III
Ante un acontecimiento de tal magnitud como la conmoción de España, quedé en un estado de perplejidad. No sabía qué hacer, no conocía a nadie en París. Pensé que la cuestión española sería solamente asunto de días y que valdría más que volver a Madrid en seguida esperar a que la situación política se despejara.
En el hotel de la Puerta de Orleáns conocí a un médico y a su señora, que era un hermoso tipo de mujer: alta, rozagante y guapa. Por lo que les oí contar, me figuré que habían salido del pueblo donde estaban, en un momento de pánico colectivo y llevados por espíritu aventurero. El doctor Bidarte creía que la revolución iba a ser larga, de meses o quizá de años.
—¿Y cómo nos las vamos a arreglar? —le pregunté.
—¡Ah! No sé.
—¿Ustedes tienen algún dinero?
—Yo, muy poco, pero ya veremos cómo nos las manejamos para vivir aquí.
Me asombré de tanta confianza. Yo no tenía condiciones para desarrollarme entre la gente. La multitud me espantaba. Carecía en absoluto del talento del hombre del café y de la calle, y no pensaba el que fuera posible para mí una eventualidad buena.
Estaban también en el hotel varios andaluces que habían huido de Málaga, dominada por los rojos, entre ellos un comerciante de frutas. Ninguno sabía el francés; pero, a pesar de esto, se desenvolvían con facilidad allí por donde iban, y, al parecer, todo el mundo acababa por entenderlos.
Al cabo de un mes seguía tan perplejo como al conocer las primeras noticias de la revolución. Escribí a mi familia, y después a doña Márgara, preguntándole qué quería que yo hiciese. La patrona no me contestó. El movimiento, por lo que supe después, la cogió en la sierra del Guadarrama, donde había ido a pasar unos días.
El que me escribió fue el regente de la farmacia de la calle Ancha que me sustituía, diciéndome que una partida de milicianos había ido a buscarme a la botica, sin duda para darme un disgusto porque me consideraban reaccionario.
Me asombré de que alguien se ocupara de mis ideas políticas, porque nunca me había manifestado político. Decía, en broma, cuando me preguntaban:
—¿Qué ideas tiene usted?
—Yo soy químico.
Recapacitando sobre ello, se me ocurrió pensar que debía de tratarse únicamente de alguna rivalidad de oficio.
Después me dijeron que muchos farmacéuticos y dependientes de farmacia se habían afiliado a sociedades revolucionarias extremistas. Me chocó, y deduje que se estaba en una época en que las cosas más inverosímiles eran posibles.
Al principio había creído, como he dicho, que la revolución sería solamente cuestión de días o de semanas; luego supuse que sería cosa de meses. Leía los periódicos que caían en mis manos con atención, comentando interiormente todas las informaciones. De casa no tenía noticias.
Como soy hombre modesto y poco aficionado a gastar, y el dinero iba disminuyendo, pensé en buscar un alojamiento económico.
Una mañana, al bajar a la portería del hotel, encontré en mi número del casillero una carta de mi familia, y para no subir los siete pisos hasta mi cuarto, porque el ascensor estaba parado, me metí en el escritorio a leer la carta y con la idea también de contestarla. Estaban todos buenos y en el pueblo no pasaba nada. Fui a buscar un pupitre vacío, y me senté. Escribí la carta, y, al terminarla, miré alrededor, y vi que había una mujer que sollozaba con la cabeza entre las manos. Me acerqué a ella.
—¿Es que está usted enferma? —la pregunté—. ¿Quiere usted que avise a alguno?
—No, es inútil. Muchas gracias.
—Entonces, dispense usted. No he querido molestarla, ni le he preguntado qué le pasaba por pura curiosidad.
—Ya lo veo. ¿Es usted extranjero?
—Sí, soy español.
—¡Ah! Español. ¿De dónde?
—Vivo en Madrid.
—Yo también vivía en Madrid, y cuando salí este verano para las vacaciones, no pensé que ya no volvería.
—¿Y qué le ha pasado a usted? ¿Ha recibido usted malas noticias?
—Sí, a un amigo, al único que tenía allí, le han sacado de su casa y le han fusilado en una carretera. ¡Dios mío, qué horror!
Aquella mujer tenía un tipo distinguido. Era una francesa que había sido institutriz en Madrid, donde había vivido muy bien, según ella. Hablaba mal el castellano porque, según dijo, en la casa aristocrática donde estaba no querían que hablara español. Ella y yo nos contamos nuestras respectivas cuitas. La pobre mujer buscaba una colocación. Yo no supe qué consejo darle.
La institutriz me dijo que una amiga suya, que estuvo muy cerca de la miseria, había ido a vivir a un hotel barato, de pobre aspecto, en el que, al parecer, no se encontró tan mal. A ella le daban horror estos pequeños hoteles. Me dio las señas, y fui a verlo.
