XXIV
Uno de estos días de verano que volvía triste, malhumorado y descontento, al subir a casa me dijo Atalia Bartas:
—Aquí está una señora española que le espera a usted.
—¿A mí? Es raro. ¿Ha dicho quién es?
—Yo no la he entendido, me ha hablado medio en español. Me ha parecido que viene muy inquieta y muy furiosa contra usted.
—Bien, ahora voy a hablar con ella.
Al entrar en mi cuarto vi a doña Márgara, mi antigua patrona. Doña Márgara, que estaba sentada, al verme, se levantó con aire trágico, como impulsada por un resorte, y, sin más preámbulos, dijo con voz fuerte y metálica:
—Vengo por los treinta mil francos que le di a usted en Madrid, y que necesito inmediatamente.
—¡Ah, muy bien! —contesté yo con gran tranquilidad—. Espere usted un momento, y siéntese, si quiere.
—Estoy bien así.
Doña Márgara se encontraba vieja, arrugada, amarillenta y mal vestida, con un sobretodo gris y un sombrero del mismo color, ceñido a la cabeza como un casco. La pobre señora me recordó un buzo que saliera a la superficie del agua del fondo de los abismos. Sin duda, la boticaria suponía que yo me había gastado, en todo o en parte, el dinero que me había dado para comprar los específicos, y pensaba desarrollar una escena dramática, con recriminaciones y gritos. Quizá tenía preparados sus discursos y algunas frases desesperadas de efecto.
Al ver mi tranquilidad quedó sorprendida. Yo, sin decir palabra, saqué una llave del bolsillo del chaleco, abrí el cajón de la mesa, lo registré lenta y minuciosamente, y de un paquete de papeles, que desaté despacio, tomé uno, lo desdoblé, lo miré y dije a doña Márgara:
—Aquí tiene usted el cheque de los treinta mil francos.
Doña Márgara tomó el papel con gran sorpresa, lo contempló y lo leyó.
—Pero ¿no lo ha cobrado usted?
—Naturalmente que no. Ahí lo tiene.
—También le di a usted seis mil francos —añadió doña Márgara por decir algo.
—Esos me los dio usted para el viaje, y, naturalmente, me los gasté. El doctor Valverde lo puede atestiguar. No tiene usted derecho a reclamar nada —repliqué.
—No reclamo.
—Usted podía haber preguntado en el Banco si el cheque estaba cobrado o no, y evitarse el trabajo de venir aquí con aires dramáticos y ridículos a representar una escena.
No era doña Márgara persona para reconocer que se había equivocado, y exclamó con cólera:
—¡Está bien, está bien! No hablemos más. No tengo nada que decir. Beso a usted la mano, caballero.
—¡Adiós! ¡Buenas tardes!
La señorita Atalia acompañó hasta la puerta a doña Márgara, que se fue contenta y al mismo tiempo furiosa.
Yo pensé después que había estado duro y seco con mi antigua patrona; pero me encontraba malhumorado, y la actitud suya había sido un tanto estúpida.
Aquel final de: «Beso a usted la mano, caballero», me pareció grotesco, y me dio ganas de reír.
La señorita Bartas se enteró con detalles de lo que había pasado entre mi antigua patrona y yo; le pareció muy bien lo hecho por mí, porque demostraba honradez; pero pensó y dijo que podía haber estado más galante y atento con aquella señora.
—¿Con una mujer que piensa que uno le ha estafado se va uno a mostrar galante? Yo creo que, en justicia, le debía haber pegado una patada en el trasero.
Añadí esto por el gusto de escandalizarla.
—¡Qué horror! ¡Qué horror, a una señora tratarla así! —exclamó la señorita Atalia, que no tenía la más ligera idea del humorismo.