XXV
Las mañanas de domingo que no trabajaba iba con la caja de pinturas que me había prestado Susana al parque de Montsouris. Tenía la vaga esperanza de que alguna vez la iba a ver allá.
En algún lienzo pequeño me dedicaba a copiar del natural. Notaba que adelantaba, que iba viendo en el dibujo y, sobre todo, en el color, lo que no había visto antes y que no era tan difícil la pintura del paisaje como había creído. Esto no me ilusionaba gran cosa.
Me colocaba siempre en un sitio apartado donde no hubiera mucha gente.
Uno de aquellos domingos en que estaba pintando, una chica pizpireta de ocho a nueve años, rubia, como una muñequita, se me acerca con atrevimiento.
—¡Hola señor pintor! —me dijo—. Viene usted a pintar al parque; ¿por qué no nos pinta usted a mi hermanito y a mí?
El hermanito era un chiquillo rubio, de cuatro o cinco años, redondo como una bola, vestido como un pelele, de lana azul.
—No sé hacerlo —contesté—. Pintar personas es mucho más difícil que pintar árboles. Además, tendríais que estar quietos mucho tiempo.
—¿Mucho tiempo?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Pues mucho. Dos o tres días.
—Y usted, ¿no tiene niños en su casa?
—Yo, no.
—¿Y por qué?
—Porque no tengo.
—¿Y no tiene usted mujer?
—Tampoco.
—Entonces será muy pobre.
—Sí, bastante.
—Porque lo principal para un hombre es tener una mujer guapa y elegante.
—¿Tú crees?
—Claro que sí. Todo el mundo lo dice.
—Pero también hay hombres solteros.
—Sí, los pobres y los que no son guapos y no saben decir frases amables a las mujeres.
—Sí, puede ser.
—¿De qué país es usted?
—Soy español.
—Las españolas dicen que son guapas.
—Sí, eso dicen.
—Pero las francesas son tan guapas, más graciosas y visten mejor.
—No digo que no.
—Mamá dice que en ninguna parte se viste mejor que en París; pero aquí en este barrio, no se ven señoras elegantes. Hay que ir a los Campos Elíseos, al bosque de Bolonia y a la plaza de la Concordia. Yo he ido varias veces en auto.
—Bueno, bueno —dijo una institutriz que se acercó—, deja a este señor, que está haciendo su trabajo.
La niña se fue coqueteando con su hermanito rubio, que parecía también un muñeco.
«¡Qué instinto! —me dije yo—. Esta niña es una mujercita.»