IX

En el laboratorio químico donde solía encontrar a Juan Samper vi repetidas veces a Andrea, la estudiante rumana, y hablé con ella de las personas que habíamos conocido en el estudio de la señora polaca, en el bulevar Montparnasse. La pintora, por lo que me dijo Andrea, era una señora de la aristocracia que se había arruinado. Se decía que, como artista, valía mucho. La pobre mujer no tenía un cuarto; la habían explotado los comerciantes de cuadros, engañándola. El señor Roberts, con aire de bohemia, tenía alguna fortuna; se manifestaba insociable y misántropo. No quería nuevas amistades; era un tanto teósofo y medio budista. Como pintor, creía que la pintura había terminado en el impresionismo. Era viudo y vivía con su hija y con una criada antigua. La chica, Susana, había entrado en el Cuerpo de Archiveros, hacía poco, con el número uno. Era muy inteligente y aplicada. Contaba con un buen destino y tenía un novio que estaba preparándose para entrar en el profesorado. Al oír esta última noticia torcí el gesto y me dije a mí mismo:

«No hay que hacerse ilusiones; olvidemos eso.»

Al hablar, después, de Química con Andrea, demostré, sin duda, que sabía bastante de esto. Me figuré que ella no entendía el fondo de las cuestiones, quizá porque no se había puesto en ello, y le aclaré algunos conceptos. Se mostró un poco sorprendida, y me preguntó, de pronto, si tendría inconveniente en darle una lección alterna. Me pagaría lo acostumbrado. Yo acepté la proposición.

En el comienzo del otoño, una tarde muy tibia en que Till Fortuner, Andrea y yo estábamos, después de almorzar, en el chalet del parque del bulevar Jourdan, pasaron Susana y su padre y se acercaron a nosotros.

—¿No queréis tomar algo? —preguntó Andrea a Susana.

—No, vamos a pasear un rato y a aprovechar el sol.

—Pues iremos nosotros también.

Nos levantamos y entramos en el parque de Montsouris. El otoño había pintado con sus colores dorados y rojizos el follaje de los árboles; había mucha gente. En un apartado para niños, próximo al bulevar Jourdan, jugaban éstos, acompañados de las niñeras. Chicos mayores daban vuelta en el tiovivo, en una plazoleta próxima al pabellón del parque. Las madres llevaban a sus hijos en sus cochecitos.

Nos acercamos al lago, con su islita, y fuimos bordeándolo desde la cascada hasta la avenida Reille. Cruzaban el agua los patos y los cisnes; en los árboles, llenos de hojas marchitas, piaban bandadas de gorriones.

Por el paseo principal marchaba un coche pequeño lleno de niños, tirado por un borriquillo que dirigía un señor muy serio, con sombrero hongo y un látigo en la mano, con una correa, con el cual, en vez de pegar, acariciaba al borrico.

Como yo iba, al parecer, distraído, Susana me preguntó de pronto:

—¿No le gusta a usted nuestro parque?

—Sí, es muy bonito… Me parece que estoy leyendo el Telémaco.

—Tiene usted razón —saltó el señor Roberts, riendo—. Nosotros, los parisienses, hemos perdido el sentimiento de la verdadera naturaleza.

—Es usted malintencionado —me dijo Susana.

—¿Por qué?

—Por sus observaciones. Este parque y su lago y sus árboles y sus verduras tendrán, quizá, algo de mediocre; pero ¿para qué señalarlo de una manera agria?

—¿Yo lo he señalado de una manera agria?

—Por lo menos, displicente.

—No le haga usted caso —dijo el señor Roberts—. Este parque provincial ha sido, para nosotros, el centro del mundo, y le tenemos cariño; pero, como dice usted muy bien, recuerda el Telémaco. Paseamos todos los días que hace bueno por aquí, y entre mi chica y yo hemos puesto nombres caprichosos a la gente que conocemos de vista. Así, tenemos a la Mujer Fatal, la Ofelia, la Olimpia de Manet, la de Guirlandaio, Grisgris, el Español Romántico, etcétera.

—El Español Romántico, ¿no seré yo? —pregunté a Susana—. Porque yo creo que tengo poco de romántico.

—¿Usted qué sabe? —dijo ella en broma—. Puede usted creer no serlo y serlo.

