XIX

Otro día hablé a Susana de la actitud de su padre para conmigo. ¿Qué pensaba de mí? ¿Me consideraba como una persona digna de ser pretendiente de su hija, o me tenía como un pobre hombre sin un cuarto, a quien no se le podía tomar en serio?

—Mi padre le estima a usted mucho.

—¡Bah! No lo creo.

—Sí, sí.

—Entonces, ¿le parezco una persona digna de entrar en su familia?

—Sí, sí, aunque eso lo deja a mi arbitrio.

Al día siguiente era primero de mayo; pensé que se oirían desde casa canciones y gritos, que habría alborotos; pero no se oyó nada. En el parque de Montsouris se veían niñas vestidas de blanco; me chocó; de lejos parecían vestales; pregunté a la señorita de Bartas, y me dijo que era un día en que las chicas acostumbraban hacer la primera comunión.

Salí, por la tarde, al sitio donde veía a Susana, aunque pensé que quizá no saliera por miedo al tumulto. En el lugar de la cita se presentó poco después. Yo volví a la misma conversación que el día anterior, porque era la que más me interesaba. Susana dijo que comprendía que su padre era un hombre de un cariño egoísta, que la quería ciegamente y le molestaba la idea de separarse de su hija. Ella pensaba que la única solución para vencer la hostilidad de su padre, por el momento, era que yo le dijera que no pretendía casarme, y después, aunque fuese algo cómico, asegurarle que había encontrado un procedimiento barato y práctico para acabar con las moscas. El señor Roberts no tenía la menor idea de los progresos científicos, los despreciaba en absoluto, y aunque yo le hablara de un sistema viejo y conocido, a su padre le parecería nuevo.

—Quizá esto me sirva a mí para ganar la partida con él. Pero ¿para ganarla con usted…? —le pregunté yo.

—Esa la tiene usted ganada —dijo tranquilamente Susana.

Yo quedé emocionado y sin saber qué decir, y, al acompañarla a ella y al despedirme, le estreché las dos manos con efusión.

Nos citamos para el día siguiente a la misma hora.

Volvimos a la cuestión que más nos interesaba. Yo quería aclarar algunos puntos que para mí eran trascendentales.

—¿Y su pretendiente Edmundo? ¿Qué ha sido de él? —le dije.

—Se ha alejado.

—¿Y a usted no le ha hecho efecto eso?

—No, la verdad, no le he querido nunca. No se ocupaba de mí. ¿Se puede querer a un hombre que considera a la persona que tiene que vivir con él, lo más, como a un compañero de autobús?

—No, es difícil.

—No se ha ocupado nunca de mí. Tiene una idea muy mala de las mujeres. Únicamente le interesaban los trabajos históricos y eruditos que podíamos hacer entre los dos; lo demás, nada. Yo no creo ser —añadió, riéndose con malicia— una mujer tan aburrida ni tan desagradable.

—Para mí, y para todos los que la conocen, es usted una mujer encantadora.

—¿De verdad?

—Yo creo que hay mujeres que hacen una impresión profunda la primera vez que se las ve; otras van revelándose, y, a medida que se las conoce, muestran nuevos encantos.

—¿Y yo?

—Para mí, la primera impresión al verla a usted fue profunda, y las sucesivas han sido mejores aún.

—¡Adulador!

—No digo más que lo que pienso.

—¿Usted, entonces, no cree, como mi padre, que nos debían quemar a las mujeres en el hogar de la chimenea?

—¿Yo cómo voy a creer eso? Ni en serio ni en broma. Mi madre y mi hermana son muy buenas. Usted es mi inspiradora, y yo la considero muy superior a mí.

En la conversación, Susana se mostraba muy atrevida; pero, a veces, se ruborizaba por alguna frase insignificante.

—Una parisiense que se ruboriza —le decía yo—. Se ve que es usted una niña.

