XI
Unos días más tarde, Susana, me escribió una carta diciéndome que fuera a la calle Gazan, enfrente del pabellón del parque de Montsouris, y preguntara en el último piso por la señora Bartas o por su hija Atalia, y dijera que iba de su parte. La dueña me mostraría un cuarto, que alquilaba por ciento cincuenta francos al mes. Más tarde, si me entendía bien con ella y con su hija, podría quedarme en pensión.
Fui en seguida. La señora Bartas exigía que su pupilo se retirase de noche pronto, a excepción, claro es, de algunos días extraordinarios; no diera escándalos y no tuviera visitas de damas jóvenes. El cuarto me parecía muy bien: era ventilado y claro, y daba a una azotea, desde la cual se dominaba el parque. Era una habitación espaciosa, quizá un poco fría. Inmediatamente me trasladé a ella.
En casa de madame Bartas vivían madre e hija con una criada antigua. La madre, una señora de más de setenta años, pasaba el tiempo rezando y leyendo libros piadosos y algunas novelas antiguas. Su hija era una solterona de unos cincuenta años, picuda y de ojos claros. Maestra en una escuela del barrio, se manifestaba un poco doctoral y pedantesca.
La señorita Bartas decía que procedía de una familia ilustre de la Provenza. Esta señorita, muy amanerada, muy afectada y con muchas sutilezas, no era tan inteligente como ella se creía. Esto no le evitaba el ser buena persona. Hablaba con frases muy pomposas. La gente reaccionaba de una manera torpe, según ella; no se tenía elegancia ni en el ademán ni en la dicción; la mayoría de las personas no llegaban a poseer conciencia de sus actos, y la sensualidad más baja dominaba el mundo.
La criada era una vieja bretona, con su cofia. Se llamaba Clemencia, y conmigo era muy amable y parlanchina. Según ella, en los pueblos bretones se vivía muy bien. Solamente los borrachos acaban arruinándose; pero, a pesar de esta opinión, ella mostraba cierta afición inveterada a los licores.
En la casa pude trabajar con el máximo de intensidad. Encendía la estufa muy de mañana, me sentaba a la mesa y comenzaba a traducir. Ya parecía que mi vida iba tomando caracteres de fijeza y de seguridad. Algo más, y podía empezar a ahorrar.
Andrea, la rumana, me proporcionó dos lecciones de unas norteamericanas amigas suyas.
Una de ellas era judía, de un tipo extraño, morena y con ojos azules y de un genio violento. Tenía un novio, también judío, que la acompañaba, y reñían a todas horas.
—Le detesto a usted —le decía ella con frecuencia.
La otra muchacha, de origen inglés, católica y rubia, era una Ofelia. Hablaba el francés con una vacilación muy suave y muy simpática.
—Cuando hacía buen tiempo, salía yo a la azotea, y podía ir viendo cómo los árboles del parque de Montsouris se despojaban de sus hojas, que marchaban volando con el viento, y cómo luego las ramas secas dibujaban un arabesco negro en el cielo gris.
Al anochecer, en los días de otoño ya avanzado, había un aire nebuloso, mezclado con humo de leña, que venía de lejos y tenía un buen olor de campo.
Después durante el invierno, las nubes oscuras iban pasando por el cielo, y bandadas de pájaros cruzaban trazando un triángulo por el cielo gris, y sus graznidos se oían en el aire tristemente. En dirección del centro de la ciudad se veía una serie infinita de tejados entre la bruma, y dos cúpulas azules. Hacia las afueras se extendían las casas bajas de Gentilly, y el alto del fuerte de Bicêtre, con sus árboles, se destacaba en la niebla.
Algún tiempo después de mi traslado a la calle Gazan recibí carta de la familia. Todos estaban bien. Al parecer, mi hermana se casaba y los chicos seguían sus estudios en el pueblo, sin novedad.
Días más tarde, Susana me invitó a tomar el té en su casa.
La señorita Bartas me advirtió que mi indumentaria era un poco insuficiente, y me acompañó a un bazar, donde compré algunas prendas, al parecer, necesarias.
