XVI

Susana y yo cogimos el Metropolitano. Íbamos los dos solos en el vagón. Susana, con aire de burla, empezó a recitar:

Quand ce jeune homm' rentra chez lui,

Quand ce jeune homm' rentra chez lui;

Il prit à deux mains son vieux crâne,

Qui de science était un puits!

Crâne

Riche crâne

Entends-tu la Folie qui plane?

Et qui demande le cordon,

Digue dondaine, digue dondaine,

Et qui demande le cordon,

Digue dondaine, digue dondon!

—¿Qué quiere decir eso? —pregunté yo—. No lo entiendo.

—Es el comienzo de una poesía de Laforgue.

—No comprendo bien lo que significa.

Susana no contestó.

—Y ahí, hacia la Salpêtrière, ¿va usted a pasear? —me preguntó.

—Sí, a veces.

—¡Qué mal gusto! ¿Y de esas pobres viejas enfermas y horribles deduce usted la belleza de las francesas?

—Yo no deduzco nada, Susana. No tenga usted suspicacia. No le choque a usted que ande por nuestro barrio. El ir al centro de París no me gusta, quizá por el contraste de su solemnidad decorativa con la pobreza de la vida real.

—¿Con la pobreza de usted?

—¡Ah, claro! Prefiero pasear por los alrededores de casa y por los barrios excéntricos.

—¿Adónde va usted?

—A Gentilly, a Bicêtre.

—¿Sabe usted de dónde viene este nombre de Bicêtre?

—No.

—De que un obispo de Winchester hizo edificar un castillo ahí a principios del siglo trece. Winchester acabó en Bicêtre. Este castillo tenía fama de brujería:

Auguste château de Bimestre

Les lutins et les loups-garoux

Reviennent-ils toujours chez vous

Faire la nuit leurs diableries?

Toda esta parte meridional de los alrededores de París, desde el emplazamiento del antiguo cementerio de los romanos, era el punto de cita de aparecidos y de brujas. En las canteras de Gentilly y en el campo de Montsouris había gentes que sabían mostrar el diablo a las personas crédulas.

—Es curioso. Tengo que ver esas canteras.

—No parece usted un latino.

—Quizá no lo sea.

—¿No tiene usted curiosidad por ir a Roma o a Atenas?

—Ninguna. Supongo que me aburriría mucho contemplando ruinas y muros antiguos. Creo que me gustaría más vivir en una ciudad de América, nueva y sin historia.

—Todavía comprendo eso —repuso ella—; ya no comprendo tanto ese gusto por los rincones negros.

—¡Qué quiere usted! —dije yo—. En esos rincones negros hay cosas interesantes. Algunas veces suelo ir al cementerio de Montparnasse. En este cementerio, en un rincón, están enterrados los que fueron ejecutados en la plaza Saint-Jacques, Fieschi y sus cómplices, un regicida, Alibaud y otros.

—¿Son sus conocimientos de las Causas célebres, que leía usted en el hotel de la Tombe-Issoire?

—Sí. Por lo que he visto, está también en ese cementerio la sepultura de los cuatro sargentos de La Rochela, que fue durante largo tiempo sitio de peregrinaciones políticas. El otro día, en ese cementerio, en la parte reservada a los judíos, veía dos tipos desharrapados, seguramente israelitas, delante de un sepulcro con un gran candelero de siete brazos esculpido en la piedra. Por su actitud, me pareció que estaban tramando algo. Después, contemplando una prendería de la calle de Mouffetard, vi salir a los dos tipos que estaban días antes en el cementerio judío. Entraron en un portal de la misma calle, en una casa pintada de rojo, en una freiduría, que echaba un olor mareante de sebo, y estuvieron comiendo. Si hubiera sido aceptado y corriente, les hubiera preguntado qué hacían semanas antes en el cementerio.

—¡Qué curiosidad!

—Ayer, pasando por aquí cerca, por la calle Verniaud, vi a tres o cuatro personas que entraban en un edificio, que debía de ser una iglesia, y que tenía un letrero que decía «Culto Antoinista». Usted sabe lo que es eso?

—Yo, no.

—A veces, se ven cosas más curiosas mirando a un rincón que contemplando un museo o yendo a una biblioteca.

—¿Usted cree?

—Al menos, esto me pasa a mí, que soy inculto en cuestiones eruditas e históricas.

—Se advierte que las cosas que ve le interesan más que las que lee.

—Quizá sea prueba de originalidad.

—No sé. La vida que pasa por delante de los ojos me llama más la atención que el arte que se guarda en los museos. ¡Qué mezcla hay en una gran ciudad de los sistemas industriales antiguos y modernos! La rotativa de tres pisos, grande como una casa, y la imprenta pequeña movida a brazo; el almacén inmenso, con miles de empleados, y la tiendecita de portal, cuidada por una vieja; el hotel de cientos de habitaciones, y el mío de la Tombe-Issoire, que no tenía más que el café enorme, y el puesto de la calle, con una mesa y una cafetera, en donde se vende café con leche en el invierno y helados en el verano. Tiene que haber algunas compensaciones para el hombre pobre. La lectura de las muestras de las tiendas me entretiene mucho en los paseos; pero, por lo que parece, las más pintorescas y raras van desapareciendo: «El Gato que Fuma», «El Conejo Azul», «La Cerda que Hila», «El rey Salomón». He visto hace unos días, en una calle estrecha del barrio, una muestra de una zapatería que tiene el título: «A la Jirafa». El animal pintado es muy divertido. No sé qué relación habrá entre los zapatos y las jirafas.

—Quizá se puedan hacer con piel de jirafa.

—Es posible; pero supongo que en París no habrá más que dos o tres, en el Jardín de Plantas.

—Es usted un observador de las cosas pequeñas.

—Yo no veo la diferencia entre las pequeñas y las grandes. Para mí, todo lo que me llama la atención es interesante. El otro día miraba una caseta de tablas de un zapatero de viejo, de noche, en una calle desierta del faubourg Saint-Germain, y veía la familia comiendo a la luz de un quinqué. Me parecía que me enteraba mejor de la vida francesa que leyendo un volumen sociológico.

—Yo no me fijo en esas cosas, la verdad. Soy quizá amanerada —dijo Susana.

—El otro día vi también dos o tres pequeñas tiendas de memorialistas, en donde se anunciaban cuartos y casas, donde se hacen copias, traducciones, se dan consejos jurídicos, se buscan colocaciones, se proporcionan criadas, niñeras, costureras, institutrices, señoritas de mostrador, porteros, cocheros, comisionistas, secretarios, socios capitalistas, profesores, adivinadores, magos e informes policíacos. Estas tiendas tienen títulos sugestivos: «A la Tumba de los Secretos», «La Discreción», «La Confidencia», «El Guardián de los Misterios», «La Confianza», «La Reserva».

—¿Y usted entró en alguna de esas tiendas?

—Sí.

—¿Y para qué?

—Por curiosidad.

Susana oía lo que le contaba, aunque, a veces, protestaba contra mis opiniones.