XXII
Se acercaba el verano, comenzaban los días radiantes de sol, los árboles del parque de Montsouris y de los bulevares próximos estaban verdes y llenos de hojas, los macizos plagados de flores. En el bulevar Jourdan se veían también muchos jardines floridos.
Al comenzar aquellos días espléndidos, se le ocurrió a Susana, sobre todo los días de fiesta, ir al parque a pintar.
—Venga usted —me dijo.
—Iría con gusto; pero no tengo caja ni pintura, ni tengo tiempo.
—Pero ¿el día de fiesta?
—Trabajo lo mismo.
—¿Cuánto trabaja usted?
—Diez o doce horas al día.
—Es exagerado. Eso no debía usted hacerlo.
—Quiero tener una pequeña reserva de dinero, encontrarme un poco seguro.
—Yo creo que nadie está absolutamente seguro. No hay que pensar en eso.
Yo me reí.
—No vaya usted a hacer como mi padre, que llega a considerar que una ventana abierta o una mosca en la mesa es un gran peligro.
—Pero todo el mundo preconiza el ahorro como una gran virtud.
—Yo no digo que no se ahorre algo; pero pensar sólo en ahorrar me parece una locura. Así que los domingos puede usted dejar de trabajar sin miedo; yo tengo en casa tres o cuatro cajas con colores y pinceles. Le prestaré a usted una.
—Bueno, entonces iré.
Aquellos días fueron para mí encantadores. Estaba al lado de ella, charlábamos y comparábamos lo que hacíamos los dos en nuestros respectivos lienzos. Pronto se vio el carácter de la pintura de cada uno. Lo que hacía yo era pesado, triste y realista; lo de Susana, alegre, infantil y ligero.
—Mi padre ha visto lo que hace usted —me dijo Susana una vez—. Asegura que tiene usted muchas condiciones de pintor.
—¡Bah! Ya veremos. No creo que serán nunca bastantes para ganarme la vida con la pintura.
A mediados de junio me encontré con que Susana faltaba por las mañanas al parque; luego supe, por Atalia Bartas, que el señor Roberts y su hija se habían marchado a pasar unos días a una playa del Norte. Me asombré. No me habían dicho nada. El pintor, al parecer, se encontraba algo enfermo.
Los días se alargaron y llegaron a semanas y a meses. Till Fortuner se fue a Inglaterra, a pasar las vacaciones a casa de unos parientes. Escribí varias veces a Susana, que no me contestó.
Afortunadamente para mí, no estaba inactivo. Exageré el trabajo para huir de la preocupación. Ya se me había ido de nuevo la idea de la tranquilidad y de la seguridad de la vida, y estaba expuesto a los temporales y a las borrascas.
«No sé cómo me las arreglo —pensaba— para ser tan desdichado.» Después de diez o doce horas de un trabajo árido, me encontraba vacío y con pocos ánimos. No tenía el menor deseo de distracción, y me sentaba delante de la ventana y contemplaba el crepúsculo.
«En el Destino hay siempre algo de aceptación», me decía. Naturalmente, una explosión de grisú no le sorprenderá a un sastre ni a un zapatero, ni una tempestad en el mar a uno que sea siempre labrador.
Andrea y las dos señoritas norteamericanas discípulas mías querían seguir estudiando durante el verano para presentarse a los exámenes de la licenciatura.
Olivier, el ilustre profesor, estaba de vacaciones, aunque solía aparecer con frecuencia en París, y entonces me llamaba. La oficina que me daba traducciones de prospectos farmacéuticos seguía con sus encargos. Las horas libres iba a pintar al parque.
Como no podía dormir, como antes, ocho o nueve horas seguidas, en los momentos de insomnio empecé a leer el Quijote que me había prestado el señor Roberts. Tenía la idea de que me aburría. El prólogo, de Pellicer, me pareció muy lleno de interés. La primera parte de la obra la recordaba, y, aunque pude apreciar muchas cosas que no había apreciado antes, no me sorprendió. Cuando comencé a leer la segunda parte, pude ir notando el acierto, el tino del autor. Se veía que Cervantes había comprendido la importancia literaria de su libro y que se había propuesto continuarlo no sólo sin decaer, sino, superándolo, si no en creación, en arte. Cuando terminé la lectura de la obra, la comencé de nuevo.
Después alterné con el Quijote el libro de poesías de Paul Verlaine que me había dejado Susana. Esta lectura acentuó mi sentimentalismo. Estaba predispuesto a comprenderla, por la soledad y por el entusiasmo amoroso.
Aquellos versos, su música, su erotismo, su vaguedad triste, su tendencia mística, la vagabundez patológica del autor, la falta de dibujo y la impresión pálida, me llegaron al alma. Todo París lo veía reflejado en aquellas poesías melancólicas y en aquellos paisajes, como vistos a través de un velo gris o de un cristal esmerilado.
Las novelas de Proust, que me dejó también Susana, no las pude terminar. No me interesaban.
Estaba decaído, pensaba que resistía mejor el frío y la humedad del invierno que el calor del verano, y que éste me producía tristeza e insomnio; pero mi tristeza venía de la ausencia de Susana.
