VI

Muchas tardes, desde aquel día, fui al taller de Till Fortuner. Le veía trabajar, y hablaba con el mecánico largamente. El taller no era muy grande, pero estaba arreglado con mucho orden. Tenía un ventanal, que era al mismo tiempo escaparate. En el cristal de la puerta había un anuncio que decía: «Entrad sin llamar.»

Éramos un poco semejantes Till y yo con parecidas inclinaciones. Lo único que nos diferenciaba era que Till tenía una gran afición a los deportes y a jugar al ajedrez; en cambio, a mí, tanto los deportes como el juego de ajedrez, y como la mayoría de los juegos, me parecían muy aburridos.

Fortuner tenía tres o cuatro agentes que le buscaban trabajo, y, cuando lo encontraban, cobraban una pequeña comisión. Uno de ellos era un viejo a quien yo llamaba Víctor Hugo, porque tenía cierto parecido con el célebre escritor francés.

Víctor Hugo era un proyectista y un optimista a prueba de desengaños. Venía siempre con planos en el bolsillo, de grandes inventos, que la mayoría de las veces eran puras fantasías. Cuando Till le demostraba que sus proyectos eran utópicos e irrealizables, decía:

—Bueno, bueno, otra vez acertaremos.

Y se marchaba tan contento y tan sonriente.

Otro contertulio de la casa era un vendedor de papel y de objetos de escritorio, que tenía su tienda en el bulevar Jourdan. Solía llevar libros para que los leyera Till.

El taller de Fortuner fue para mí un gran recurso; veía que no importunaba al mecánico con mi presencia, y muchas veces, cuando le encontraba trabajando con la lima o dibujando un plano, cogía un periódico o un libro, me sentaba y estaba leyendo en un rincón.

En el taller me encontré una tarde con una señora inglesa, arquitecta, que había ideado un aparato para sacar copias exactas de los dibujos, y que lo estaba construyendo Till. Esta inglesa, aún joven, tenía un aire agudo e inteligente, y era, al parecer, gran jugadora de ajedrez, porque ganaba repetidas veces al mecánico, a pesar de ser éste jugador de primera fuerza.

Charlé largo rato con aquella señora arquitecta, que se manifestaba de ideas muy atrevidas, y que unos días después me indicó que era la mujer de un ingeniero polaco y que estaba divorciada.

—Es la moda —repuse yo.

—Me ofende usted diciendo eso —replicó ella.

—¿Por qué? Yo, naturalmente, no voy a creer que usted se haya divorciado por seguir la moda. Supongo que tendrá otros motivos.

—Veo que tiene usted mala idea de las mujeres.

—Poco más o menos, como de los hombres.

Una semana más tarde, un sábado, la arquitecta inglesa nos invitó a Till y a mí a ir con ella y con una estudiante china a una casa del bulevar Montparnasse, en donde tenía su estudio una pintora polaca amiga suya. Primero comeríamos en un bar ruso y luego iríamos a visitar a la polaca.

Nos citamos a las siete de la noche en un café del bulevar Jourdan.

La arquitecta y la china se presentaron con puntualidad.

La china era una mujer alta y sonriente, con un aire un tanto fiero; llevaba un magnífico abrigo de piel amarilla moteado de negro, como de pantera. A mí se me figuró una amazona que debía aparecer con un yatagán o con un sable corto cortando cabezas.

Salimos del taller de Till, llegamos a la Puerta de Orleáns y tomamos el Metropolitano. Bajamos en la estación de Montparnasse, comimos en un bar estrecho, en el mostrador, sentados en bancos muy altos, tomamos café y una copa de vodka. La inglesa me atacaba a mí por mi pesimismo y por mi spleen.

—Hay que ser optimista —me decía.

—Sí, está bien si se tiene motivo —contestaba yo.

—Y aunque no se tenga. Si se tienen motivos, ¿qué mérito hay en ello?

—Yo no pretendo tener mérito.

Salimos a la calle, entramos después en un portal próximo, antiguo, grande y destartalado, donde silbaba el viento con más fuerza que en el bulevar. Subimos a tientas por unas escaleras oscuras a un estudio lleno de cosas negras, que no se distinguían bien, y, después, por unas escalerillas de madera, a un taller espacioso, iluminado solamente por un quinqué de petróleo.

El local tenía un aire mixto de museo y de prendería. En las paredes había una gran cantidad de cuadros, unos encima de otros, que no se veían más que vagamente, y, en el medio, mesas, sillas, estatuas, fanales de cristal, todo en la mayor confusión y lleno de polvo.

Había también por todas partes telarañas, que, a la luz del quinqué, se veían con sus dibujos geométricos.

La arquitecta inglesa presentó a la pintora polaca a sus acompañantes, a la señorita china, a Till Fortuner y a mí. La pintora era una vieja con aire de momia, con los ojos grises, la piel blanca, la voz muy débil, traje claro de seda y abrigo negro. Al parecer, no entendía bien lo que decían. Al presentarle a la señorita china, advirtió:

—Esto es una broma. Esta señorita no es china.

—Sí, sí —repuso, riendo, la aludida.

—¿De verdad?

—Sí.

—Y este abrigo que lleva usted, ¿es de algún animal de la China?

—No, está comprado en Londres.

—Es muy bonito.

Después, la inglesa presentó a Till, y como le dijera que era medio inglés, la polaca indicó que no le gustaban los ingleses porque eran demasiado prácticos.

—¿Yo tampoco? —le preguntó la arquitecta.

