XXI
Muchas veces, por la avenida de Orleáns o por la del parque de Montsouris, llegábamos a la plaza del León del Belfort y seguíamos después por la calle de Denfert-Rochereau.
—Esta calle, ¿tiene algo que ver con esa otra del Infierno que aparece en los libros viejos? —pregunté a Susana.
—Es la misma —dijo ella—. Antes se llamaba calle del Infierno, o Barrera del Infierno.
—¿Y por qué?
—Hacia la entrada de la gran avenida del jardín de Luxemburgo, que se dirige al Observatorio, se elevaba, hace muchos años, en medio de las praderas, un antiguo castillo de altas murallas, llamado el castillo de Vauvert. Cuando se derribó el castillo, las ruinas quedaron como dependencia de un convento de cartujos, y en éste fue a vivir un español, un Luna, sobrino del Antipapa Benedicto, que vivió en Peñíscola. Este Luna tenía, según la leyenda, relaciones con el diablo Vauvert.
—Es raro que un español se entendiera con un diablo francés.
—Pues así era, según la leyenda. En tiempo de Luis XIII volvió a hablarse del diablo Vauvert, porque se oían en las ruinas ruidos de cadenas y carcajadas, pero cuando fueron a ver lo que había, no encontraron nada. Estas ruinas eran para los habitantes de París objeto de terror, y despertaban en ellos ideas espantosas y siniestras. Seguían apareciendo fantasmas, se oían ruidos misteriosos y se celebraba el sábado. Desde hacía mucho tiempo, el lugar se hallaba inhabitado, y la gente que tenía que ir de París a Issy se desviaba del camino para evitar el encuentro de los espíritus infernales.
—Y ese diablo Vauvert, ¿tenía alguna especialidad? —pregunté yo.
—Como todos los diablos populares, era un poco burlón y malicioso. La vía romana que llevaba de París a Issy se llamó primero camino de Issy; después, calle de Vauvert, a causa de sus ruinas y de su diablo, y acabó llamándose calle del Infierno. Los incrédulos suponen que había muchas canteras en el camino, que servían de asilo a los malhechores y a los bandidos, que tenían interés en mantener el terror del público y en hacer que nadie se acercara por allá, para tener la libertad de sus fechorías.
—Es curioso eso de saber la historia de un pueblo.
—Sí, claro que es; pero los científicos desprecian demasiado estas cosas.
—Yo no sé si estoy incluido entre los científicos, pero le falta a uno cultura literaria.