AGRADECIMIENTOS
Tengo una enorme deuda con mis hermanos, mis primos, y no menor con mis viejos amigos, que han compartido conmigo recuerdos, cartas, fotografías y objetos de todo tipo; no podría haber reconstruido unos sucesos tan remotos sin ellos. He escrito acerca de ellos, y de otras personas, con cierto temor: «Siempre es peligroso», observó Primo Levi, «transformar a una persona en personaje.»
Kate Edgar, mi ayudante y editora de muchos de mis libros anteriores, ha sido virtual colaboradora en éste, no sólo corrigiendo los innumerables borradores, sino acompañándome a ver químicos, bajando a las minas, soportando olores y explosiones, descargas eléctricas y alguna emanación radiactiva, y enfrentándose a un despacho cada vez más lleno de tablas periódicas, espectroscopios, cristales dentro de soluciones sobresaturadas, rollos de alambre, pilas, sustancias químicas y minerales. Este libro seguiría siendo una excavación de dos millones de palabras de no ser por su capacidad de destilación.
Sheryl Carter, que también ha trabajado conmigo, me ha mostrado los portentos de Internet (nada sé de ordenadores, y escribo con lápiz o con una vieja máquina de escribir), y ha encontrado libros, artículos, instrumentos científicos y juguetes de todo tipo que yo jamás hubiera encontrado.
En 1993 escribí una reseña-ensayo en la New York Review of Books del libro de David Knight sobre Humphry Davy, que reavivó mi interés por la química, aletargado durante tanto tiempo. Le agradezco a Bob Silvers que me animara a hacerlo.
Mi artículo «Luz brillante», un primer fragmento de este libro, apareció en The New Yorker, fue magníficamente editado (y titulado) por mi editor en la revista, John Bennet; y Dan Frank, de Knopf, ha sido fundamental a la hora de ayudarme a conducir el libro a su forma actual.
Poco después de comenzar este libro tuve la enorme satisfacción de conocer a un héroe de mi infancia, Glenn Seaborg, y posteriormente me he visto o he mantenido correspondencia con químicos de todo el mundo. Estos químicos, demasiados para nombrarlos, se han mostrado extraordinariamente hospitalarios con alguien que no pertenece a su campo, un antiguo entusiasta de la infancia, y me han enseñado prodigios que ni la ciencia ficción más descabellada de mi infancia podía concebir, como el «ver» átomos de verdad (a través de la punta de tungsteno de un microscopio de fuerza atómica), concediéndome algunos deseos nostálgicos, como ver de nuevo, entre otras cosas, el azul intenso del sodio disuelto en amoníaco líquido; y diminutos imanes que flotaban sobre superconductores enfriados en nitrógeno líquido, esa levitación mágica y que desafiaba la gravedad con la que había soñado de niño.
Pero, por encima de todo, ha sido Roald Hoffmann quien me ha estimulado y apoyado de manera inconmensurable, y quien más empeño ha puesto en hacerme ver lo maravillosa que es ahora la química, y es a Roald, por tanto, a quien dedico este libro.