V

Mi afición a la Química me hacía ir alguna vez a un laboratorio que estaba hacia el León de Belfort. Allí encontré a un joven farmacéutico catalán, Juan Samper, que vivía en la Ciudad Universitaria y tenía una pensión del Gobierno español, desde antes de la guerra, para estudiar Química biológica.

Por entonces, el pensionado se dedicaba a inyectar arsénico a las ratas y a ver después los trastornos histológicos que les producía la ingestión del veneno en el hígado.

Samper me invitó una vez a ir a la casa internacional de la Ciudad Universitaria a tomar café, y me presentó a unas señoritas estudiantes de distintos países y a un escritor madrileño huido de la zona roja de España.

—Estas estudiantes —me dijo el escritor— no tienen nada de ligeras, en el sentido espiritual, ni de poco prácticas. Creo que no tienen romanticismo alguno. Estudian Química, Geometría o Ginecología con la misma indiferencia; lo mismo les da. A pesar de ello, yo, al menos, prefiero estos tipos de mujeres a las damas de Paul Bourget, tan quintaesenciadas y superferolíticas. Estas son más auténticas, más verídicas, y sobre la verdad es donde se puede basar algo de valor.

En la Ciudad Universitaria conocí a varios jovencitos españoles y a cuatro o cinco emigrados, también compatriotas. Uno de ellos era el tipo del parásito, que hacía que le convidara hoy uno y mañana otro; si había que pagar escote, no lo pagaba, y hacía chistes, pero eran chistes de repertorio, no siempre muy graciosos.

El hombre comprendía que su porvenir era negro y que no tendría más remedio que andar saltando de hotel en hotel, sin pagarlo, y dar sablazos a todo el mundo, hasta que acabara de aburrir a sus conocidos.

Este parásito, por lo que contaba, tenía un amigo madrileño, que era un hombre audaz, a quien envidiaba. Desde el primer día se había presentado en un buen hotel, próximo a la avenida de los Campos Elíseos, y se había hecho llamar conde de Murcia y seguía en el hotel, y tenía amigos aristócratas y americanos ricos y se había enredado con una chilena millonaria. Uno de los primeros días, yendo muy bien vestido y muerto de hambre, se había encontrado con un señor, que le invitó a entrar en un café de la avenida de los Campos Elíseos.

—Tome usted algo —le dijo el señor.

—Bueno, tomaré un aperitivo.

El escritor madrileño, ya viejo y cansado, me decía:

—Es uno un poco como el hombre de las multitudes de Edgar Poe. Como yo no tengo muchas condiciones para vivir entre la gente y estoy aquí solo, me esfuerzo en ver si puedo confundirme con la gente, pero no puedo. Ando entre la multitud, miro una plaza iluminada de noche, pero no hago más que aburrirme, y me encuentro más solo que en mi cuarto.

En unos días que hubo una huelga entre los estudiantes, porque consideraban que en el restaurante de la Ciudad Universitaria se comía mal y caro, fui con Samper, con el escritor madrileño y con otros conocidos suyos a almorzar a una taberna que se llamaba La Cascada de Montsouris.

Era un lugar con un mostrador y una estufa, un armario lleno de botellas, unas cuantas mesas y un techado de madera anejo, como de ventorro, que daba a un jardinillo.

Uno de estos días que comí allí, uno de los muchachos españoles, bromista, me metió un cascanueces en el bolsillo de la chaqueta. Cuando me encontré el pequeño instrumento de hierro al llegar a mi casa, estuve por ir a devolvérselo al amo de la taberna, pero era denunciar a los jóvenes españoles al patrón, y decidí no hacer caso y no pasar más por delante de aquel restaurante.

Cuando vi al jovencito bromista, días después, le devolví el cascanueces y le dije:

—Tome usted, yo no lo necesito. Me parece que los españoles no estamos en el momento de malas bromas.

—Malas, no; quería dejarle a usted un recuerdo. ¿Y qué mejor recuerdo de una Cascada de Montsouris que un cascanueces?

—Estos niños nos van a dar el mal fario —dijo el malagueño comerciante en frutos que conocía yo del hotel de la Puerta de Orleáns con aire de resignación.

Este malagueño me contó que, otro día que marchaban en grupo por la calle del Almirante Mouchez, oyeron en un piso bajo que alguien estaba tocando el acordeón, y entonces, uno de los jóvenes españoles tiró al interior de la casa, desde la calle, por la ventana, una moneda de diez céntimos.

Estas impertinencias no me hacían ninguna gracia; pretendía vivir tranquilamente, sin molestar a nadie. Cuando se terminó la huelga del restaurante de la Ciudad Universitaria, no volví a reunirme con los españoles.

Para tomar café, que era mi único vicio, prefería ir al café de los Deportes, de la avenida del Parque de Montsouris. Comía también allí alguna vez que otra, aunque con más frecuencia iba a una taberna de mi calle o a otra del bulevar Jourdan, de obreros y de pequeños empleados.

Aceptaba sin protesta esta vida pobre y mísera, aunque, a veces, experimentaba un momento de depresión y de melancolía.

«Lo malo es que esto no sea más que el principio», pensaba.

La verdad, no creo que haya hecho nada para merecer tan desdichada suerte. Pensaba luego que la justicia reina pocas veces en la vida y que, como dijo un autor antiguo, no hay más remedio que jugar con el lado que a cada uno le toca en suerte. Yo no soy capaz de arrebatar a nadie su dado para jugar con él.

En el café de los Deportes conocí un día a un mecánico que se llamaba Till Fortuner, cuya especialidad eran los aparatos de precisión.

Una tarde, en una mesa de al lado de donde yo estaba, había tres personas que discutían los acontecimientos de España. Una de ellas aseguró que San Sebastián era Francia; otra dijo que no. El mozo intervino, y, señalándome a mí, indicó:

—Este señor es español, y lo sabrá.

—¡Ah! ¿Es usted español? —me preguntó uno de los tres del grupo, un joven rubio, que tenía cierto tipo británico.

—Sí, yo soy español.

—¿De dónde?

—Vivía en Madrid.

—Y San Sebastián es España, ¿no es verdad?

—Sí.

El tipo rubio era mecánico, hijo de un inglés, y tenía su casa y su taller en la calle de la Vía Verde. Till y yo charlamos, y nos contamos mutuamente nuestra vida, nuestros trabajos y experiencias; Till era hombre simpático, alto, fuerte, con la piel clara y pecosa y una expresión de burla y de sagacidad en los ojos grises. Tenía la ilusión de hacer descubrimientos.