—¿Y tu novio? —le preguntó Andrea a la hija del pintor.

—Probablemente vendrá por aquí.

Luego, Susana me interrogó:

—¿Y usted no viene a este parque que le recuerda el Telémaco?

—Sí, algunas veces.

—Dijo usted que vivía cerca.

—Sí, en la calle de la Tombe-Issoire. Por cierto —añadí—, que he preguntado varias veces dónde está esa tumba, y nadie ha sabido decírmelo.

—Susana lo debe de saber —dijo Andrea—. En cuestiones de conocimientos sobre París es una especialidad.

—Nada de especialidad.

—¿No lo sabes?

—Sí, sí, lo sé; recuerdo haber leído la leyenda primeramente en un libro cuando estudiaba en el colegio. Me fijé en ella por ser cosa de mi barrio. La leyenda dice que, en tiempos de Luis el Piadoso, Ludovico Pío, París se vio sitiado por veinte mil sarracenos. A estos sarracenos, según cuenta una canción de gesta contemporánea de Felipe Augusto, los mandaba un gigante llamado Issauré, que tenía su campamento en Montsouris. En una novela poco conocida, llamada Del Rey Floro y de la Bella Juana, se sitúa la tumba Issauré en el camino de Orleáns, a las puertas de París; en otro texto se fija el lugar en el extremo de la rue Saint-Jacques. Issauré quería vengar a un guerrero amigo suyo, muerto delante de Palermo por un soldado de Ludovico Pío, y desafió a todo cristiano que quisiera medirse con él en singular batalla. Un joven, Guillermo de Borgoña, aceptó el cartel de desafío, y se batieron. El gigante y el borgoñón se aprestaron a combatir ante el público. Guillermo iba a ser vencido, cuando una paloma se posó sobre los ojos del gigante sarraceno y le impidió ver a su enemigo. Guillermo aprovechó el momento; desjarretó al gigante y le cortó la cabeza. Ludovico Pío mandó enterrar al sarraceno en una gran fosa y elevó después un monumento en su honor.

—¿Y qué hay de verdad en todo eso? —pregunté yo.

—Es una ficción, como muchas. Al parecer, había aquí un cementerio romano, y la leyenda de la sepultura de Issauré se formó a base de alguna imponente tumba o sepulcro que se conservó largo tiempo. El sitio que se llamaba de la Tumba Issauré está mencionado en los archivos de 1231. Es la prolongación de las calles Saint-Jacques y faubourg Saint-Jacques. En esta parte de París se conservó la leyenda y se hizo una canción, que la recitaban los juglares y los peregrinos que seguían el camino para ir a Santiago de Compostela.

—Veo que sabe usted más que Merlín —dijo Till Fortuner—. Le voy a preguntar a usted por mi calle.

—¿Cómo se llama?

—De la Vía Verde.

—Ese nombre es menos legendario y menos romántico. Antiguamente se llamaba del Camino Verde. Era una aldea, una barriada extramuros, que proveía de verduras, de legumbres y de frutas, y fue anexionada a París en la mitad del siglo pasado.

—Soy poco romántico; lo romántico se queda para el español —dijo Till en broma.

—Nunca he tenido esa pretensión —repliqué yo—; no es una aspiración que puedan sentir los que manejan la farmacopea.

—Le preguntaremos a Susana los nombres de las calles de alrededor —dijo Andrea—. Algunas las tiene que desconocer, y la cogeremos en una falta.

—La examinaremos severamente —añadí yo en broma—. Vamos a ver, señorita, ¿quién era el almirante Mauchez?

—Era un marino y un astrónomo —contestó la muchacha con el tono de un chico de escuela que contesta a una lección.

—¿Y Gazan?

—Este era un general francés.

—¿Y Sarrette?

—Un político.

—¿Y Hallé?

—Debe de ser un médico.

—¿Y Dareau?

—Un abogado.

—¿Y Ducouëdic?

—Ducouëdic de Kergoualer era un marino bretón del siglo dieciocho.

—¿Y Alésia?

—Alésia de los Mandubios era una ciudad donde murieron, después de un sitio de varios meses contra los romanos de César, los últimos defensores de la patria gala de Vercingétorix. Era una ciudad importante, a la que llamaban Urbium Máter.

—Señorita, es usted una sabia.

