XVII
Un día de abril me dijo Susana:
—¿Quiere usted venir mañana, domingo, a pasar la tarde a la casa de campo de unos amigos?
—Con mucho gusto. ¿Quiénes son?
—Es la familia de un pintor compañero de papá.
—¿Es conocido?
—Sí, ha tenido medallas en las exposiciones y gana dinero.
—¿Cómo se llama?
—Aquiles Ferón. Vive en una villa un poco más lejos de Asnières.
—Muy bien, iré con ustedes.
—Entonces, si hace buen tiempo, esté usted a las tres en punto en la estación de San Lázaro.
—Allá estaremos.
—Le advierto a usted que el Metro comunica con la misma estación. No hay que salir a la calle.
La noche siguiente estuvo lloviendo, pero por la mañana el cielo se despejó y apareció un sol brillante. Comí temprano, y a las tres en punto estaba en el lugar de la cita. Iba a partir un tren, y la estación se hallaba llena de gente. Cuando partía quedó el andén vacío y vi que por el lado contrario donde yo estaba venían el señor Roberts, Susana y Valentina. Esta me saludó sonriente, como a un antiguo amigo.
—Y su padre, ¿no viene? —le pregunté.
—No le gusta nada el campo —contestó ella—. Dice que es aburridísimo, y prefiere ir a un café de la vecindad, donde tiene una partida de ajedrez con unos amigos.
—Cada cual se divierte a su manera.
Dimos dos o tres vueltas por el andén esperando que el tren apareciera. El señor Roberts me agarró del brazo.
—¿Conoció usted a un escritor español que se llamaba Bonafoux? —me preguntó.
—No.
—Lo recuerdo porque vivía en Asnières, antes de la guerra, y algunas veces le acompañaba a esta estación cuando se iba a su casa. Era hombre ocurrente, muy cáustico. Solía venir a un bar de la plaza de San Lázaro, el bar Criterium, con Albéniz, el compositor, y con dos periodistas, uno que se llamaba Amar y el otro Rataflutis. Era una tertulia muy pintoresca. Se reunían unos aventureros que volvían de América y contaban cosas extraordinarias, mientras bebían licores de todas clases. Habrá usted oído algo de Albéniz.
—Creo que sí.
La verdad, no lo sabía.
Apareció el tren formado y entramos los cuatro en un vagón de tercera. Valentina estaba muy animada y alegre, y hablaba por los codos. Susana, sonriente, vestía un traje de color de rosa, primaveral, que le sentaba muy bien.
Pasamos varios pueblos y barriadas, y a las cuatro y media llegamos a la estación de parada y fuimos en busca de la casa del pintor, cruzando calles y avenidas. Al parecer, nos equivocamos de camino y tardamos más de lo que debíamos.
El pueblo no tenía nada de curioso. Se veía que era primitivamente una aldea pequeña invadida por los parisienses, que la habían llenado de villas ricas y de pequeños hoteles.
Hacía un sol claro, un poco pálido, y la tarde de primavera estaba hermosa. En los jardines, húmedos por la lluvia de la noche, comenzaban a florecer toda clase de arbustos y de árboles, entre ellos los lilos y los frutales, que mostraban sus botones blancos y rosados. Las enredaderas y las glicinas brillaban muy verdes en los muros y mostraban sus capullos morados.
Después de recorrer varias avenidas, encontramos la casa del pintor.
Era una villa amplia, colocada en un alto, con un jardín que tenía una parte como una terraza y después un declive que caía a un barranco, en cuyo fondo corría un arroyo.
Llamamos, y apareció el pintor en una ventana y salió a recibirnos. El señor Ferón era un tipo distinto a Roberts, afeitado y con lentes; pero, sin embargo, tenía el mismo aire de la época. Iba vestido de negro; llevaba una corbata flotante y ostentaba la cruz de la Legión de Honor. Hablaba un francés nasal, una lengua sin articulaciones, como si estuviera deshuesada y no tuviera en sus labios un sonido fuerte. Su señora era una mujer de cuarenta a cincuenta años, muy perfilada, muy fina y muy amanerada.
