XX
En los días sucesivos comencé a acudir con frecuencia a casa del pintor, y hablaba a todas horas con Susana. Salíamos después a pasear al parque de Montsouris, y algunas veces marchábamos hacía el centro. Yo vivía en un mundo de sueños.
El final de la primavera era bastante caliente. Susana iba al archivo por las mañanas y tenía las tardes libres. El señor Roberts no se oponía a que saliera conmigo. Estaba abierta la Exposición, pero ni a Susana ni a mí nos gustaba gran cosa aquel barullo.
Todas aquellas construcciones de madera y de cartón que se extendían a orillas del Sena, próximas al Trocadero y a la torre Eiffel, no me producían gran curiosidad. Me parecía que para mí sería un suplicio tener que entrar en aquellos pabellones un día de julio o de agosto y enterarme de cuanto hubiera.
Es uno bastante limitado y beocio, y las máquinas eléctricas, las cacerolas, las prensas, las latas y las botellas de vino me interesan poco. No queríamos ir en el Metropolitano, que está sofocante y, en algunas horas, maloliente. Preferíamos pasear agarrados del brazo por los bulevares y por las calles del Barrio Latino. A veces íbamos por la avenida del Maine hasta el bulevar Montparnasse. Otras, tomábamos el autobús y marchábamos por el bulevar Raspail, hasta el cruce de Sèvres, y nos paseábamos por aquellas calles silenciosas, desiertas y oscuras: la de Varennes, la de Babilonia, la de Cherche-Midi.
La calle de Babilonia y la de Vaneau estaban en algunos sitios tan desiertas, que tenían hierba al pie de las casas. Había grandes jardines, y por encima de las tapias se veían las copas de los árboles, que daban sombra, y en los muros, enredaderas y glicinas.
—Esto debe de parecerse a algunos pueblos de España —decía Susana.
—Sí, un poco.
Cuando nos acercábamos, ya de noche, a las tabernas, cafés y cabarets del bulevar Montparnasse, mirábamos desde fuera el interior de aquellos lugares, iluminados con luces rojas o verdes.
—No me atrevería a entrar aquí sola —decía Susana.
—Yo tampoco entraría por gusto —le indicaba.
—Somos unos infelices —añadía ella, y me agarraba del brazo, creyendo así ir protegida.