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Por Andrea, la rumana, tuve noticias de la hija del señor Roberts, por la que sentía gran admiración, muy próxima al amor. El verme dominado por una pasión amorosa me alarmaba.
«Voy a pasar una temporada desagradable hasta que olvide esto —pensaba—. Ella, al último, no me va a hacer caso, y a mí me va a ser difícil olvidarla. Soy un imbécil. Debía haber cortado antes estas ilusiones.»
Una tarde en que estaba en el laboratorio se presentó Susana y nos invitó a Andrea y a mí a ir con ella a visitar a una ahijada suya que vivía en el Barrio Latino y que era hija de un señor que tenía dos profesiones poco frecuentes: la de disecador de animales y la de preparador de esqueletos para los estudiantes de Anatomía.
Fuimos los tres, paseando por la calle Denfert-Rochereau, al bulevar Saint-Michel. Hacía una hermosa tarde de sol. Al llegar al bulevar Saint-Germain, Susana mostró una casa.
—Aquí dicen que fue muerto Marat por Carlota Corday. Cerca, en un patio del fondo de este corredor, vivía Dantón, y este tribuno hablaba en una sala del antiguo convento de cordeleros, que hoy es un anfiteatro de Cirugía que está enfrente de ese edificio, que es la Escuela de Medicina. La calle se llama así, y antes se llamaba de los Cordeleros.
—¿Fabricantes o vendedores de cuerdas? —pregunté yo.
—No, ni una cosa ni otra; frailes capuchinos, que, como San Francisco, en vez de cinturón, llevaban una cuerda. En ese convento hablaban los dantonianos. El zapatero Simón vivía también en esa calle…
—¡Qué rincón más revolucionario! —dije yo.
Entramos en una calle estrecha y nos acercamos a una casa negruzca que tenía en el piso bajo una tiendecita, con el escaparate con un tigre disecado y varios huesos, calaveras de personas y esqueletos de animales. Subimos, precedidos de Susana, hasta el último piso, y nos abrió una muchacha morenita, de quince a dieciséis años, con los ojos negros y brillantes, que dejó un libro que tenía en las manos y se abalanzó sobre Susana y la besó.
—¿Estabas estudiando? —preguntó Susana.
—¡Bah! Sin ganas.
—Pues eso no está bien.
—Que me den las ganas primero.
Después, la chica nos saludó a Andrea y a mí. El cuarto estaba lleno de animales disecados y de esqueletos.
—¿No le da a usted miedo —le pregunté yo— vivir entre calaveras y huesos de persona?
—No, me da más miedo tener que estudiar este libro de Física —replicó ella con gracia, mostrando el que acababa de dejar—. La idea de tener huesos de persona cerca es muy macabra, pero se acostumbra una a ella con mucha facilidad.
—A la gente joven no le espanta la muerte; casi más bien le da risa, y un esqueleto le parece algo cómico y risible —dije yo.
—¿Es que usted es viejo? —preguntó ella.
—Sí, bastante.
La chica, Valentina, nos llevó al gabinete de trabajo de su padre, que estaba en un cuarto próximo. El osteólogo-disecador tenía un tipo de sabio, con su aire serio, sus anteojos y su blusa blanca.
Era curioso este cuarto: una gran mesa en medio, armarios de cristal, una serie de cajas llenas de huesos y otras de alambres y tornillos.
Allí armaba los esqueletos y abría las calaveras, rellenándolas de semillas, que humedecía en el agua, para que, al germinar, desarticularan lentamente los huesos. En un armario profundo tenía quince o veinte esqueletos colgando, con su número correspondiente, lo que daba a aquel rincón un aire un poco siniestro.
El osteólogo-disecador nos habló de su industria, que marchaba mal; no se disecaban animales, no se vendían apenas esqueletos ni huesos.
—Y los huesos, ¿de dónde vienen? —pregunté yo.
—Casi todos me los envían de Polonia y de Portugal.
—¡Qué especialidad más extraña! Se comprende que haya países que vendan naranjas, tomates o mineral de cobre; pero huesos de persona…
—¿Por qué le choca a usted?
—Porque en todas partes hay personas.
—Tiene usted razón —dijo el disecador, y luego preguntó a Susana—: ¿Qué hace tu padre?
—Está bien.
—¿No anda ahora muy neurasténico?
—No mucho.
—¿Sigue preocupándose de las moscas?
—Sí, siempre.
—¡Qué chifladura!
—¡Qué quiere usted! A él también le parece chifladura la afición de usted a disecar animales y a armar esqueletos.
—No es lo mismo, querida amiga. A mí no me parece mal la idea de acabar con las moscas. Soy también de los cazadores de moscas. Ahora que esa preocupación exclusiva me parece una extravagancia un poco absurda.
—¿Y la osteología y la disección?