—Sí, ¡qué quiere usted! He vivido tan aislada, que me ha quedado la timidez como una enfermedad. La disimulo, pero no siempre bien. A pesar de esto, no crea usted, si tengo que hacer algo difícil, me armo de decisión y soy hasta valiente.

—Yo tampoco soy muy decidido.

—¿Qué ha pensado usted de lo que dije ayer? —me preguntó ella.

—Primeramente, quisiera saber con claridad por qué su padre me rechaza.

—Es sencillo: piensa que, si se casa, usted conmigo, no será él el amo absoluto de la casa. Muchas veces ha llegado a decir que sería mejor que las hijas de familia tomaran un amante, que no un marido.

—¡Demonio, qué inmoralidad!

—¿Eso podría decirlo un padre en España?

—No; sería lo más antitradicionalista, y libertario que se pudiera decir. Entre nosotros, las ideas de la honra y de la reputación tienen mucha fuerza.

—Pues ya ve usted lo que puede pensar un señor francés cuando pretende ser el amo absoluto de su casa y no quiere que le mermen el cariño de su hija.

—Sí, es extraordinario; nunca se me hubiera ocurrido cosa semejante.

Dimos una vuelta por el parque, contemplando los gorriones y los mirlos que saltaban en el césped.

—Y del capítulo de las moscas, ¿qué ha pensado usted? —preguntó ella.

—Pues voy a hacer un aparatito que no tenga más originalidad que la forma. He leído en tratados y en enciclopedias todo lo que se ha escrito sobre la extinción de las moscas. Al parecer, en esta lucha, los Estados Unidos es el país que va más lejos. Estoy convencido de que todo lo que no sea una campaña colectiva tiene poco valor. No hay ningún agente especial nuevo que tenga una acción muy eficaz contra las moscas; el producto más fácil de emplear es el formol, o sea un preparado hecho a base del ácido fórmico. Voy a mandar hacer un florero, y dentro del florero, en donde pondré una solución de formol, un ramillete de hojas y de flores. Los tallos de éstas serán tubos capilares de cristal y las flores, trozos de paño de bonito color, que quedarán empapados en el aldehído fórmico. La mosca que sorba la humedad de estas flores quedará muerta. Ahora, la manera de hacer desaparecer estos insectos muertos no la he encontrado; al menos, de una manera sencilla y barata; porque poner un aspirador eléctrico sería muy caro y, por tanto, muy poco práctico.

—Usted haga el aparatito lo más bonito que pueda; no le dé usted a mi padre excesivas explicaciones, porque él siempre ha tenido un poco de desprecio por las ciencias. El cree que no hay más que el arte que sea respetable, y que las ciencias son para gente tosca, llena de datos, a quien no se le ocurra jamás una idea genial.

—¿Así que, para él, Copérnico, Galileo o Pasteur eran unos pobres diablos?

—Sí, algo de eso. El piensa que se hacen descubrimientos únicamente estudiando y leyendo con constancia, y que, en cambio, en el arte se crea por una intuición casi divina.

—Es un disparate; pero nos acomodaremos a él y le hablaremos según su gusto. Mañana iré a ver a nuestro amigo Till Fortuner. Tiene mucha idea para los aparatos; yo le he presentado mi proyecto, y creo que él lo mejorará y lo perfeccionará.

Efectivamente, unos días después, Till Fortuner me dio el aparato construido. Lo llevé al laboratorio y se lo mostré a Juan Samper, que era hombre excesivamente habilidoso e ingenioso, y que lo encontró muy bien.

Al día siguiente fui a ver al señor Roberts y le mostré el aparato, que le produjo gran curiosidad y entusiasmo.

—Ese español —parece que dijo— es hombre de talento.

—Y, sobre todo, muy bueno —indicó Susana.

—¡Hum!, eso ya es otra cosa —replicó el señor Roberts—. Yo dudo de la bondad de la gente. Para mí, el hombre es enemigo del hombre: Homo homini lupus.