—Usted, sí, porque ha vivido mucho tiempo en Polonia.

—Y, sin duda, me he contagiado de polaquismo, según usted.

—Así lo creo.

Luego me llegó la ocasión a mí, y la vieja me dijo con su voz dulce y cascada:

—Ya sé lo que es usted. Es usted ruso, ¿verdad?

—No, español.

—¡Ah! Español. No he conocido españoles. ¿No quieren ustedes tomar un poco de té? Aunque yo no sé si habrá aquí algún cacharro para hacerlo.

—No se moleste usted. Muchas gracias.

Al cabo de poco tiempo, la pintora volvió a preguntarme:

—¿Así, que es usted ruso?

—No, precisamente ruso, no; pero no cabe duda que podría serlo.

La anciana pintora se levantó, dio unos pasos, y, de la oscuridad en que estaba el taller, vino con un loro, que puso en su falda y que lo acarició con la mano.

—¿Qué le parecen a usted estos pájaros? —me preguntó.

—Yo no sé de ellos más sino que dicen que viven mucho tiempo y que tienen una enfermedad que se llama psicatosis.

—Eso, no, pobrecillos. ¡Qué van a tener esa enfermedad! Si la tuvieran, no vivirían largo tiempo.

—No, evidentemente, no todos los loros la tienen.

Poco después salió de su rincón un viejo gato de Angora y se subió a la falda de la polaca. El loro refunfuñó, como molesto por tal impertinencia. Luego apareció un perrillo de lanas, medio calvo, que se juntó a los otros animales.

Till Fortuner dijo a la señorita china que allí había ratas, porque se las oía meter mucho ruido al roer con los dientes la madera de algún mueble.

—¿Tiene usted ratas aquí? —preguntó la señorita china a la polaca.

—Sí, ¡pobres!, no hacen ningún daño. ¿Es que las tiene usted miedo?

—Los chinos no deben de tener mucho miedo a las ratas —advirtió la arquitecta inglesa—, porque se las comen.

—Yo no he comido nunca ratas —replicó la estudiante china, riendo.

En esto entraron varias personas: un señor de tipo de bohemio, de unos cincuenta años, melenudo, barbudo, vestido de negro, con la corbata flotante; una muchacha morena, de cierto aire meridional, con traje oscuro, y otra rubia, muy sonriente, con la nariz un poco respingona y atrevida, el aire ligero, la boca roja, de dientes blancos, y el vestido claro.

Hubo presentaciones. El pintor con aire bohemio se llamaba Emilio Roberts. La chica rubia, Susana de nombre, hija suya, archivera, estaba empleada en la Biblioteca del Arsenal. La otra muchacha morena era rumana, estudiaba Química y se llamaba Andrea. Las dos, sentadas en sillas, puestas sobre una tarima e iluminadas por la luz del quinqué de petróleo, tenían en el estudio un aire de apariciones o de figuras de cuadro.

Se generalizó la conversación; la rumana había ido algunas veces a donde solía acudir yo y conocía a Juan Samper. Con este motivo hablamos largo rato. Till Fortuner estuvo charlando con la señorita china y con la archivera francesa.

El señor Roberts se mostró en su conversación atento y galante con la pintora polaca y agrio y enemigo de todo lo que fuera arte moderno o, por lo menos, modernista. Expuso sus ideas pictóricas sobre el cubismo, el superrealismo, la moda, etc.

—Cuando un artista sigue las reglas de su arte sin proponérselo —dijo de un modo doctoral— hace siempre algo que está bien. Ahora, cuando se somete a ellas de una manera deliberada o lucha contra ellas para mostrarse independiente, no llega más que a lo mediocre y a lo aparatoso. Lo mismo les pasa a los frailes y a las monjas. Cuando sienten las reglas de la comunidad porque las llevan dentro, entonces son buenos religiosos; pero si no hacen más que someterse a ellas o protestar contra ellas, tienen el alma llena de escoriaduras y de llagas, que les duelen y les hacen desgraciados.

—¿No tiene usted buena opinión de los pintores modernos? —le pregunté yo.

—No, estos pintores modernos no hacen más que teorizar. Hablan siempre de filosofía, de nuevas dimensiones, de que hay que construir, de que hay que dar la impresión del volumen, y luego hacen cosas bastante malas. La verdad es que, en general, los grandes artistas, los que valen, son mudos y tienen poco o no tienen nada que decir respecto a su arte.

—Tú no debías asegurar eso —le advirtió con gracia su hija.

—Yo no me creo un gran artista, querida.

Se habló después de viajes y de países extranjeros. A las once de la noche se decidió dejar a la pintora polaca y salir a la calle. La arquitecta inglesa le dijo al despedirse de ella:

—Voy a encargar algo en el bar de aquí cerca para que se lo suban a usted.

—No, si no hace falta —contestó la pintora.

—Sí, sí hace falta. Estoy segura de que desde esta mañana no ha tomado usted nada.

—Es verdad, pero no tengo ganas.

—Pues hay que alimentarse. ¿Qué quiere usted que le traigan? ¿Algo de carne? ¿Un pollo?

—No, no.

—Entonces, caldo o leche.

—Ya que es usted tan amable, diga usted que me suban café.

—Bien, le mandaré también unos bollos; pero no tiene usted que pagar. Yo los pagaré.

—Es usted como una polaca —dijo la vieja, dándole una palmada en la mano—. Me parece, al verla y oírla, que estoy en Varsovia.