XXVI

Por la tarde de este mismo día, al salir, al anochecer, por el bulevar Jourdan con la idea de preguntar cuándo volvía de Inglaterra Till Fortuner, me encontré con la señora amiga de Susana, madame Frossard. Ella se detuvo con la idea clara de entablar conversación; yo la saludé.

—Está aquí Susana —me dijo.

—¿De veras? —pregunté.

—Sí, vaya usted mañana a verla. Ha estado un poco enferma, y, como venía cansada, su padre ha hecho que hoy se vaya a la cama.

—¿Qué es lo que ha tenido?

—Susana padeció hace años una lesión cardíaca, que ya se había compensado. Por eso, el padre la quería tener apartada del estudio y de todo esfuerzo, y no quería que se casara. Ahora, en la playa de Bretaña, donde han estado, ha tenido una afección reumática que le ha durado dos o tres semanas, y el médico teme que se le haya recrudecido la enfermedad. ¿Usted no ha recibido cartas de ella?

—Yo, ninguna.

—Y usted, ¿le ha escrito?

—Sí, varias veces; pero como no me contestaba, dejé de escribir.

—Ella se figura que usted le ha escrito y que su padre ha hecho desaparecer las cartas. Si mañana la espera usted en este parque, a la hora de costumbre, podrán hablar ustedes.

—¿Y cómo va a saber ella que yo la espero?

—Yo la telefonearé.

—¡Ah! Pues entonces estaré yo delante del Observatorio desde las cinco de la tarde.

Madame Frossard se despidió de mí. Yo quedé un tanto alarmado. No sabía si la enfermedad de Susana sería algo grave y de cuidado.

Dejé de ir al taller de Till, porque ya no me interesaba el que estuviera o no de regreso.

Al día siguiente, por la tarde, me presenté en el parque, delante del Observatorio, y poco tiempo después apareció Susana. Nos saludamos con gran emoción. Yo la miré y la estudié por ver si se veían en su rostro las señales de la enfermedad; pero no, tenía buen aspecto.

—¿Ya se ha tranquilizado usted? —preguntó ella.

—Sí, estaba muy intranquilo y muy asustado.

—He tenido una fiebre, pero no ha sido gran cosa.

—¡Mi querida Susana! —sin querer, la agarré de la mano, y ella se acercó a mí y puso un momento su cabeza en mi hombro.

No quería, sin duda, que nos vieran en esta actitud los paseantes del parque, y se separó en seguida.

Hablamos después. Parecía evidente que el señor Roberts había escamoteado mis cartas a Susana y las que ella me había escrito.

—¿Qué ha hecho usted, Miguel, en este tiempo? —me preguntó ella.

—¿Qué quiere usted que hiciera? Aburrirme, entristecerme pensando en usted.

—Yo también he pensado mucho en usted.

—Sí, puede ser.

—¿Cómo? ¿Puede ser? No, pensaba en usted constantemente. Mi padre, con esa astucia de enfermo, inventó que le habían escrito que usted se había marchado a España. «¿Qué le pasará allá?», me decía yo; estaba muy inquieta.

—Yo, también.

Después de hablar largo rato de su enfermedad, volvimos a la misma conversación que tuvimos antes de marcharse ella a la playa del Norte.

—¿Leyó usted los libros que le dejé? —me preguntó.

—Sí, el libro de poesías de Paul Verlaine lo he leído muchas veces. Me he dedicado a la melancolía sin querer. Creo que esas poesías me han envenenado con su sentimentalismo.

—Eso nos ha pasado a muchos. Ya se curará usted.

—Sí, es posible, sobre todo si la veo a usted constantemente, como antes.

—¿Y lo de Proust?

—No me ha interesado; he empezado a leerlo, pero no me ha producido gran curiosidad.

—¿Y por qué?

—Es como una crónica mundana de cosas pasadas aquí; pero a mí no me interesa un suceso porque ocurra aquí o allá, sino por el suceso en sí. Además, ¡es uno tan poco mundano!…

—Es usted lógico consigo mismo. ¿Y lo de Verlaine?

—Eso me ha parecido de siempre y de todas partes.

—Es verdad, ¡qué bonito! Yo lloraba cuando leía sus poesías hace años:

Il pleure dans mon coeur

Comme il pleut sur la ville;

Quelle est cette langueur

Qui pénètre mon coeur?

También, ¡qué admirable aquella canción!:

Écoutez la chanson bien douce

Qui ne pleure que pour vous plaire.

Elle est discrète, elle est legère:

Un frisson d’eau sur la mousse!

—Sí, son canciones verdaderamente encantadoras; a mí mismo, que soy duro y poco inclinado a la poesía, me conmueve —dije yo.

—¡Bah! La dureza de usted es una broma.