XXIII

Por la mañana, cuando me levantaba temprano, cruzaba el bulevar Jourdan, y marchaba con frecuencia a las afueras de Gentilly y de Montrouge, hacia los parajes aún no edificados. Sentía el romanticismo y el salvajismo de aquellos lugares, que encontraba paralelo con el de mi espíritu.

El viento hacía temblar las florecillas salvajes nacidas entre los escombros; pasaban los carros y los camiones por el camino arcilloso, descarnado por las lluvias primaverales; las barracas pequeñas, de gente pobre, a veces de aspecto cómico, como de animales agazapados, comenzaban a espirar el humo por el tubo de la estufa; el farol brillaba todavía a la pálida claridad de la mañana, y se veían por encima de las tapias bajas de un cementerio las copas negras de los cipreses. La casa leprosa de las afueras, derrengada y con la pared verde por la lluvia, me daba una impresión menos siniestra que el edificio nuevo, recién construido y pintado, que parecía de juguete. Se oía a veces el lejano redoble de un tambor.

Sí; las afueras de París son tristes, de una tristeza dura y desolada; las de Roma son más teatrales y melancólicas: las de Madrid, ásperas y trágicas; las de Londres, negras y fangosas.

Yo, que recorría con frecuencia, los domingos, las afueras de Madrid, andaba por las de París como si las conociera de antemano. Eran como un viejo amigo del que sabía sus secretos. La casa pobre, con su corral y sus gallinas tísicas, la tienda de comestibles sin gente, la taberna con tipos poco tranquilizadores, me parecían casi las mismas.

Todas las afueras de los pueblos grandes son muy parecidas; sombrías de día y lúgubres y siniestras de noche. Esta mezcla de ciudad y de campo es siempre algo híbrido y estéril. Parece que la gran ciudad proyecta sus miserias materiales y morales hacia el exterior, y el campo amenaza con su soledad, su pobreza y su intención aviesa a la capital.

Los dos elementos dan lo peor que tienen: la ciudad, el tramposo, el estafador, la cortesana retirada, al mismo tiempo que los escombros, el cascote, las latas viejas y el papel sucio. El campo echa hacia la urbe el ladrón, el tabernero, el usurero, el fango en invierno y el polvo en verano.

El gusto del buen burgués de ir a vivir a las afueras es resultado de una ilusión; porque estas afueras tienen todo lo malo de la ciudad y del campo.

Adelantando en mis exploraciones, estuve en las canteras de los barrios próximos, y vi que eran asilos todavía de gente maleante.

No siempre iba hacia estos suburbios; también visitaba los parques próximos y los bulevares exteriores, en este ambiente de languidez del verano parisiense. En los parques, las parejas se besaban delante del paseante con una cierta tendencia exhibicionista; en las terrazas de bares y cafés, la gente discutía, y los domingos por la noche, los grupos cantaban al volver a sus casas. Yo tenía el espíritu deprimido como un paisaje árido de rocas grises y secas.

Entre Gentilly y Montrouge, además de las calles con casas altas, vulgares y corrientes, había barriadas como aldeas, hechas con chozas y casetas de madera, limitadas con filas de estacas. En estas aldeas vivían extranjeros pobres, que tenían un aire más desesperado y más sucio que en sus propios países.

«Probablemente —pensaba yo—, la miseria es más dura con la humedad y el mal tiempo que con el sol. Se comprende que ser pobre en los pueblos del Mediodía no tiene las proporciones que el serlo en los países del Norte.»

La vuelta de las gentes hacia sus casas los domingos, al anochecer, me parecía lamentable. El padre y la madre, disputando con acritud; el niño o la niña, cansados, y el chiquitín, dormido en el cochecito.

«La verdad es que nuestra vida es pobre e inútil», me decía.

Los días de fiesta, en estas grandes ciudades como París, a pesar del sol estival, no tienen nada de alegres. La familia burguesa que sale a la calle lleva aire de mal humor; el hombre comprende, más o menos claramente, que el día de labor, entre su despacho y su café, está más entretenido; la mujer lleva un aire agrio y displicente; la chica va con más gusto sola a la escuela con sus amigas, y el chico levanta la nariz para soltar bromas impertinentes. Se ve que entre ellos no se dicen cosas amables. Todas las ocurrencias del chico, que tiene aire de pillo y de burlón, molestan a la familia. Señala lo desagradable: el borracho, la vieja pintada, el jorobado, el señor con una nariz deforme. Cuando vuelven, vienen todos riñendo.

Al retirarme a casa, de noche, veía en los bancos del parque de Montsouris parejas que se estrujaban y se besaban. Luego oía la señal del guardián que avisaba, tocando una campana, que se iba a cerrar el recinto. Parecía el esquilón de una ermita perdida en el campo.

Una impresión de aldea que me gustaba era ver pasar a un cabrero con sus cabras por el bulevar Jourdan. Algunas se ponían en dos patas para morder las enredaderas de las tapias de la Ciudad Universitaria, y otras comían tranquilamente un pedazo de periódico viejo.