IV
Un día se presentó la institutriz que me había recomendado al hotel donde vivía, en la calle de la Tombe-Issoire. Se llamaba Ernestina y era de una familia de las Ardenas. Me contó su historia, que era un tanto lamentable. Estaba casada y tenía un chico de diez años. Su marido se había enamorado de otra mujer, y, como tenía influencia, consiguió divorciarse. Entonces, ella se fue a Madrid, y, después de tres o cuatro años de institutriz, se enamoró de un médico español y estuvo en relaciones con él. Pero el médico, dejando su profesión, se metió en cuestiones políticas, y, al llegar la revolución, le detuvieron los anarquistas y le fusilaron.
Ella tenía una pensión de su marido, pequeña, pero que le bastaba para vivir; ahora que no sabía vivir sola; necesitaba de alguien que la dirigiera.
—Pues tiene usted una mala condición —le dije yo.
—¿Por qué?
—Porque está usted expuesta a que un sinvergüenza, o un bruto, la explote de una manera indigna.
—Es verdad, pero no se puede cambiar de carácter. Y usted, ¿vive bien aquí, solo, en este cuarto triste?
—¡Qué se va a hacer!
—¡Ah! Nada. El mérito es aceptar la miseria con serenidad.
Después de una larga conversación, Ernestina me dijo que vendría a verme para consultarme y para que le diera consejos.
—Mis consejos no creo que valgan gran cosa —le indiqué yo—; pero si le pueden servir, se los daré con mucho gusto.
Yo dedicaba las horas libres a andar por mi barrio. La calle mía no me gustaba. Era lánguida y triste; los domingos por la mañana había gente en una iglesia próxima, moderna, donde algunos jovencitos vendían a la puerta un periódico monárquico; por la tarde, en los bares y en las tabernas, se oía música de acordeones.
No me entusiasmaba gran cosa la solemnidad del París monumental. No es que estuviera ofendido o defraudado por algo, no; pero no me podía ilusionar.
«¿Qué puede influir en mi el ver una calle bonita o fea? —me decía—. Nada.»
Yo ya sabía que en París era un extranjero corriente y vulgar; no esperaba la más pequeña atención. Por otra parte, no tenía espíritu de turista. No lo había tenido nunca, y el ver iglesias, avenidas, palacios y fuentes no me producía entusiasmo. Tampoco me gustaba andar huyendo de los autos como un conejo entre cazadores.
Yo nunca me he creído un hombre importante; he pensado siempre que no soy nada, y considero lógico y natural que la gente conocida no me tenga simpatía; pero hay veces en que el ambiente no parece sólo de indiferencia, sino de hostilidad.
Mis paseos habituales eran el jardín de Luxemburgo y las calles adyacentes. No llegaba casi nunca al Sena; me detenía en las galerías del Odeón y en los alrededores de la Sorbona, mirando libros y antigüedades en los escaparates. Algunas de aquellas calles del Barrio Latino me agradaban por su aire de recogimiento y de soledad, que indicaban claramente los manchones de hierba en el empedrado antiguo.
Otras calles me gustaban por su carácter popular, como la calle de Saint-Jacques, con sus edificios grandes y negros; luego continuaba por la del faubourg Saint-Jacques y el jardín del observatorio. La calle de Vaugirard y las cercanas me parecían muy simpáticas.
La plaza de Saint-Jacques me daba una impresión desolada. Como había sido mucho tiempo lugar de ejecuciones, parece que esto le había dejado como herencia una tristeza permanente. La noticia la sabía por la lectura de las Causas célebres.
En la esquina de la calle del faubourg Saint-Jacques y del bulevar Arago estaba la Facultad libre de Teología protestante.
«¿Qué será esto?», me solía preguntar. Allí no veía entrar a nadie.
La calle de Sèvres, con su aspecto viejo, sus hospitales, asilos e iglesias, colegios, tabernas, tiendecillas y la multitud pobretona que hormigueaba en ella, me recordaba la calle Ancha, de Madrid.
También me gustaban las calles del faubourg Saint-Germain, sobre todo la de Babilonio, la de Verennes y la de Vaneau, con sus tapias de jardines, por encima de las cuales salían ramas de árbol, donde piaban los gorriones; sitios verdes y tristes por la tarde y completamente desiertos por la noche.