«Vuelve la mala suerte», me decía.
Las horas que no trabajaba me dedicaba a mis paseos melancólicos. No había vuelto hacia el centro de París, que para mí era una ciudad desconocida; pero, en cambio, conocía muy bien los alrededores de mi barrio: el muelle de Austerlitz, el Jardín de Plantas, Vincennes, Bicêtre, Montrouge, Irvy y el pozo artesiano de la Butte aux Cailles.
En el bosque de Vincennes me obsesionó el recuerdo de aquel criminal medio loco, Papavoine, que había matado, sin motivo alguno, dos niños en la avenida de los Mínimos. ¡Quién sabe qué motivos psicológicos tendría para hacer una bestialidad así! La avenida de los Mínimos estaba cerca de uno de los lagos del bosque de Vincennes del mismo nombre. Sin duda, antiguamente había allí un convento de Hermanos Menores.
Cuando hablaba de esto, que había leído en las Causas célebres, madame Bartas y su hija se reían.
—No diga usted que va a Bicêtre —me dijo Atalia una vez.
—¿Por qué?
—Porque van a decir que debía usted estar allí.
—¡Ah, ya! ¿Lo dice usted porque allí hay un manicomio? Yo tengo poco de loco. Creo que soy demasiado cuerdo.
Fui varias veces también por la calle Vergniaud, cruzando el bulevar Blanqui, a ver el barrio de la Glacière (la Nevera), antiguo valle por donde corre el arroyo de la Bièvre, que en gran parte se halla oculto. Este arroyo, de curtidores y de tintoreros, pasa por unas huertas de la antigua isla de los Monos y por cerca de fábricas con grandes chimeneas; se acerca a la manufactura de los Gobelinos, marcha luego hacia el Jardín de Plantas y desaparece bajo tierra y desemboca en el Sena, hacia el puente de Austerlitz. Por allí estaba la calle de Croulebarbe. Esta me recordaba a Fiechi, el de la máquina infernal cuya vida había leído en las Causas célebres.
Flechi, el del atentado contra Luis Felipe, vivía en la calle de Croulebarbe, en el ángulo de la calle del Canto de la Alondra, que ahora no existe, y se reunía con sus cómplices en el muelle de Austerlitz.
Olivier, el ilustre químico, cuando supo que paseaba por la Glacière, me dio una explicación referente al barrio y al arroyo que lo cruzaba.
—El arroyo de la Bièvre —me dijo— se llama también de los Gobelinos. Los Gobelinos son una clase de duendes. Pero este arroyo, como la fábrica de tapices, no tienen nada que ver con los duendes. Su nombre procede de una familia de tintoreros venida del norte de Francia, o de Bélgica, que se llamaba Gobelín. Rabelais cuenta, en Pantagruel, que este arroyo lo había producido una venganza de Panurgo. Este, incomodado con una dama que le había negado sus favores y que vivía en el barrio, hizo que fueran a su casa seiscientos catorce mil perros, y se orinaron allí, de lo que se formó la Bièvre.
Cuando contaba a las señoras de casa por dónde paseaba, ellas me decían:
—¡Qué mal gusto tiene usted!
—Me entretiene, más que ir al centro, pasear por aquí, por los alrededores.
Aquellas barriadas de Gentilly y de Bicêtre, de casas pequeñas, con barracas, carnicerías y tabernas, me atraían, rimaban con la aridez y la tristeza de mi espíritu.
El domingo, por las tardes, iba a Bicêtre, al mercado de las Pulgas. Había leído que se contaba como una verdad la fábula de que Salomón de Caus, uno de los precursores de la máquina de vapor, había muerto en una de las celdas del manicomio.
El manicomio y el asilo de esta aldea no eran tristes de aspecto; más bien, alegres. Había árboles y verdura.
Hacía años, como había allí también cárcel, solían tener a los condenados a la pena de muerte. Estuvieron guardados los sargentos de La Rochela, antes que fueran trasladados a la Conserjería; un joven, Ulbach, que mató a una pastora de Ivry en la calle de Croulebarbe, y otros criminales.
El abate que acompañaba a los condenados era el abate Montes, que, por su apellido, debía de ser de origen español. Algunos que sabían que había otro Montes en Madrid, matador de toros, hacían chistes sobre el oficio de los dos.
Eran las afueras, los días de fiesta, más tristes que de ordinario, con las tiendas y las casas cerradas. Se veían chimeneas de fábricas, grandes depósitos sostenidos en columnas, que parecían copas y que se destacaban en el aire un poco turbio.
Entraba, a veces, en los cementerios de barrio, llenos de sepulturas de mármol y de bronce, con estatuas, bajorrelieves, ánforas y bustos de señores de bigote y perilla. Leía los epitafios, y me enteraba que eran de la familia tal y cual, en donde abundaban señores de posición elevada y caballeros de la Legión de Honor. En estos cementerios solía haber señoras y señoritas de luto con mantos negros, que limpiaban cuidadosamente las tumbas con una escobilla, o las adornaban con flores naturales o artificiales.