre sí los hombres. ¿Quién va ahora?, gritó arriba mi padre. Sí. ¿Quién?, gritó el que tenía la mano. ¡Esto me pregunto también yo!, gritó su pareja. Tú andas por ahí, dio a entender tranquilamente el último. ¿Yo?, gritó el que tenía la mano. ¡Esto no lo veo claro!, gritó su pareja. ¡Corta ya!, disipó nuevamente sus preocupaciones el último, y no dejó entenderse más a nadie, de modo que se enfadaron seriamente y no volvieron a estar contentos por toda su vida.