Cuando pasaba, de vuelta a mi barrio, por la calle de Denfert-Rochereau, la antigua calle del Infierno, me parecía por una vía arcaica de una capital muerta. En esta calle del Infierno, en un café, se reunían los cómplices de Orsini, que intentaron matar a Napoleón III. Este era también conocimiento que provenía de las Causas célebres.
Al último, mejor que estas calles abandonadas, encontraba los bulevares exteriores, con su animación suburbana. Sobre todo me gustaban cuando dominaba la niebla del otoño. Recorría la avenida del Maine, tan triste, con sus arcos por donde pasa el tren; el bulevar Arago, más triste aún; el de Augusto Blanqui, y el del Hospital, este último completamente siniestro, en parte por la proximidad de la Salpêtrière.
Al comenzar los días cortos, en que no se podía contar con tiempo seguro, empecé a pasear por el parque de Montsouris, próximo a mi casa, y por los alrededores de éste. Varias veces solía dar vueltas a los cuatro muros, negros y lúgubres, de la prisión de la Santé, cerca de uno de los cuales funcionaba todavía la guillotina con el monsieur de París actual, el ciudadano Deibler.
«Esto debe de ser la imagen de la vida —pensaba al contemplar el sombrío edificio—. Aburrimiento y tristeza dentro, y la muerte fuera.»
A veces también daba vuelta al rectángulo de la clínica de locos del barrio, limitada por la calle de Alésia y por otras tres, una de ellas del químico Cabanis. Por encima de una tapia oscura y alta de aquel cuadrilátero se veían salir tejados y pabellones de ladrillos y ramas de árboles, desnudos de hojas. Pensaba, a veces, que se oían gritos de los locos asilados allí, pero era pura alucinación.
«Hay que acostumbrarse a todo lo malo —me decía—. Nunca se acostumbrará uno lo bastante. Es uno un desdichado.»
La verdad es que la miseria de París tiene un aire aún mayor que la de otras partes, por el contraste con su lujo y su suntuosidad.
Marchando por el parque de Montsouris hacia el centro de la ciudad había, a mano derecha, un taller de una nueva línea del Metropolitano, con unas bóvedas grises de cemento, que parecían, de lejos, bocas de grandes cañones. Me daban siempre una impresión confusa, y tardaba en comprender lo que eran cuando las veía de lejos. Luego, siguiendo por la avenida del parque de Montsouris, hacia la plaza de Denfert-Rochereau, a la derecha y a la izquierda, había taludes verdes de las antiguas fortificaciones; en los de la derecha se veían barracas y filas de vagones abandonados de algún tren, y en los de la izquierda, unas garitas de los depósitos de agua del Vanne.
Había días que llegaban mis paseos a la avenida de los Gobelinos y al bulevar de Port-Royal, donde contemplaba el Hospital de la Maternidad, antigua abadía, ilustrada por Pascal y por los jansenistas; en su tiempo, lugar de devoción, y ahora, sitio decorativo de miseria.
Al volver a casa, al llegar a un bulevar, veía, a mano izquierda, el ramaje descarnado de los árboles y la masa oscura de la Santé, rodeada de una tapia negra con una cornisa gris. A veces, el humo de una gran chimenea se extendía por el cielo, sin color, y le daba un tono más sombrío a la silueta de la cárcel.
Marchaba también por el bulevar Brune adelante, solamente por andar; otras veces iba por el bulevar Kellermann a hacer ejercicio y a ver qué había por allí.
Algunas calles me daban casi miedo. Todavía había en ellas tiendas misteriosas, tabernas ocupadas por gentes desastrosas, o un primer piso con el anuncio, en el balcón, de una comadrona, que consistía en una pintura de una mujer con un niño en brazos. Esto me producía cierto terror, porque me figuraba que en una de aquellas casas no podían desarrollarse más que tragedias oscuras y lamentables.
El parque de Montsouris y sus alrededores me daban una impresión más apacible y provinciana que los bulevares exteriores. Con su lago y sus colinas y sus estatuas, y aquellos taludes verdes de las antiguas fortificaciones de París, tenía un cierto encanto melancólico.
Como no trataba casi con nadie, hablaba solo en paseos.
«Yo me voy a convertir en un chiflado —me decía—. Va uno a tener mala suerte.»
El pesimismo no me sugería más que ideas tristes y negras.