—Eso es una cosa seria, aunque a ti no te lo parezca. Tú estás amanerada con tus papelotes antiguos y tus estudios históricos.
—¡No nos entendemos nadie!
—Bueno, vamos a pasear al Luxemburgo —dijo Valentina.
Salieron las tres muchachas y yo con ellas, y charlamos largo rato.
—Este jardín era en otro tiempo casi exclusivamente de estudiantes, ¿no es verdad? —pregunté yo.
—Sí, pero hoy parece que a los estudiantes no se los distingue ya de las otras personas.
—Y usted, ¿es español? —me preguntó Valentina.
—Sí.
—¿De dónde?
—De un pueblo de la Mancha.
—¿Como Don Quijote?
—Sí. ¿Ha leído usted esa novela?
—Sí.
—¿Y le ha gustado?
—Sí.
—Tiene usted más sentido literario que yo. Yo he comprendido que está bien; pero a veces me ha aburrido.
—¿Así que es usted castellano?
—Sí, castellano manchego; pero creo que mi apellido es originariamente vasco.
—¿Y lleva usted mucho tiempo en París?
—Unos meses.
—¿Le gusta a usted?
—Sí. Pero al que vive difícilmente y mal, todo le parece desagradable.
—¿Ha estado usted en Londres?
—Unos días.
—¿Y qué le pareció?
—Está bien; pero tiene un aire más disgregado que París. Londres, en realidad, son muchos pueblos unidos. París es más ciudad, única e indivisible. La Geografía ha hecho mucho por París, como por todos los demás pueblos. Es el corazón de Francia, porque aquí confluye todo, y llega a ser también el centro intelectual de Europa.
—Para entusiasmarse con algo hay que estar en una buena situación de ánimo, tener alegría y un poco de dinero; pero usted, Susana, cree que el tener dinero es cuestión de convicciones.
—No, ya sé que no; pero usted, es muy indiferente a todo.
—Yo he leído una frase latina, que no sé si recuerdo bien: Primum vivere, deinde philosophari. ¿Es así?
—Sí.
—Pues yo supongo que se podría decir respecto al viajero: primero, vivir; luego, dedicarse al turismo.
—Sí, sí, ya le voy conociendo. Detrás de todo eso encubre usted la mala opinión que tiene de las cosas y de las personas.
—De usted no tengo mala opinión.
—No me venga usted con alabanzas. Tiene usted mala idea de la gente. Cree usted que en el mundo no hay más que egoísmo, hipocresía, ingratitud y malas pasiones.
—¿Y no es verdad? Yo, al menos, es lo que he visto; por un caso de benevolencia o de buena intención, cien, mil, de mala sangre y de envidia.
—¡Me indigna usted!
—¡Qué se le va a hacer! Uno habla de lo que ha conocido.
—¿Es usted habitualmente tan serio? —me preguntó Valentina.
—¿Soy tan serio? No sé. Puede ser. La verdad es que desde hace tiempo no tengo muchos motivos para estar risueño.
—Habla usted bien el francés.
—No, solamente para darme a entender.
—¿Y son los españoles como dicen? ¿Tan fogosos, tan arrebatados, tan enamorados?
—Creo que habrá de todo.
—El señor Solazar —dijo Susana en broma— no parece de esos tipos españoles entusiastas.
—¡Qué sabe usted! —repliqué yo—. Si yo tengo algún entusiasmo, lo guardo o lo oculto todo lo que puedo.
—¿Y por qué guardarlo?
—Cuando no se sabe si se puede tener éxito o no, vale más guardarlo.
—¡Qué prudencia!
—Yo no creía que entre los españoles hubiera gente tímida y apocada, sino más bien audaz y atrevida —dijo Valentina.
—Usted creía que todos éramos tipos como Hernán Cortés, por lo menos.
—Y usted, ¿ha dado serenatas? —preguntó la hija del disecador.
—Yo, no. No sé tocar la guitarra ni cantar. En todas estas artes de adorno soy una nulidad.
—No se queje usted —dijo Andrea—. En cuestiones de Química está usted muy bien. Yo había oído muchas explicaciones sobre teorías de Física y de Química; las estudiaba, pero no me enteraba, y ahora, Salazar me da dos lecciones semanales y empiezo a ver claro lo que antes no veía ni comprendía.
—¿Así que es usted químico? —me preguntó Valentina.
—Sí, en Madrid estaba empleado en una farmacia.
—¡Qué ocupación más prosaica!
—¡Qué quiere usted! Hoy no se puede vivir de dar serenatas.
—¿Y tiene usted familia?
—Madre y hermanos.
—¿En Madrid?
—No, en un pueblo de la Mancha.
—Y el pueblo, ¿es bonito?
—¡Pchs! Regular.
—¿Hay palmeras?
—No.
—¿Y naranjos y limoneros?
—Tampoco.
—Pues ¿qué hay?