Susana le preguntó por sus hijas, y ella le contestó que estaban en el juego de bolos que había en el jardín, con otros muchachos de la vecindad. Susana y Valentina marcharon a buscarlas.
Yo me quedé con el señor Roberts, que, al presentarme a su amigo el pintor, dijo:
—Este señor es un español, químico, pero tiene mucho sentido de la pintura.
La señora quiso mostrarme la casa. Realmente, era amplia, bonita y muy bien dispuesta. Tenía el estudio muy decorativo, muy teatral, y una biblioteca llena de obras sobre arte.
La señora me mostró los cuadros de su marido, dándome explicaciones muy extensas, convencida, cándidamente, de que eran obras maestras y de que todo el mundo tenía que admirarlas. El señor Ferón hacía como que no se enteraba, y de cuando en cuando se dirigía a su amigo Roberts y le decía una broma, con una palabra confusa, que yo apenas entendía.
—Yo soy también —me dijo el pintor con cierta ironía— de los cazadores de moscas, como mi amigo Roberts.
Lo que más me gustó en la casa fue el paisaje que se divisaba desde una de las ventanas del estudio. Delante se veían unas colinas de poca altura, llenas de bosquecillos tupidos y frescos, y, a cierta distancia, el río, que brillaba al sol. En aquellas alturas, entre masas de castaños y de olmos, se destacaban grupos de árboles frutales llenos de flor blanca y sonrosada, que tenían colores tan suaves que eran como una caricia. La gradación de los tonos, el rosa pálido, el rosa encendido, el rojo y el malva, y después el verde y el negro de algunos follajes oscuros, era verdaderamente admirable. El cielo, de un azul desvaído, con nubes blancas y ligeras, parecía una tela de seda adornada con encales.
—Qué, ¿le gusta a usted el campo de la Isla de Francia? —me preguntó Roberts.
—Sí, es magnífico. En un sitio así, se comprende el paisajista.
—Cierto —replicó él en voz baja—; pero el paisaje natural es bastante mejor que el pintado.
Esta indicación maliciosa, si no iba dirigida al amigo, lo parecía. No hice yo el menor comentario.
—Vamos a ver a la gente joven.
—Vamos.
Bajamos por una cuesta a un rellano abierto en el declive del terreno, en donde estaba el juego de bolos, en un espacio rectangular limitado por saúcos y por lilos, que tenían racimos de flores moradas y blancas. Había varios jóvenes y señoritas, y se reían todos con gran algazara de las jugadas torpes. Entre los jóvenes, uno de trece a catorce años, grueso y sonrosado, de pantalones cortos, bullía de un lado a otro y agarraba del talle o del brazo a Susana, a Valentina y a las demás muchachas.
—¿No va usted a jugar? —me preguntó Susana.
—No, ya son ustedes bastantes, y, por lo que veo, llevan adelantado su juego.
El dueño de la casa quiso mostrarnos su parque, con juego de tenis, y su jardín, y lo que tenía en él. Estaba muy bien cultivado. Había un pequeño estanque, invernaderos y sitios para semillas y flores.
Al salir de nuevo al juego de bolos, eran cerca de las seis, y comenzaba a soplar un vientecillo húmedo y frío. El señor Roberts murmuró, dirigiéndose a Susana:
—Mira, Susana, ponte el abrigo, que corre fresco.
Uno de los jóvenes indicó:
—Deberíamos dar una vuelta en lancha por el Sena. Ahora estará magnífico.
—No —replicó Roberts—, a estas chicas no las dejo, porque, después de acalorarse, si van al río ahora, al anochecer, se enfriarán.
—Bueno, entonces vamos a casa —dijo una de las señoritas de Ferón.
Subimos a la parte llana del jardín y entramos en el hotel.
—Otra vez tenéis que venir más pronto —dijo la señorita de la casa a Susana—; si no, no hay tiempo, y hay que meterse en seguida en el interior.
