VII

Fuimos saliendo todos de aquel estudio al otro que estaba más abajo y era más oscuro; descendimos las escaleras a tientas, cruzamos el portal, en donde parecía que se habían reunido todos los vientos y salimos a la calle. La inglesa encargó en el bar el café para la pintora, y después tomamos todos el Metropolitano en una estación próxima.

Pude observar en el vagón a mis nuevos conocidos. El señor Roberts, de negro, la barba blanca, el pelo entrecano, el sombrero blando y una esclavina oscura, presumía, evidentemente, de artista. Su hija, la señorita archivera, Susana, que, al parecer, sentía gran cariño por su padre, le oía con mucha atención. Tenía ésta los ojos azules verdosos, la cara muy sonriente, amable y expresiva; el pelo rubio, ligero, y el aire un poco delicado y frágil. Yo la contemplaba con admiración. La arquitecta y la señorita china hablaban animadamente. Andrea, la rumana, la que estudiaba Química, discutía con Till Fortuner.

En esto sucedió un pequeño incidente, que a mí me pareció algo ridículo. Una mosca se había colocado en el hombro de la hija del pintor.

El señor Roberts, que llevaba un periódico en el bolsillo, lo cogió, lo dobló con cuidado y quiso matar la mosca dándole un golpe certero. La mosca escapó, y el señor Roberts fue persiguiéndola con ansiedad, lo que hizo reír a todos y dejó un tanto confundida y avergonzada a su hija Susana.

—Usted diría —saltó la china con cierto humor, dirigiéndose a la arquitecta inglesa— que a los chinos no nos dan miedo las moscas y que hasta las comemos.

—¿Se ha incomodado usted por eso que he dicho de las ratas?

—¡Oh, no! Ya sé yo que los pueblos no se conocerán nunca unos a otros. Si ustedes fueran a China oirían decir de los europeos cosas parecidas.

Con la persecución de la mosca, un hombre que iba en el vagón, con aire un poco brutal y vestido de una manera presuntuosa, dijo algo a otro y se rió de la maniobra del pintor de una manera impertinente y descarada.

El señor Roberts, al notario, enrojeció, y exclamó con cierta cólera:

—Este burgués parisiense, ¡qué bruto es! Se cree ingenioso, y es una mula. Se cree práctico, y es, sencillamente, estúpido. Tiene las ideas prácticamente necias; la cara, la sonrisa, el sombrero, el traje, las botas, el impermeable, todo es vulgar e imbécil.

Susana se había levantado rápidamente y se puso de manera que el hombre que había reído no viera ni oyera a su padre.

El hombre se marchó, en la estación de Alésia, hablando alto, bromeando y señalando al que le acompañaba, con el dedo, una mosca en el techo del vagón.

Al llegar a la Puerta de Orleáns salimos todos. La inglesa, la china y la rumana vivían en el pabellón de los Estados Unidos, en la Ciudad Universitaria. Fuimos juntos los demás hasta dejarlas a la puerta de su residencia.

—Y usted, ¿dónde vive? —me preguntó el señor Roberts.

—Yo, en la calle de la Tombe-Issoire.

—¿Y usted? —le preguntó a Till.

—Yo, en la calle de la Vía Verde.

—Vivimos todos cerca. Yo tengo un hotelito en la calle de los Artistas, cerca del parque de Montsouris.

—Pues los acompañaremos a ustedes —dijimos Till y yo.

Yo pude hablar un rato con Susana, que era lo que deseaba. Ella me preguntó noticias acerca de los sucesos de España. Sabía algo de español, lo había estudiado en la Universidad, y, como conocía el latín, podía traducir sin grandes dificultades.

Llegamos los cuatro a la calle de los Artistas, calle corta, estrecha y en cuesta, formada por casas pequeñas y con una escalera de piedra que bajaba a la avenida del Parque. Till y yo nos despedimos del señor Roberts y de su hija, y volvimos hacia nuestras casas respectivas charlando de la gente que habíamos conocido aquella noche.