—Hay algo de trigo y de centeno y algunas viñas.
—¡Bah! Eso también hay en Francia.
—¡Naturalmente! ¿Por qué no va a haberlo?
—Yo creía que en España todo era diferente y que los hombres estaban un poco locos.
—Sí, todos los hombres estamos un poco locos, menos los tontos.
—¿Usted también?
—Sí, también, ¿por qué no? Yo quizá sea un tanto pesado e insensible.
—No lo creo —replicó Valentina.
—Puede uno ser como el hombre que no sabe dar las gracias amablemente porque no está acostumbrado a recibir favores.
—Me parece que el señor Salazar se está burlando de nosotras —dijo Susana.
—¿Por qué? —pregunté yo.
—Usted ha estado enamorado y ha dado serenatas a su novia, y tiene su guitarra y su capa, y hasta su puñal; pero no quiere decírnoslo.
—Sí, quizá lo lleve en la liga —contesté yo.
—No haga usted caso —advirtió Andrea—. Los parisienses, cuando hablan de otro país, no dicen más que tonterías, y las parisienses lo mismo.
—Pero sabemos hablar —contestó Susana—. Como dijo el maestro Villon: «Il n’est bon bec que de Paris».
—Elogiaos vosotras mismas —replicó Andrea—, ya que no os elogian.
—¿Qué culpa tenemos nosotros de que seáis los de los otros países un poco provincianos?
—Por grande que sea París —contestó la rumana—, el parisiense tiene también ideas de provinciano, y da la impresión, muchas veces, de que ve el mundo por un agujero.
—Acabe usted de desilusionarme —me dijo Valentina.
—¿Cómo?
—Contestándonos a esto. ¿En España no hay raptos? ¿No se rapta a las novias?
—Habrá casos; pero no creo que sean frecuentes.
—Entonces, ¿las bodas se hacen como aquí, con notario?
—¿Y a ti qué te importa eso? —preguntó Susana—. Si eres una chiquilla.
—Es que el matrimonio es una cosa tan mediocre…, y hecha así, con notario, es todavía peor.
—Hablas como si fueras viuda de tres o cuatro maridos.
—¡Bah! Hoy los hombres no tienen más dios que el dinero, y lo demás no les interesa.
—¡Qué cosas dicen estas niñas! —exclamó Susana.
—La verdad nada más. Es lo que se ve. Ahí, en la vecindad de mi casa, ocurre eso, y a nadie le choca. A mí tampoco ya me choca.
Se rieron todos. Pasearon por las avenidas del Luxemburgo y celebraron el color de los macizos de flores del jardín.
—¿Le gusta a usted el teatro guiñol? —me preguntó Susana.
—Sí.
—¿Se representa en España?
—No mucho.
—Aquí, en el jardín suele haber representaciones al aire libre, con un público de chiquillos muy graciosos; pero sólo cuando hace buen tiempo.
Comenzó a anochecer, volvimos a la casa del disecador-osteólogo, nos despedimos de Valentina, y Susana, Andrea y yo marchamos a nuestro barrio.
—¡Qué chica más graciosa!
—Sí, es muy simpática.
Después Susana me preguntó:
—Y usted, ¿sigue viviendo en la calle de la Tombe-Issoire?
—Sí, sigo en ella.
—Aquello debe de ser muy malo.
—Sí; sobre todo, muy triste. No le digo a usted más sino que vivo en un cuarto donde se ahorcó una vieja, y que dicen que se aparece algunas noches su fantasma.
—¡Qué horror! ¿Y cuánto paga usted por el cuarto? Aunque quizá sea una indiscreción el preguntárselo.
—No, no; pago ciento cincuenta francos al mes.
—Es poco; pero creo que quizá se pueda encontrar algo mejor, por el mismo precio, cerca de nuestra casa. ¿Quiere usted que me ocupe yo en ello?
—Se lo agradeceré, a usted mucho.
—Si consigo algo, se lo avisaré. Déme usted las señas de su casa.
Yo se las di.
—Veremos a ver si encontramos algo más alegre para usted.
—Sí, eso no será difícil. El recorrido desde mi casa hasta el Luxemburgo no es completamente para producir optimismo. Primero, la clínica de locos; luego, la cárcel de la Santé, donde guillotinan; después, el hospital Cochin; luego, el hospital Ricord; enfrente de éste, la Maternidad, y un poco más lejos, el hospital de Val de Grâce.
—Ya se sabe que hay hospitales y cementerios —dijo Susana—; pero si se va a pensar sólo en eso, se convertiría uno en un establecimiento de pompas fúnebres.
Fuimos en el autobús hasta el bulevar Jourdan. Andrea quedó en el pabellón norteamericano de la Ciudad Universitaria; yo acompañé a Susana hasta su hotel de la calle de los Artistas, y volví después a casa de Till.