XIV

Al comienzo del invierno, Susana me escribió que Olivier, el ilustre profesor miembro del Instituto, que sabía que estaba trabajando por una miseria, me iba a encargar el escribir unas Memorias sobre diferentes materias, entre ellas una acerca de la extinción de las moscas. Fui a visitar a Susana, y le dije que yo no sabía escribir en francés.

—No importa —replicó la muchacha—, yo se las traduciré. Usted vaya a casa de Olivier, a la isla de san Luis, que ya conoce. Él le dará los libros, los folletos, lo necesario para su trabajo.

—¡Ah, muy bien! Voy inmediatamente.

El ilustre químico me trató con gran amabilidad. Hablamos de Química y Física, de la teoría de los quanta y de las ideas de Einstein. El profesor quedó bastante satisfecho. Luego me dijo que sabía que estaba explotado por industriales de pocos escrúpulos, y me ofreció su ayuda para emanciparme de ellos. Le agradecí su ofrecimiento, tomé los libros y Memorias que quiso darme, y, al llegar a casa, pensé que no debía abandonar mi antiguo trabajo. Me sentía capaz de estar sentado a la mesa doce o catorce horas trabajando.

El mismo día, por la noche, comencé a hacer papeletas con los libros y folletos que me había prestado Olivier. A los quince días terminaba la primera Memoria. Se la envié a Susana, y Susana la tradujo en poco tiempo. Me pagaron por ella cinco mil francos. Yo propuse a Susana que nos repartiéramos la ganancia; pero ella no aceptó.

—No me ponga usted en un apuro —le dije—; si no cobra usted su trabajo, tendré que hacerle a usted un regalo que valga más que lo que le corresponde a usted.

—No lo tomaré.

—Pues entonces no podré enviarle nada para que lo traduzca.

—Bueno, pues ya que se pone usted terco, tomaré la tercera parte de lo que le paguen.

—Pero es muy poco.

—Bien, pues no acepto más.

Durante el invierno me dediqué al trabajo con intensidad. A veces me pasaba doce horas escribiendo. Era fuerte, y no se resentía mi salud. Por la mañana encendía la estufa y empezaba la labor. Cuando me cansaba, me asomaba a la ventana, contemplaba las copas desnudas de los árboles del parque de Montsouris, que se inclinaban con las ráfagas de aire, y oía el ruido de la lluvia y del granizo que resonaba en las ventanas.

Al salir, tenía que luchar con el viento en el bulevar Jourdan o en la avenida del Maine, embistiendo con la cabeza y, a veces, metiéndome en un portal, casi vencido por la fuerza de la borrasca. Iba todas las semanas a casa del ilustre químico, que muchas veces me invitaba a comer con él. Para ser hombre sin formación científica adecuada, el profesor me encontraba cierto mérito, y pensaba que podría llegar a ser algo en el campo de la experimentación.