—A esta chica hay que hacerla del Instituto de Francia —dijo Andrea.

—Y cronista de París —añadió Till.

—Muchas gracias, señores y señoras —contestó Susana, haciendo la reverencia.

—Todavía nos falta que nos diga algo sobre este parque de Montsouris —indique yo.

—Montsouris —siguió ella, como recitando la lección— era una aldea que dependía del Ayuntamiento de Montrouge. Estaba antiguamente llena de ventorros, de molinos de viento y de alguna que otra villa particular. Era una barriada siniestra, de la que se contaban crímenes y robos nada telemaquianos. Se llamaba así porque había muchos ratones. Montsouris, Monte ratón, o Monte de los ratones. Otros dicen que su antiguo nombre era Menguesouris o Mangesouris; pero parece más lógico Montsouris. El agua que viene a este parque creo yo que debe de ser del arroyo próximo al barrio que se llama la Biève, a no ser que sea del Vanne. El edificio del Observatorio lo hizo un rey de Túnez para la posición de 1867, y es una imitación de un palacio árabe que llaman el Bardo.

Celebramos los conocimientos de la señorita Roberts, pasamos por delante de la cascada, por el viaducto que cruza por encima de la trinchera del tren de Sceaux y del ferrocarril de cintura y del palacio árabe convertido en Observatorio, con sus pequeños aparatos meteorológicos.

En un pabellón, unos viejos jugaban a las cartas, mientras otros contemplaban el juego; algunas mujeres, sentadas en los bancos, hacían media, mientras los chicos correteaban en la arena.

Volvimos otra vez al lago, y vimos sentado delante de un olmo grande, con unas ramas extensas que se acercaban a la superficie del agua y estaban sostenidas por estacas, a un joven vestido de negro que tenía una cartera abierta, llena de libros y papeles, y que se hallaba enfrascado en la lectura. Era, según dijo Andrea, el novio de Susana. Esta le llamó, y él se levantó al verla.

Susana nos presentó a Till y a mí a su pretendiente, Edmundo. Era un joven pálido y rubio, un tanto enteco y burlón, de estos hombres de gran ciudad que quieren considerar la vida como una canción grotesca de café-concierto, y para quienes el mérito mayor es hacer una frase o decir un chiste. Edmundo habló mucho, principalmente de política, y se rió de los políticos.

Para él, todo era chusco, y su gran preocupación era decir una gracia. El hombre que se muere en el hospital dejando a la familia en la miseria, el niño que queda sin madre en la calle, la mujer que se suicida tirándose al Sena, no pasaban de ser hechos sin importancia, que servían para decir algo más o menos ingenioso. Esta broma continua, siempre acre, era, a la larga, fatigosa y pesada.

Till no manifestó gran simpatía por Edmundo. Yo tampoco. En mí, quizá era un principio de celos.

Por lo que dijo Andrea, la rumana, el señor Roberts se entendía bien, por el momento, con el pretendiente de su hija; pero no había que fiarse, porque tenía habilidad para dar la boleta a todos los que se acercaban a su hija con la pretensión de llegar a ser su yerno. Edmundo parecía que no tenía más objeto que desilusionarla con sus frases cáusticas. Ella quizá se preguntaba si valía la pena de tener un pretendiente que pensaba casarse como quien cumple un acto más en la insulsa y grotesca comedia de la vida.

Cuando despedimos a Susana y a su padre, le dije yo a Andrea:

—Este joven es tipo de buen aspecto, pero poco agradable.

—¿De buen aspecto? —replicó Andrea—. Para mí no lo es.

—Se puede ser un hombre de un aire vulgar; sin elegancia, y, sin embargo, dar una impresión de persona distinguida —dijo Till.

—¿Y éste, no la da?

—Yo creo que no.

Llegaba el atardecer. El sol parecía desmayarse en el follaje dorado de los árboles. Se oía el ruido de los autos del bulevar próximo; la gente iba saliendo del parque, y el coche de niños, con sus campanillas, se retiraba.

Yo solía verlo pasar por el parque de Montsouris, por el camino próximo al lago, y luego, al anochecer, lo veía cruzar el bulevar Jourdan, camino de las barriadas pobres de Gentilly. Iban dos hombres con él, uno de gorra, que llevaba el asno del ronzal, y otro de gabán y sombrero, que marchaba detrás despacio.