XXVIII
Gran dolor. Embrutecimiento. Toda la ilusión de mi vida se desvanecía; el único anhelo que había tenido y que tendría probablemente. En la casa y en la calle, en la vigilia y en el sueño, su imagen me perseguía. Recordaba la mirada, su sonrisa, y, sobre todo, su voz, y esto no me producía consuelo, sino cansancio y desesperación. Una parte de mi alma quedaba serena y fría, y protestaba de esta preocupación excesiva. Ella me sugería la idea de que mi tristeza era una rutina, un lugar común, una transigencia con mi sentimentalismo convencional. Ahora veía que mis intentos de dar seguridad a la existencia habían salido fallidos. No había seguridad contra el Destino y contra lo determinado por las contingencias del azar. Se temían las moscas, y el peligro llegaba en un automóvil; se pensaba en la miseria, y se veía uno enfermo del tifus. No había manera de prever nada. Lo mejor era entregarse a los acontecimientos, no tomar precaución alguna.
«¡Ya! ¡Basta de trabajar noche y día!», me dije.
Ya no tenía ninguna ambición. Todo aquel trabajo ingrato que había realizado durante tantos meses me parecía horrible.
Me decidí a hacer un gran viaje. Lo mismo me daba ir a un sitio que a otro; pero, en la época, era muy difícil para un español entrar en cualquier país.
Fui a varias agencias, y comprobé la dificultad.
—¿Por qué no va usted como turista a Italia? —me dijeron en una de esas agencias—. Eso, probablemente, será lo más fácil. Nosotros se lo arreglaremos a usted.
Fui a Italia, y anduve de aquí para allá, viendo muchas cosas y sin fijarme fuertemente en ninguna. Cuando me iba a faltar el dinero, me presenté en Roma, en el Consulado español, y entré en la zona nacional por Cádiz.