Pasamos a una sala muy iluminada. Estaba encendida la calefacción. La sala estaba decorada con pinturas murales del amo de la casa. A mí me parecieron bonitas.
—Un poco de calor viene muy bien a estas horas —dijo el señor Roberts.
Nos sentamos; una de las muchachas comenzó a tocar el piano; después la sustituyó Susana, y comenzaron los jóvenes a bailar. Luego, alguien dijo que en aquella hora habría música de baile en la radio, y se enchufó el aparato, y, efectivamente, se oyeron tangos y rumbas y música de saxófono.
Algunas de aquellas canciones tenían una parte cantada en español-americano.
—¿Es español? —me preguntaron dos o tres señoritas.
—Sí, español, con una pronunciación americana o de negros.
—¿Qué dice?
—¿Qué quiere usted que diga? Lo que dicen todas las canciones, poca cosa.
—¿Y no va usted a bailar? —me preguntó Susana.
—No, es demasiado complicado para mí. Esto, evidentemente, hay que aprenderlo. Hay que bailar con más cuidado que si se hiciera un análisis químico.
El señor Roberts, que se mostraba muy partidario mío, no sé por qué celebró la frase. Hablé con él, con el pintor Ferón y con su señora. Ferón era muy patriota y antisocialista, y Roberts, del Frente Popular. Esto bastaba para que se sintieran hostiles. En medio del tumulto del baile se presentó el hijo de la casa, vestido de soldado, que venía con unos días de licencia. El joven Ferón era serio y displicente. Saludó a sus amigos, se quitó el capote y se sentó en una silla al lado de su madre.
—Oye, mamá: ¿vamos a tardar mucho en cenar? —preguntó de pronto.
—Sí, algo más que de ordinario, porque tenemos convidados. ¿Qué te pasa?
—Que tengo mucha hambre. Voy a ir a comer algo a la cocina.
—Bueno, vete.
Volvió relamiéndose y se sentó cerca de mí. Me preguntó lo que se decía sobre España. Sin duda, le preocupaba. Después habló de la política francesa; encontraba todo lo que se hacía idiota. Era su palabra favorita. Luego me dijo:
—¿Conoce usted al señor Roberts y a Susana?
—Sí —le contesté.
—Él está un poco neurasténico.
—Es posible.
—En cambio, Susana es una chica inteligente, amable y de buena intención; las demás le tienen un poco de rabia, ya lo notará usted.
—Esa muchacha, Valentina, tiene también gracia —dije yo.
—Sí, pero es otra cosa. Es la joven ingenua, un poco vulgar. ¿Ya sabe usted el oficio que tiene su padre?
—Sí.
—Es curioso que en esa casa macabra, en medio de las calaveras y esqueletos, haya salido esta chica tan sonriente y tan alegre.
A las ocho y media nos anunciaron que la cena estaba servida, y fuimos todos al comedor, del brazo. La mesa la presidía la señora de la casa, que tenía a Roberts a la derecha y a mí a la izquierda. Enfrente se colocó el anfitrión, entre Susana y una señora. A mi izquierda tenía a una de las hijas del pintor, que me explicó la vida que hacían: paseaban a caballo y en auto, jugaban al tenis, pescaban y tenían horror por París. Luego me hizo varias preguntas. Roberts me protegía y contestaba a veces por mí. Susana hablaba muy en serio con el soldado, que la miraba con entusiasmo y la galanteaba. En cambio, éste no se ocupaba para nada de Valentina, que constantemente le hacía una serie de preguntas. El joven sonrosado y grueso de los pantalones cortos se dirigía a ella o se levantaba para decir en secreto algo a Susana, lo que ya me iba cargando.
A las diez y media, el señor Roberts dijo que debíamos marchamos, porque ya era tarde.
Salimos y fuimos a la estación, acompañados por el soldado y por el joven de los pantalones cortos; nos despedimos de ellos, tomamos el tren para París, y, al llegar a la estación de San Lázaro, como Roberts suponía que el ambiente del Metropolitano estaría a aquella hora irrespirable, tomamos un auto, que nos dejó en casa.