Se llamaba el Hotel del León de Plata, y se hallaba en una calle larga, negra y tortuosa, que iba del bulevar Jourdan al bulevar Saint-Jacques. La calle tenía por nombre calle de la Tombe-Issoire. El hotel era una casucha que hacía esquina y que estaba cerca de un viaducto por donde pasaba un tren. Tenía ventanas cuadradas y pequeñas de aire antiguo y un mirador de madera estropeado. En el bajo había una taberna con su letrero: «Flachat-Vinos».
El sol no daba casi nunca en la casa; quizá sólo en el verano. Esto no me importaba nada. Soy poco heliófilo. Lo que sí me molestaba era el olor, como a pobre, que había desde el portal a las habitaciones.
El cuarto que me mostraron valía poco, pero era muy barato y daba a la calle. Tenía un papel verde lleno de composturas; la cama, un lavabo, dos sillas y un sillón desvencijado. Todo era viejo y polvoriento.
Me trasladé en seguida. La dueña del fonducho, una buena mujer, trabajaba constantemente. El patrón era un meridional, hombre de malas pulgas, de cincuenta a sesenta años, de bigote y barba grises. No había más que seis cuartos y siete huéspedes: dos mujeres, madre e hija, las dos esqueléticas, pálidas y malhumoradas, que ocupaban la misma habitación; tres empleados, uno de una fábrica, el otro del hospital Cochin, otro de una funeraria, y un borracho: que era comisionista de licores.
La vieja, con un vestido descolorido, un sombrero grande, una bolsa en una mano y un bastón en la otra, solía salir por la mañanas a hacer compras. Me dijeron que esta vieja, de aspecto famélico, era prestamista, y que, con su aire pobre y miserable, tenía mucho dinero en el Banco y una posesión magnífica en los alrededores de París.
En la casa no había criados, y los cuartos los arreglaban entre la dueña y un hombre que tenía aire de señor y que, por las mañanas, con un delantal verde, con su peto y su mandil, frotaba el suelo de las habitaciones, de las escaleras y del pasillo, y luego se iba a pasear hecho un caballero.
En la taberna, el señor Flachat tenía un muchacho rubio y sonriente.
Uno de mis vecinos de cuarto soñaba alto y, a veces, daba unos gritos desesperados, que me despertaban, a pesar de no tener yo el sueño ligero.
«¿Quién será ese tipo? —pensaba—. Seguramente no es un hombre de fiar. Aunque, ¿quién sabe? Quizá sea un infeliz.»
Al parecer, el hombre que gritaba en sueños era el empleado de la funeraria, Vacher de apellido, que, sin duda, no se acostumbraba a su oficio lúgubre. Con la idea de que aquella gente del hotel era sospechosa, antes de acostarme cerraba la puerta y la atrancaba.
El comisionista borrachín, los días de fiesta, armaba, de noche, grandes trifulcas, discusiones y escándalos de voces y de patadas en la taberna, escándalos que concluían indefectiblemente con la intervención del patrón, el señor Flachat, que cogía al borracho del cuello y le echaba a la calle, dándole, además de propina, algún empujón, o algún puntapié en el trasero.
El empleado de la funeraria, Vacher, me dijo una vez que en el cuarto que ocupaba yo se había suicidado, hacía meses, una vieja, y que se aseguraba que se aparecía su fantasma. Esto hacía que la habitación fuera tan barata, porque la gente que lo sabía se espantaba de la perspectiva de la visita nocturna del espectro y no quería ocupar aquel cuarto.
Yo me encogí de hombros.
—Sí, para un español, eso no debe de tener importancia —dijo el funerario, convencido, sin duda, de que los españoles, en su desesperación y en su cólera, no tenían miedo a nada.
Vacher, el funerario, por lo que supe después, hombre de capacidades múltiples, ejercía también de barbero y tocaba el clarinete en las orquestas de los merenderos de las afueras los domingos. Le llamaban de apodo el Marquesito. Como era, sin duda, hombre de gustos misteriosos y folletinescos, me dijo que se aseguraba que en la casa había un subterráneo que terminaba en una galería que comunicaba con las Catacumbas. Siempre se había hablado, según él, en la calle, del pozo de la Tombe-Issoire.
Él había oído decir que por toda aquella parte de París había mucho subterráneo de antiguas canteras.
Pasé en aquel hotel bastantes meses. Estaba el menor tiempo posible en casa. El sitio me parecía triste. Además la patrona solía poner ropa a secar en los cuartos de los huéspedes, y ello era más incómodo que el posible espectro de la vieja suicida. Vivía en la calle y llevaba un libro para leer al jardín de Luxemburgo.
La dueña del hotel, que solía charlar conmigo, me prestó las Causas célebres de todos los pueblos para que me entretuviera; cuatro tomos, con láminas. Allí leí los crímenes de Lacenaire y de Papavoine, los errores judiciales de Calas y del correo de Lyón, los envenenamientos de la Brinvilliers y el proceso de la cámara ardiente.