Ya un poco elegantizado, me presenté en casa de Susana. El señor Roberts tenía un estudio magnífico, con cuadros y estatuas de valor. Se veía en él un gusto romántico y una tendencia a lo pintoresco y al orientalismo. Hablamos y me mostró los cuadros, los suyos y los ajenos, y yo di francamente mi opinión sobre ellos.
En el estudio, en compañía de Susana, había dos señoras, madame Frossard y su hija.
Madame Frossard, amiga de la casa, era ese tipo de mujer de la burguesía francesa, muy atractiva, muy desconfiada, muy inteligente. Mujeres acostumbradas a hablar con gente culta, que han aprendido lo que saben de viva voz y que tienen el arte de lucirlo y de hablar, y, probablemente, de escribir, con gracia y con ligereza.
La hija de esa señora era una casada joven, cuyo marido, al parecer, tenía mucho dinero. Quedé un poco sorprendido al hablar con ella. Tenía una libertad de lenguaje, un atrevimiento y una coquetería que me dejaron atónito. Vestía, además, con mucha exageración e iba muy maquillada.
Yo sospeché si Susana habría llamado a las dos para que me estudiaran a mí, y con ese objeto habría preparado la entrevista. Ya sobre aviso, estuve de una prudencia excesiva y me pinté a mí mismo como un hombre pobre y sin pretensiones.
Debí de despistar a la señora y a su hija, lo que me hizo reír interiormente.
En mi visita en casa de Susana pude notar la preocupación del señor Roberts por las moscas. El pintor interrumpía su conversación para mirar en todos los rincones por si había algún insecto. Si lo encontraba, cogía una raqueta de tela metálica y de alambre para matarlo.
La señora Frossard y su hija se miraban una a otra con una señal de inteligencia, y sonreían.
La hija de la señora Frossard dijo que tenía que encontrarse con unos amigos en el bosque de Bolonia, y que se marchaba. Su madre se decidió a irse con ella.
—Pero ¿es que son así las casadas jóvenes? —pregunté a Susana.
—Algunas —contestó ella, riendo.
Cuando nos quedamos solos el señor Roberts, Susana y yo, tuvimos larga disertación sobre las moscas.
—La mosca parece que es un elemento de contagio terrible —me dijo el señor Roberts.
—Sí —contesté yo—: el cólera, la liebre tifoidea, la tuberculosis, la peste bubónica, los transmite de una manera indirecta, infectando los alimentos; y la conjuntivitis, la oftalmía y el carbunco los propaga directamente, posándose en la piel o en las mucosas. Es un insecto que vive sobre toda clase de inmundicias y lo contamina todo.
—En fin, que estamos rodeados de peligros —dijo Susana, en broma.
—No hay que reírse, hay que tener un poco de higiene, dar seguridad a la vida —indicó el señor Roberts.
—Preocuparse de eso, me parece una tontería —indicó Susana.
—No, no, eso no —protestó su padre.
—Lo malo es que no se sabe nunca nada definitivo —añadí yo—. Usted habrá oído decir que hay heridas que se curan antes cuando las tocan las moscas.
—Eso es un disparate —refunfuñó el señor Roberts—; aunque fuera verdad, habría que callarlo.
Luego me preguntó:
—Y usted, que es farmacéutico y químico, ¿qué procedimientos sabe usted para luchar contra las moscas?
—Creo que los conocimientos que yo pueda tener los sabe todo el mundo. Lo que no sea social, colectivo, es de poco valor. Porque ¿que vale que en su casa no haya moscas si las hay en la del vecino? Inmediatamente vendrán a la suya. Un sistema que podría dar resultado sería inocularles una enfermedad; pero esto constituiría un gran peligro, porque la comunicarían. Las moscas parece que tienen una gran inmunidad para los microbios que pasan por su cuerpo y por su intestino. A ellas no las atacan, y como los retienen sin que pierdan su virulencia, los gérmenes se propagarían más.
—Pero, individualmente, debe de haber algo.
—Sí, el plato de agua azucarada con arsénico o con formol, una de esas cajas que tienen varias margaritas de paño empapadas en veneno, las raquetas de los norteamericanos, que usted tiene. Uno de los procedimientos que debe de ser eficaz es el regar con una solución de desinfectante el estiércol de las cuadras, que es donde las moscas suelen poner sus huevos; pero falta que los que tienen cuadras lo quieran emplear.
—Aquí tenemos un vecino que tiene una, y yo he intentado convencerle para que riegue el estiércol con un desinfectante; le he dicho que se lo pagaré, pero esto le parece casi una ofensa.
—¡Qué se va a hacer! La ciencia no llega a la gente, y un procedimiento mágico convence más y hace más efecto que otro científico.
—Es que la ciencia es tan poca cosa…
—Sí, quizá; pero es lo único que hay en la esfera de los conocimientos.
El señor Roberts pensó, sin duda, que habíamos tratado con demasiada extensión el capítulo de las moscas, y me mostró una hermosa biblioteca de libros antiguos y modernos, la mayoría muy bien encuadernados.
—¿Lee usted? —me preguntó.
—No, no tengo tiempo ni libros. Me paso traduciendo siete u ocho horas al día; doy dos lecciones de una hora y después no tengo ganas de leer.
—¿Habrá usted leído el Quijote?
—Sí, claro, pero mal, saltando páginas…
—Pues le voy a prestar a usted una edición en español en cinco tomos pequeños.
El señor Roberts vino con ellos.
Era una edición bonita, con algunas láminas, hecha en París en 1823, en la rue de Tournon, que tenía en el primer tomo el estudio de Pellicer sobre la obra de Cervantes.
Tomé los libros, sin idea de leerlos.
Susana estuvo muy amable conmigo.
—¿Está usted bien en su nueva casa? —me preguntó.
—Sí, muy bien; le agradezco a usted mucho su favor.
—¿Se entiende usted con la señora y la señorita Bartas?
—Sí. La madre es una mujer amable y complaciente; la hija es, a veces, demasiado moralista y predicadora.
No quise decir que, para mí, era una pedantona inaguantable.
El que lo dijo fue el señor Roberts, que caricaturizó a la solterona de una manera agresiva. Después añadió que el hombre que mejor había comprendido el destino de las mujeres era el señor Landrú.
—No he oído hablar de él —dije yo.
—¿De verdad? ¿No sabe usted quién era Landrú?
—No. ¿Quizá era algún filósofo?
—¿Qué edad tiene usted?
—Aún no he cumplido los treinta.
—¡Ah, ya! Y lo de Landrú fue hace diecisiete años. Usted sería un chico, y quizá a su pueblo no llegara la noticia del suceso. Landrú era un asesino cómico y genial. Citaba a algunas pobres mujeres en una casa de campo, y allí las mataba, las robaba y luego las quemaba en la cocina, en el hogar. Yo tengo una caricatura, que otro día se la enseñaré, en que Landrú le dice amablemente al que fue su abogado en el juicio, Moro Giafferi: «Hay que reconocer, mi querido amigo Moro Giafferi, que en ninguna parte está tan bien la mujer como en el hogar.» ¡Tiene gracia!
—Yo no le encuentro ninguna gracia, papá —dijo Susana—; no veo por qué nosotras somos dignas de ser quemadas y vosotros no.
El señor Roberts se rió con malicia, y hablamos después de otras cosas.
—Veo desde mi azotea la ventana de su cuarto, por encima de los árboles del parque —me dijo Susana.
—¡Ah! ¿Sí?
—Sí. Desde su ventana debe de verse también nuestra azotea.
—¡Ah, claro! Pero yo no sé cuál es.
—Pues yo se lo indicaré.
—¿Cómo?
—Hay en nuestra terraza un poste alto con una antena y una bandera francesa; la pondré en ella el primer día que haga buen tiempo.
—Entonces, le voy a hacer una petición, que no sé si le parecerá impertinente.
—¿Cual es?
—Que cuando quiera usted pasear conmigo en el parque, las tardes que tenga libre, ponga usted esa bandera en la terraza.
—Muy bien, así lo haré.
Lo hizo así. No vi, en las primeras tardes que paseé con Susana por el parque, a Edmundo, el pretendiente de la muchacha, lo que me ilusionó y me dio esperanza.