Por la mañana tomaba medio litro de leche con pan. Al mediodía comía en cualquier restaurante o taberna del barrio, por seis o siete francos, y por la noche me contentaba con dos plátanos o una manzana.
Al comenzar el frío, la patrona, madame Flachat, me dijo que podía tomar la leche caliente en la taberna de abajo sin que me costase más; así que, para desayunar, solía ir por las mañanas a la taberna. Se reunía allí gente, la mayoría pobre, obreros medio mendigos; algunos, vestidos con harapos. Estos tipos de la taberna eran discutidores y charlatanes, vanidosos e inofensivos. Había también traperos y revendedores de la calle de Mouffetard. Hablaban en una especie de argot muy expresivo, lleno de interjecciones y de juramentos y no muy difícil de entender.
A veces reñían, y las caras pesadas, con aire sombrío y de mal humor, se iluminaban por la cólera o por la ironía.
Un hombre que me llamaba la atención era un viejo derrotado, con melenas y barba larga y blanca. Le encontraba un tipo de eslavo o de tártaro. Al parecer, por lo que se contaba, había sido profesor de un colegio, y era persona culta. Desde hacía tiempo no tenía trabajo. Le habían ofrecido meterle en un asilo, pero se negaba a ello, y prefería, según decía, morirse en la calle.
Cuando le hablaban se quedaba mirando al interlocutor con sus ojos azules y un aire vago, como si no comprendiera bien lo que le decían, y, al cabo de un momento, murmuraba palabras confusas entre dientes.
Algunos días le vi en la calle renqueando, apoyado en el bastón, y le seguí durante algún tiempo. Otras veces le distinguí a la puerta de la iglesia de Santo Domingo, de la calle de la Tombe-Issoire. Sin duda esperaba el que alguna persona rica le diera una limosna.
Debía de ser terrible la vida de aquel hombre. Solo, viejo y abandonado en una gran ciudad.
Comparaba su pobre existencia con la de algunos mendigos del pueblo donde había vivido yo en la Mancha, y pensaba que era mucho mejor la de éstos.
Cuando veía al viejo recostado en la pared de la taberna, el gabán abrochado hasta el cuello, el sombrero blando y sin forma, la mirada vaga, fumando una pipa corta de barro, me entraba el terror.
«Quizá acabe yo lo mismo que él», me decía.
Hice por entonces varias tentativas de buscar trabajo. Leía las planas de anuncios de los periódicos por si encontraba alguna proposición aceptable. Iba a enterarme. En todas partes aparecía oculta la estafa o la explotación más cínica. Estuve también en una escuela Berlitz, sin resultado.
A veces me sentía muy deprimido, cansado y sin ganas de hacer nada. Las botas se me iban rompiendo, los botones de la camisa y del traje comenzaban a soltarse, con una unanimidad desagradable, y la ropa se iba llenando de manchas. Empecé a coser los botones, cosa no muy difícil, y como el traje no había manera de limpiarlo, decidí llevarlo a una tintorería próxima de la misma calle. Tenía esta tintorería un patio negro, del que salía un arroyo de colores.
El tintorero habló conmigo. Era judío, se llamaba Samuel David, y decía con orgullo que era de una familia de marranos de España. Me extrañó su satisfacción al decir esto.
El judío me habló de un comerciante de colores, químico, donde se proveía él.
Al oírle se me ocurrió pensar que no había acudido a ninguno de los laboratorios a donde fui por la cuestión de los específicos de doña Márgara. Me avergonzaba un tanto el no haber contestado nada a sus proposiciones; pero luego me dije que la cosa estaba legitimada por los acontecimientos de España. Efectivamente, cuando marché a los distintos centros se dieron cuenta de la razón del silencio y se explicaron que las gestiones no hubieran terminado en algo práctico.
Allí donde vi simpatía expuse mi situación difícil, y en una de aquellas oficinas me propusieron traducir prospectos y anuncios de productos farmacéuticos del francés, del inglés y del alemán al español, añadiendo mi opinión sobre ellos. No sabía yo más que muy poco alemán, pero acepté y pensé que, en último término, y si no podía hacer una versión mediana ayudándome de un diccionario, iría a ver al doctor Bidarte, que había estudiado en Berlín. Con mis conocimientos de Química y Terapéutica podía hacer observaciones y comentarios oportunos y discretos.
Hice la prueba, y en la oficina encontraron que la traducción de los distintos idiomas era correcta, y las notas, científicas y claras. Me dieron nuevos encargos. Con ellos, y trabajando seis o siete horas diarias, podía llegar a conseguir de novecientos a mil francos al mes. Era para vivir pobremente; una explotación descarada.
Ganaba menos que un peón de cualquier oficio manual y hasta que algunas criadas; pero si me hubiera presentado entre un grupo de obreros, me hubieran llamado miserable burgués.
Aun así y todo, pensaba ahorrar, dejando de cenar algunas noches, no desperdiciando nada.
El carácter de combate que pensaba dar a mi vida contra la adversa suerte me parecía casi divertido.